La historia de cómo uno de los mejores clavadistas del mundo aprendió a enfrentar el miedo. El colombiano Orlando Duque saltó en la Antártida desde un iceberg de 25 metros de altura y esa experiencia fue diferente a todas para el hombre que ostenta un Guinness y que hace del riesgo un acto de poesía
El 24 de enero de 2018 a las 23.40, bajo la luz continua del sol antártico, en el borde de ese áspero témpano de hielo, Orlando Duque sintió el miedo que siente cada vez que se asoma al vacío y piensa que unos segundos después deberá saltar hacia lo incierto. Una especie de alerta del cuerpo que por dentro grita con desesperación: cuidado. Cuidado que esto es peligroso. Pero Duque conoce esa sensación: se repite como la acidez del limón en la boca cada vez que probamos uno. La siente desde la adolescencia, desde las tardes en las que después del colegio subía al trampolín y se concentraba en el azul profundo del agua de la pileta de clavados. Y por eso, porque no puede dejar de sentir ese miedo, toma la decisión antes de subir. Si sube, salta: se obliga. A menos que la gente de seguridad le diga que hay un problema inesperado.
Es un profesional. Y confía mucho en la gente de seguridad que minutos antes se fija si la profundidad del agua es al menos de cinco metros, si no hay rocas, si el terreno es apto para realizar el salto, por dónde puede salir en caso de que algo falle. Se obliga y siente las palpitaciones: el corazón acelerado. Da un paso atrás, mínimo. Cierra los ojos, respira. El vapor le sale de la boca. Ya pensó este salto muchísimas veces. Meses antes de subir a este témpano, Duque se vio a sí mismo en tercera persona. Se vio de lejos, se vio de pie, se vio con los ojos cerrados y se vio también en el aire. Y en cada una de esas visualizaciones, trató de identificar los movimientos que le convendría repetir. Así que, ahora, los movimientos están definidos: el salto será un mortal adelante al vuelo. Un salto clásico que le da seguridad y control: indicado para un lugar con estas condiciones de incertidumbre.
A medida que se acercaban los días, la visualización se interiorizaba: la tercera persona pasó a una primera. La técnica le dejó el lugar a las sensaciones: lo que va a sentir, lo que va a ver. El foco. Orlando Duque cierra los ojos y respira. Pero no con el pecho, los pulmones, sino con el estómago: respiración diafragmática, se relaja y puede concentrarse en lo que viene: el salto, el piso resbaloso de este témpano que, espera, no se quiebre cuando empuje con los pies. Piensa en los movimientos que vendrán: hace una mímica imaginaria, los repite. Abre los ojos y mira a los buzos que, desde abajo, le hacen una seña de que todo está bien. De a poco, va sintiendo el alivio del cuerpo: los latidos se atenúan, los pensamientos se ordenan y, entonces, sí. Inspira, levanta los brazos y se detiene en ese instante: se agacha apenas, vuelve a cerrar los ojos y salta.
* * *
A los 10 años, Orlando Duque jugaba al fútbol como podía. No sabe si por pereza o por otro motivo, pero dice que era tan malo que se aburría y terminaba pidiendo ir al arco. Una tarde, jugaba con sus amigos en la Unidad Deportiva Panamericana de Cali cuando vieron, allí cerca, una manifestación política: se acercaron. Al encontrarlos curioseando, una señora les dijo que si aplaudían y gritaban por "Lloreda", ella les daría remeras de regalo. Duque y sus amigos no tenían idea de quién era Lloreda, pero una remera nueva no venía mal, así que fueron, aplaudieron y al volver, además de recibir las camisetas, comieron torta y tomaron gaseosas. Cuando la mujer se despidió, la siguieron. Así, entraron al edificio en el que funcionaba la pileta: ésa fue la primera vez que Orlando Duque vio a un clavadista. A partir de ese día, cada vez que pudo, volvió a ver los entrenamientos hasta que uno de los entrenadores, que lo identificaba como espectador incondicional, le preguntó si él no querría saltar.
Duque vivía en el barrio Guayaquil, a 40 cuadras de la pileta: iba y volvía caminando. Ahorraba las monedas del colectivo para comprarse una gaseosa y comerse un pan; la pileta le daba hambre. En aquella época, 1985, la guerra entre los carteles de Cali y Medellín se disputaba en cada esquina. Lo recuerda Duque cuando narra, por teléfono, la vez que a sólo 200 metros de donde él estaba, una farmacia que pertenecía al cartel de Cali explotó en pedazos: los vidrios volaron, el humo lo cubrió todo. El cartel de Medellín había mandado un mensaje. "Con los años me di cuenta de que los saltos eran una manera de refugiarme de lo que pasaba en esa época en Colombia. Muy cerca de donde yo vivía había expendios de droga y mucha gente de mi entorno se emproblemó con esa situación: yo me salvé. Pasaba horas y horas en la piscina", explica Duque, que se retiró de la competición profesional, pero sigue haciendo lo que llama "saltos de aventura" desde sitios insospechados.
