En ningún momento de aquel martes de marzo, cuando pasé por el bar Bip Bip en Río de Janeiro, supe que Bip Bip era Bip Bip, así con mayúsculas, que su dueño era su dueño y que, si nadie te daba el dato, podías pasar por alto este barcito insignificante y sin cartelería, hechizado por las embriagadoras playas de Copacabana. "Andá", me dijo una amiga, cuando supo que viajaba a Río. "Hay música en vivo". Pero esa noche, no encontré ni músicos ni comida ni menos aun, un bar como la gente: un espacio de 18 m2 –o menos–. Y, sentado en una de las tres mesas de la vereda, había un hombre y solo uno. Tenía la mirada baja, como si en su cuello cargara todo el peso del aire, ardiente, de los cariocas del barrio. Acomodaba una fila de cacerolas con dinero adentro. Esa era, me enteraría luego, su caja registradora.
"¿Acá tocan bandas?", pregunté, esperando que me dijera que no, que esa noche ahí no pasaba nada y que me había confundido de bar. Pero el hombre, con acento llamativamente porteño, dijo: "Hoy estamos de luto. Acaba de morir el dueño. Igual acá siempre hay música. Volvé en un rato". Una hora más tarde, como en un pase mágico de cuento, ese espacio minúsculo era escenario de un show, para mí, inesperado: doce músicos sentados en ronda, tocaban samba. Algunos se abrazaban y algunos lloraban. Se levantaba uno, otro tomaba su puesto, así de pequeño era todo. Lo que no era pequeña era la historia del Bip Bip. Y menos la del dueño, a quien despedían en su propio bar con un homenaje a su medida, y de quien yo, sin preverlo, me estaba despidiendo también.
Un satélite en Río
Se llamaba Alfredo Jacinto Melo, 75 años. Para todos era Alfredinho, el último agitador de Río. Amigo del ex presidente brasileño Lula da Silva y de la familia del músico Chico Buarque. El hombre que recibía a futbolistas de izquierda como Cajú o Alfonsiño. Aquel que en marzo de 2018 fue arrestado por rendirle homenaje a Marielle Franco, la concejala del Partido Socialismo y Libertad (PSOL) asesinada. Alfredinho fue uno de los fundadores, junto con Lula, del Partido de los Trabajadores (PT) y de este bar, llamado así en honor al primer satélite soviético que emitió un bip-bip e inaugurado un día de diciembre de 1968, cuando se publicó el Acto Institucional 5 –uno de los más duros decretos de la dictadura brasileña– como un desafío plantado frente a la opresión, el taconeo de botas y todo lo que oliera a verde militar.
Alfredinho fue uno de los fundadores, junto con Lula, del Partido de los Trabajadores (PT). En 1968 inauguró el mítico boteco Bip Bip, en Copacabana.
En este bar de Almirante Gonçalves 50 tocarían todos. «Todos» quiere decir que sonaron las voces de las mayores leyendas de la música brasileña, como Tom Jobim y Vinicius de Moraes. Que hasta Cesária Évora, la cantante de Cabo Verde, pasó una noche por aquí atraída por su fama y leyenda, pero tuvo mala suerte: era sábado y ese día en el Bip Bip no toca nadie, porque los músicos hacen dinero en otros sitios donde sí les pagan. Así que Cesária se tomó una copa con Alfredinho y se fue sin que nadie pudiera escucharla.
Ningún músico quería perderse venir hasta aquí a tocar bossa nova, choro o samba los días de semana, solo para respirar en persona esa leyenda viva llamada Bip Bip. No recibían un peso ni tampoco aplausos. A Alfredinho no le gustaban. Inventó un sistema de chasquidos con los dedos para que el público aprobara a los artistas cuando terminaba un buen tema. Dicen que lo hizo para evitar conflictos con vecinos que se quejaban de las ovaciones a la una de la mañana y, con el tiempo, el hábito se instaló. O él, que detestaba el barullo, se ocupó de que se instale. En un video de YouTube se lo ve gritando, en un portugués cabreado a unos que, al parecer, en lugar de escuchar música se dedicaban a darle a la charla: "Si vienen acá, ¿para qué conversar? Presten atención". Alfredinho, cual director de escuela, tenía la mecha corta. Hasta podía retar a un recién llegado por tirar una colilla de un cigarro en el suelo. O por ser de derecha. Esto era más que su bar. Era su casa.
Boteco militante
La parte más ideológica, Melo la llevó a su método de cobro. Inventó un sistema para la barra de bebidas basado en la confianza. Cada uno se ocupaba de ir a la heladera –aún hoy lo hacen– y de agarrar lo que quería consumir. Alfredinho anotaba su nombre en una libreta y, al final de la noche, la gente pagaba lo que había tomado. Si alguien quería hacer pagadiós, nada lo detendría. Así fue como el Bip Bip se fue haciendo la fama. Ya en los 90 lo llamaban el bar más socialista de Río.
