Revisitar con Arlt el Pasaje Güemes
La semana pasada, en una librería de la calle Honduras, al lado de un restaurante donde había almorzado con un amigo, compré una edición usada de las Aguafuertes de Roberto Arlt, en parte porque estaba barata, en parte porque me gustan las ediciones de Alianza Bolsillo, con las que crecí, y en parte porque creí en ese momento, y tenía razón, que había perdido el ejemplar parecido comprado alguna vez. También tengo unas Aguafuertes en el Kindle, bajadas gratis, quizás ilegalmente, de no me acuerdo dónde. Con el ejemplar en la mano me pregunté cuántas veces había pagado derechos de autor por el mismo libro, me respondí que una sola y la consideré suficiente.
Leyendo por la vereda, camino a casa, vi que en septiembre de 1928 Arlt había ido a escudriñar a sus semejantes al Pasaje Güemes, la galería-rascacielos, uno de los más viejos de la ciudad, en Florida entre Bartolomé Mitre y (entonces) Cangallo. Hacía "la mar de tiempo", aparentemente, que no iba. Su ojo fiero detectó "gente bien vestida y misteriosa", de la cual no se sabía si eran gentiles rateros, pesquisas o empresarios de teatro, pero todos, según el autor, simulaban ir de shopping mientras miraban y suplicaban ser mirados.
Arlt vio en la galería una atmósfera neoyorquina que no detecté el otro día cuando fui hasta el Pasaje Güemes a constatar o contrastar sus observaciones y vi sus hermosas cúpulas renovadas y sus localcitos de perfumes y bijouterie en el medio del pasillo. De neoyorquino tiene poco, pensé: tiene más de esa mezcla cambalachera -por momentos señorial, por momentos ordinaria- que caracteriza desde hace décadas al microcentro porteño. Convivía un viejo café sin ventanas y olor a churrasco, el Boston City, que ha sobrevivido, aunque a duras penas, al auge de la velocidad y la comida sana; con, del otro lado del pasillo, un deli encandilado de neón que ofrecía platos frescos e instantáneos para oficinistas ídem. A sus costados, negocios de ropa masculina como los de toda la ciudad: sus vidrieras "rastacueristas", como diría Arlt, con símbolos elegantes para aquellos que quieren parecer ser un poco más de lo que son. Había un local de sellos de goma, Policella, que parecía estar desde los tiempos de Arlt; una relojería, Paganini; y El mágico mundo de la pesca, con su vidriera multicolor de cañas, accesorios y plumas Victorinox.
La ropa de la gente, comparada con los sombreros y botines amarillos descriptos por Arlt, era, como la de casi todo el mundo en el microcentro, poco interesante. Ya nadie va al Pasaje Güemes, como hace 100 años, a mostrar la mejor versión de sí mismo. Se va a buscar algo, o a soportar algo, o a buscar un ascensor para subir a alguna de sus torres de oficinas, en cuyos listados, frente a los ascensores, uno puede pispear nombres de explotaciones agropecuarias, estudios de yoga e importadoras de todo tipo. Después de dos páginas de esfuerzos, Arlt se rinde y admite que el ambiente de la galería es de un aburrimiento cosmopolita "hache" (dos décadas más tarde quizás habría dicho "tilingo") y que todos esos jovenzuelos apurados, con sus lapiceras de oro macizo, "con las cuales sólo se pueden escribir tonterías", en el fondo no saben nada de la vida. "¿Somos más felices con esto?", concluye, resentido pero confundido, atraído y repelido por aquellos pibes con plata para gastar. ¿Lo somos? En esta Galería Güemes, pragmática pero no glamorosa, no encontré candidatos interesantes ni interesados.ß