A los 12 años, fue a su primer torneo nacional. Ganó tres medallas: oro (en tres metros), plata (en plataforma) y bronce (en un metro).
Entró al bachillerato: allí no le iba bien, pero lo equilibraba con el desempeño en la pileta. A los 16 años, entró a la selección de Colombia.
Al salir del colegio, ingresó al servicio militar. El día que se enteraron que era deportista de selección le pidieron que representara a las Fuerzas Armadas en los juegos nacionales: ganó dos medallas de oro y una de plata. Y, lo que más le gustaba, aprovechó los viajes para pasar tiempo fuera del batallón.
Cuanto terminó la conscripción, entró a estudiar ingeniería electrónica en la Universidad del Valle. Había muchas huelgas que Duque aprovechaba para irse a entrenar. Pero como clavadista no ganaba plata, tenía que conseguir otros trabajos para poder subsistir: fue mensajero en la empresa de unos amigos, ayudó a su mamá en una bodega de frutas, fue profesor de natación en una pileta. Sin embargo, eran trabajos temporales: por unos pocos meses y, luego, nada.
Hasta que en 1996 conoció a un hombre que organizaba un show en una feria de Cali: subía una escalera de 25 metros y desde allí saltaba a una piletita. El hombre le dijo a Duque que, si se animaba, el trabajo era de él. "Acepto, pero me tiro solo desde 15 metros: el espacio es demasiado chiquito para más", respondió. Lo hicieron, sin embargo, cuando la feria pasó, Duque volvió al mismo lugar en el que estaba antes. No ganaba plata, vivía con su madre. Ella lo apoyaba, pero él empezaba a sentirse incómodo: la universidad estatal continuaba en huelga y no tenía plata para pagar una privada. Siguió buscándole la vuelta hasta que el hombre de la escalera y la piletita lo llamó y le dijo que estaba en Austria y le preguntó si no quería ir a trabajar allá con él. Duque se dijo: "Voy. Ahorro y vuelvo para terminar la universidad".
El parque de diversiones quedaba en un pueblo cerca de Viena: había juegos, atracciones y también animales: pájaros, jirafas, elefantes, focas.
De marzo a octubre, tres veces por día, todos los días, a veces vestido de payaso y otras con una toalla empapada en nafta y prendida fuego, Duque subía una escalera de 25 metros, hasta llegar a un largo trampolín: abajo, lo esperaba una pileta redonda de siete metros de diámetro por tres de profundidad que, desde arriba, parecía tener el tamaño de un plato de sopa. En el invierno europeo, trabajaba como bartender en un resort: el día le quedaba libre para esquiar. Se seguía entrenando.
Un día, por televisión, vio los campeonatos de clavados de altura y pensó que podría ser bueno para eso. Consiguió que lo invitaran, pero en el trabajo no lo dejaron ir. Se siguió entrenando y en 1999, participó en Suiza: saltó a un lago desde una plataforma de 26 metros. Al año siguiente, en Hawái, participó en el primer campeonato mundial de salto de gran altura (desde una plataforma a 27 metros): hizo un doble atrás con cuatro giros. En una resolución inédita, los siete jueces de la competencia le dieron 10 puntos. Duque consiguió así el campeonato y el récord Guinness por haber hecho "el salto perfecto". Fue el primer campeonato mundial de doce que sumaría los años siguientes y que le darían el récord de ser el hombre con más campeonatos mundiales en la historia de ese deporte. A partir de ese año, la marca de bebidas energizantes Red Bull empezó a patrocinarlo.
En 2002, conoció al director de cine austríaco Tomas Miklautsch. A partir de ese momento y durante años trabajaron juntos: el austríaco había hecho windsurf en la Antártida, conocía esos paisajes, y le sugirió la posibilidad de hacer un salto desde un témpano antártico. A Duque le interesó la idea, pero cuando averiguaron cómo ir, cuánto salía el viaje, decidieron posponer la experiencia.