Muchos brasileños dicen que Alfredinho, de tan parecido, era como el hermano mellizo de Lula. Un poco más gordo. Tal vez algo más bajo. Cierto o no, le encantaba que se lo dijeran. Hay una foto de cuando los dos estuvieron en el cumpleaños de Maria Amélia, madre del músico Chico Buarque. Alfredinho tiene un vaso de cerveza en la mano y es el único que viste bermudas: odiaba el pantalón largo. Tiempo más tarde, Lula, siendo ya presidente, lo llamó para preguntarle si necesitaba ayuda con el bar y él le dijo: "No necesito nada. Vos, ocupate de los pobres".
Los turistas argentinos le decían que era igual a Jorge Lanata. "Él sonreía porque no conocía a Lanata. De haber sabido quién era, seguramente se habría enojado", ríe Matías Bidart, el argentino que, ahora que él no está, mantiene vivo su bar. Pasó casi todas sus madrugadas con Alfredinho, hasta que un miércoles notó algo raro. Su jefe le pidió que lo fuera a buscar a la casa para ir al bar. Estaba cansado. Esa noche, raro en él, no quiso tomar.
"Soy el último bohemio –decía con un aliento agrio que perfumaba sus noches–; quien no vive la madrugada no sabe lo que es vivir". La rutina era así: pagaba las cuentas a la tarde y caminaba por la costanera con cerveza. Después comía algo con caipivodka y se iba al bar, para tomar su remedio para la tiroides con cerveza y pasarse al vino tinto, que le soltaba una lengua liberadora de discursos sociales y revolucionarios.
Lula, siendo ya presidente, lo llamó para preguntarle si necesitaba ayuda con el bar y él le dijo: "No necesito nada. Vos, ocupate de los pobres".
Para no evidenciar favoritismos, nunca pero nunca Alfredinho dijo cuál era su artista favorito. Ni pidió a gritos una canción. Quizá porque el acto de definirse en ese tema significaba para él someterse a una presión parecida a la que podría sentir un padre si le preguntan cuál hijo prefiere. Evitaba eso igual que hablar sobre la muerte.
Aquel miércoles en que el argentino Matías lo vio por última vez, fue la última de Alfredo en el Bip Bip. El jueves 28 de febrero no fue. Tampoco el viernes. En la mañana del sábado, un amigo lo telefoneó para ver cómo estaba, pero no contestó. Le devolvió el llamado al mediodía y quedaron en que a la tarde lo visitaría. Alfredinho volvió al sillón. Nunca quería meterse en la cama. Para no tener que acostarse en ella se quedaba dormido, hecho un ovillo, en su asiento. Allí veía a su equipo, el Botafogo, leía y miraba Curta, un canal de arte brasileño.
En ese mismo sillón –su trono– lo encontraron a las cuatro de la tarde, sin vida y en calzoncillos. La camisa abierta. Su pelo ceniza enloquecido. "Le prendí los botones. Quedó lindo", dice Matías, de los primeros en llegar. Era fin de semana largo de Carnaval así que, por un rato, nadie apareció. Al cabo de varias horas, llegaron amigos en traje de colombinas, tomando cerveza y comiendo maní. Había un payaso. Había un Batman.
Último acto
A Alfredinho lo enterraron en el cementerio San Juan Bautista, junto con las tumbas de los muertos más ilustres de Brasil. Un carrito debía trasladar su cajón, pero se rompió y el grupo de artistas, comunistas y amigos que estaban allí para llorarlo y cantarle –su amigo Lula en prisión, no pudo asistir–, tuvo que empujar. Los guiaba un sepulturero que, para darles aliento, dijo: "Falta poco, ahora doblemos a la derecha". ¿La derecha? Parecía un giro menor e insignificante. Pero nada en la vida de Alfredinho era menor e insignificante. Entonces, hubo silbidos, todos se dieron media vuelta y tomaron el cajón con la otra mano. Terminaron el recorrido de espaldas, para asegurarse que el cuerpo de Alfredinho girara, por última vez, a la izquierda. Y ese fue el cierre de un hombre, rey de su propio reino, a contramano. El último acto de un rebelde cuyo bar, a partir de ahora, habla por él.
De Adrogué al Bip Bip
En 2011, el argentino de Adrogué, Matías Bidart, conoció a Alfredinho y jamás imaginó que ese lugar sería su destino final. Él toca la guitarra –estudió con Agustín Pereyra Lucena y jugó al rugby en Pucará de Burzaco– y no encontraba dónde hacerlo. Hasta que una noche de lluvia tropical, un compañero del hostel donde trabajaba lo invitó al Bip Bip. Desde entonces, nunca dejó de ir al bar y, ahora que su amigo no está, se hizo cargo del negocio.
"Salgo a caminar para distraerme –dice como en secreto, ligeramente inclinado hacia adelante–, a veces siento un peso en el cuerpo". El legado de Alfredo era más que regentar el bar. Con lo que recaudaba, compraba canastas básicas para las favelas. Para las viudas e hijos de los sambistas. Colaboraba con organizaciones. Con iglesias. Con quien necesitara algo. Sostener eso es, para Matías, una forma de perpetuar la leyenda del brasileño más atrevido de Río, que le dejó a él su búnker de campaña socialista disfrazado de bar de copas.