Río, de la mano de un local
La transpiración se mezcla con el repelente de mosquitos, los latidos del corazón están acelerados y las piernas me tiemblan, pero tengo frente a mí toda la ciudad de Río de Janeiro. El verde es el color predominante, interrumpido por edificios blancos y grises, que desde 680 metros de altura se ven mínimos. Desde este mirador privilegiado se dibuja perfecto ese diálogo fluido que tienen la naturaleza y el urbanismo. Estoy en la cima de la Pedra Bonita, donde llegué luego de unos 40 minutos de caminata cuesta arriba.
El sendero que me llevó hasta este lugar mágico estaba bastante marcado en la tierra húmeda del Parque Nacional de Tijuca: daba tranquilidad que el anfitrión de esta aventura fuera un lugareño, un apasionado de la naturaleza y de la tierra carioca. Diego Losch se sacó las ojotas y comenzó la caminata descalzo. "Sentir la temperatura de la tierra en la planta de los pies es la conexión más pura con lo natural y usar los dedos para trepar es más seguro", dijo, mientras me tendía la mano para que atravesara una zona de piedras resbalosas. Durante toda la travesía, los pájaros musicalizaron nuestros pasos y nos escoltó una frondosa vegetación que no permitía diferenciar a qué altura estábamos, aunque claramente el camino era en subida.
Entre los comentarios que había visto en Airbnb al investigar la experiencia "Explore la belleza de la ciudad maravillosa", me llamaba la atención que todos hablaban muy bien del anfitrión. Vestido de traje de baño floreado y el pelo aclarado por el sol, Diego nos contó durante la travesía que es surfer desde muy pequeño y que no imagina su vida lejos del mar. Por unos años trabajó en finanzas y su economía marchaba bien, pero el nacimiento de su hijo revolucionó todo. Él quería criarlo cerca de la naturaleza, así que dejó su trabajo de oficina y empezó a dedicarse tiempo completo a dar clases de surf, kitesurf y a estas excursiones. Con su hijo de 8 años visitan distintas islas o selvas cariocas los fines de semana. Y muchas veces recibe familias que hacen esta experiencia con chicos que instintivamente saben trepar y escalar. Por un rato todos volvimos a jugar a los exploradores.
Una parte de la subida la habíamos hecho en auto. Como buen local, Diego conducía seguro por esas curvas pronunciadas del barrio São Conrado. Se veían mansiones vidriadas con vista al mar. Antes de arrancar la trilha, como le dicen en portugués a la caminata, hicimos una parada en un club de vuelo. Allí, un muchacho se preparaba para lanzarse a volar en parapente, practicaba la corrida por la rampa, aflojaba los brazos, se acomodaba el casco. El instructor puso las manos del muchacho en su cintura, le dijo que nunca se soltara. Llegó el momento, este ya no era un ensayo. Tomaron carrera por la rampa y se tiraron. Todos gritamos y experimentamos parte del vértigo que habrán sentido ellos. Se fueron un poco para abajo y luego, por impulso del viento, subieron rápidamente. Flotaban por encima de esa selva con movimientos suaves, como cuando un pájaro extiende sus alas y se deja llevar.
Cuando Diego avisó que estábamos por llegar a la cima, le dije, en un precario portuñol, que si la bajada era muy empinada prefería volver a casa en parapente. Entre risas vi que Diego sacó su cámara GoPro; es que se venía algo digno de registrar: nuestras caras al llegar a la cima. La satisfacción de haberlo logrado y la emoción de ver frente a nosotros el mar, y toda la ciudad de Río dividida por la enorme Pedra da Gávea. De un lado, las playas de São Conrado, la Rocinha, y del otro, la zona construida para las Olimpíadas 2016.
Mandioca frita, mandarinas, bananas, jugos de uva y unos sándwiches, ese fue nuestro desayuno en la cima de la Pedra Bonita. Sentados sobre la piedra caliente, comimos esas frutas dulces y jugosas mientras seguíamos mirando de un lado a otro. Con la panza llena, Diego nos propuso meditar. Me daba un poco de pena tener que cerrar los ojos con tal paisaje, pero había otros sentidos para activar. El contraste de la piedra caliente con el viento fresco que corría allí arriba. El silencio absoluto y, como nos iba diciendo Diego en esta meditación guiada, concentrarse en el ahora. No importa de dónde venimos o adónde vamos.
Abrimos los ojos de a poco. El sol brillaba más fuerte de lo que recordaba. Nos levantamos para encarar la bajada, un poco resbalosa, pero más fácil. Volvimos al auto, donde habíamos dejado nuestras cosas, nos hidratamos y dejamos atrás el Parque Nacional de Tijuca.
Paraíso natural
Todos habíamos recibido, al comprar la experiencia en Airbnb, la lista de cosas que debíamos llevar: traje de baño, toalla, protección solar y repelente. Pensé que ya se venía la parte de placer y de estar tirada al sol, pero para llegar a una playa secreta hace falta atravesar algunas pruebas. El camino no está preparado, si no, no sería secreta. Rocas de esas brillantes que resbalan y que parece que te cortan las plantas de los pies. Caminar por ahí requiere paciencia, pensar los pasos. Qué ansiedad ver el mar tan cerca y tener que pagar este peaje para llegar. Mejor mirar para abajo y concentrarse en el camino. El mar estaba tranquilo, el color era una mezcla de turquesa con verde esmeralda. Me apresuré para tocarlo, mis pies necesitaban la suavidad del agua después de los pinchazos de las rocas, metí la cabeza bajo esas olas espumosas, debo haber sonreído bajo el agua porque sentí la sal en mi boca. Estábamos rodeados de acantilados altísimos llenos de vegetación que formaban como un semicírculo. La Praia da Joatigna era casi en su totalidad para nosotros, una chica tomaba sol, otros dos hombres se estaban sacando sus trajes de neopreno y nosotros nos disponíamos a sacar la pelota y las paletas.
Había otro secreto aquí. Una piscina natural. Otra vez a caminar sobre las piedras que no eran precisamente bonitas. La marea empezaba a subir y ahora no solo había que estar atento a no pisar caracoles cubiertos por las algas, sino que las olas no desestabilizaran la caminata. Pero de nuevo valió la pena. Las rocas habían formado una pequeña pileta, como una versión en miniatura de esta playa, el agua entraba y salía, la base era de arena y estaba más cálida que el mar.
A nuestras espaldas, acantilados gigantes y encima de ellos, algunas ventanitas. "Ahí vivo yo", me dice Diego. Este tipo de turismo mano a mano con los locales tiene algo tan especial, de entrar a la vida de un surfer, a su casa, a su estilo de vida. La casa de Diego está hecha de madera pintada de blanco, toda la pared de la entrada tiene tablas de surf. La casa tiene dimensiones chicas, pero el ventanal cubre todo el frente, desde cualquier punto del departamento se puede ver el mar, la ventana oficia de portarretratos. Río de Janeiro a través de sus habitantes locales habla muchísimo de la ciudad, esa pasión por su tierra, el cuidado de la naturaleza.
Cuando ya nos estábamos yendo, otro local me dio la despedida. Era un monito agarrado de un árbol, su cola larga blanca y negra se movía lento. Me miró fijo a los ojos. En Río la naturaleza te mira a los ojos, te invita a explorar y a formar parte de esta ciudad maravillosa.
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