Tardaron diez años en poder conseguir llegar al témpano. Lo hicieron con ayuda de la Armada colombiana: Duque le propuso a un comandante armar un proyecto para desarrollar el programa de seguridad marítima y crear un protocolo para cuando alguien se cayera al agua. Al hombre le gustó el proyecto. Le aclaró, el barco iba a realizar investigación científica, así que deberían esperar su turno para poder realizar el salto. El barco de la armada colombiana, el ARC 20 de julio, tarda tres meses en llegar desde Barranquilla hasta la Antártida. Duque voló en un avión desde Cali a Punta Arenas, en el sur de Chile, y allí subió: atravesaron el Estrecho de Magallanes hacia el Cabo de Horno, esperaron un día y, luego, cruzaron el Paso Drake hasta las Islas Shetland. Durante las tres semanas que siguieron, como habían acordado con el comandante, esperaron. Vieron cómo algunos científicos hacían levantamientos hidrográficos, otros juntaban datos para sus proyectos de cartografía y había quienes estudiaban mamíferos marinos. Mientras tanto, probaron el traje de neopreno de 7 milímetros, las botas, los guantes y la capucha. Una tarde, nueve veces saltó Duque desde el casco del barco: tres metros de caída hasta el agua. A partir del sexto empezó a sentir, en la frente, el dolor intenso que sentimos cuando comemos demasiado rápido un helado.
Días después, navegando por el Estrecho de Gerlache, que separa las Islas Shetland de la Península Antártica, buscaron el iceberg. Por tratarse de un área protegida, debía ser uno que estuviera a la deriva. Hicieron un recorrido en helicóptero y revisaron las opciones con el radar del buque. Había muchos témpanos, pero debían encontrar uno que cumpliera los requisitos. Buscaban uno alto, entre 20 y 25 metros, con una pared vertical y que tuviera un acceso relativamente simple. No había tiempo para ponerse a escalar. Eran las 20 horas, hacía tres grados de temperatura y el sol del verano antártico fulguraba por sobre sus cabezas. Lo encontraron. Pertrechados con bastones y crampones, Duque y un fotógrafo caminaron el hielo. Un equipo de buzos colombianos junto a otro de buzos chilenos revisaron la zona y le dijeron que el témpano era apto para el salto.
* * *
Salta y el cuerpo en el aire avanza. Avanza y cae sintiendo que atraviesa el viento, ese zumbido intenso en los oídos. Toma velocidad: cincuenta, sesenta, sesenta y cinco kilómetros por hora el cuerpo; el cerebro mucho más rápido porque Duque, en ese momento, siente que todo sucede en cámara lenta. Con los ojos cerrados, proyecta espacialmente cada elemento: el témpano que dejó atrás, el agua que lo va a recibir. Como si por un instante el universo físico se hubiera detenido, repasa los movimientos: piensa en lo que hizo hasta ahora, piensa en cómo entrar al agua de la mejor manera posible.
En la Antártida, lo saben quienes están meses y meses allí encerrados, el tiempo no pasa. Transcurre distinto, como el agua de la profundidad de un lago que circula cerrada en un espacio íntimo. Dentro de Orlando Duque, desde que salta de un peñasco hasta que se sumerge, el tiempo también transcurre distinto: se adapta al cuerpo, se apacigua.
* * *
Al sentir el impacto, abre los ojos.
Duque conoce los riesgos de un error. Si uno no entra como debiera, el agua se transforma en una superficie sólida, granítica, que rechaza al cuerpo de pleno. El coxis, las costillas, fracturas, desgarramientos, conmoción cerebral, la misma muerte o, algo que en ese momento duele aún más, la separación de la cadera: cuando entra al agua, si no hace la fuerza suficiente, las piernas se distancian más, más, más, más, hasta que los ligamentos de la cadera se cortan como hilos débiles.
Por eso, el entrenamiento. Para poder vencer la fuerza del agua, todos los días Duque pedalea una hora y media, va a la pileta: practica clavados durante una hora y, a la noche, hace pesas otros noventa minutos. Corre, hace bicicleta, nada, rema, hace abdominales y entrenamiento cardiovascular que lo ayuda a concentrarse.
Siente en los músculos, las articulaciones, el impacto con el agua. Lo siente, sobre todo, en el tobillo derecho y recuerda, como en un flash, la tarde de 2011 en su casa de Hawái, en el mejor momento de su carrera, después del salto en paracaídas, ese aterrizaje en el que se partió la tibia y el peroné: 36 puntos de sutura, antibióticos, terapia pero, sobre todo, luchar contra el miedo de no poder volver a saltar nunca más, que enfrentó y pudo. La molestia que debajo del agua, cuando bracea hacia arriba, siente, como si el universo físico se hubiera vuelto a poner en movimiento desde su tobillo y el dolor se mezcla con la euforia del agua helada y las manos le tiemblan de la emoción.
* * *
El salto dura unos segundos.
Pero en cámara lenta, los movimientos del cuerpo desprenden poesía.
Arriba del glaciar, la mirada fija: quietud meditada hasta el impulso.
Salto; la caída hacia delante. En el aire el giro, una vuelta de parsimonia veloz.
Al entrar al agua, el impacto estalla en pequeñas burbujas.
Inmersión, bocanada y resurgimiento.
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