Reyes del kitsch
El fotógrafo y cineasta Marcos López siguió durante cuatro años al artista misionero Ramón Ayala para un film atípico, barroco y emotivo. El mismo director intenta explicarlo
Yo quería hacer un viaje hacia las entrañas de la América profunda, río arriba, por el Paraná. Desde plaza Constitución, que siempre es mi fuente de inspiración hacia la selva subtropical, en busca de una india mezcla de diosa y pantera doncella desnuda que habita el Guairá, como dice la canción. Quería hacer también una película, algo que dure más de 60 minutos, como una especie de asignatura pendiente que tenía desde que estudié en la Escuela de Cine de Cuba, a fines de los años 80, con Fernando Birri y Gabriel García Márquez. Lo único que había hecho eran cortometrajes. Además tenía ganas de hacer algo en conjunto con mi esposa, Lena Esquenazi, que es sonidista profesional de cine. Y me sonaban las canciones de Ramón Ayala. Siempre me gustaron.
Ramón Ayala, la película es un collage emocional-musical. Imaginemos esos cubrecamas de cuadraditos de lana tejidos al crochet, puestos al azar, que al verlos, la primera sensación que aparece es la ternura. También puede ser comparable a un tejido de ñandutí alargado. Con principio, medio, nudo dramático y final. Inventamos un guión, lo presentamos al Instituto de Cine, y cuando lo aprobaron, fui a tocarle el timbre a Ramón, que vivía en avenida Independencia y Balcarce, a cinco cuadras de mi casa. Desde ese día hasta terminar la película pasaron cinco años. No podía parar de agregar escenas. Algo parecido al dicho gauchesco cualquier bicho que camina va a parar al asador, yo pensaba que cualquier cosa con colores vibrantes y que se moviera podía ser una escena de la película.
La edición fue un proceso agotador, interminable –varios editores renunciaron–, hasta que Andrea Kleinman y mi esposa tomaron las riendas del caso (no me dejaban entrar a la sala de edición) y pudimos terminar. Ramón está en éxtasis de creación permanente. Todo el tiempo está escribiendo poemas, se asombra del hecho cotidiano de vivir. Me llamaba por teléfono proponiéndome escenas y me convencía. "Marcos, mañana voy a tomar clases de canto con un profesor que fue cantor lírico en el Teatro Colón por 30 años... ¿Por qué no viene a filmarnos?"
Un día me cuenta que estaba preparando una exposición en el Museo Quinquela Martín de La Boca, y decidimos hacer una especie de happening, un remix inspirado en las ideas del Instituto Di Tella de los años 60, mezclando público real, actores, arpas paraguayas, personajes de mis fotos pop-latino, vecinos del barrio… En un momento ni Ramón Ayala ni yo nos dábamos cuenta qué personaje o qué situación eran reales o inventados. Finalmente, toda la película transcurre en ese tono.
Creo que es una película urbana, que no habla sobre la selva. Habla sobre la ilusión de la selva. La necesidad poética que tenemos los que vivimos en las grandes urbes de que una canción nos traslade emocionalmente hacia la naturaleza.
Nunca hubo un guión real, un plan, un presupuesto ni un equipo técnico estable. Fueron sesiones de rodaje compulsivas, anárquicas; en general yo solo con una pequeña cámara digital durante más de cuatro años. Resultó una película en clave de barroco emocional pop art vernáculo. Al poder de las ideas le contrapongo el poder de la emoción. La gente se emociona. Lagrimea. El estilo fotográfico es una mezcla de influencias de David Byrne, Terciopelo azul de David Lynch, Almodóvar y el film sobre Pina Bausch que hizo Wim Wenders, con planos en teleobjetivo de parejas besándose a contraluz, propias de telenovelas brasileñas o venezolanas.
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