Respiración boca a boca
No, no lleva nada ese hombre en el cajoncito de manzanas, pero lo carga como si llevase todas las manzanas que alguna vez guardó. ¿De dónde viene y adónde va con el cajoncito? Tengo una vaga idea, pero prefiero dejarla en remojo. Mientras tanto, este Caminante Quieto compartirá un extendido malestar: ¿qué es lo que está pasando con los años? ¡Cada vez duran menos! ¿Cuánto duró el 2007? Para algunos duró 10 meses; para otros, 6 o 7. Se palpa: alguien nos está robando también esto. ¿No basta con el petróleo o con el agua que supimos regalar?, ¿con el loteo alevoso de pedazos de mapa?, ¿con el saqueo perpetrado mediante la analfabetización?
Si los meses fueron 12 y los días 365, ¿cómo es posible que el año nos haya durado 6 o 7 meses? ¿Será que cuando dormimos, o güeveamos haciendo zapping, los minutos aprovechan para venirnos de 15 o 20 segundos?
¿Quiénes nos afanan el tiempo? ¿Será una multinacional o una conjura de todos los dioses habidos y por haber? Ante tan evidente saqueo, ¿nos vamos quedar en el mero “uy, este año se me pasó volando”? No sólo hay que hacer cacerolazos por temas que afectan al corazón de nuestros bolsillos. Nos están metiendo la mano en el bolsillo del alma. ¿Qué esperamos para convocarnos en alzada en protesta?
Ahí viene de nuevo el hombre del cajoncito. Ahora lo ubico: es Serafín Ciruela; se pasó la vida siendo maestro. Voy a preguntarle por este asunto del tiempo, pero me gana la timidez; ya se aleja. Retomo: sobre el tiempo se debate desde siempre; las pinturas en las cuevas de Altamira, ¿no son un desesperado alegato contra sus desmanes? Tanto se escribe que hay embotellamiento: la poesía, la física, la filosofía, quieren, a codazo limpio, la prioridad para atravesar la estrecha puerta que accede a la Casa del Tiempo.
Las preguntas se retuercen: ¿por qué no se gasta el Tiempo y sí nos gastamos nosotros? El Tiempo, con su paciencia silenciosa, se parece a las caries. Grave: ¿por qué perdemos tiempo con el Tiempo?
Este Caminante Quieto no va a descubrir la llavecita que descifra el enigma de los enigmas. Sólo invita a observar distintos modos de vivirlo, al mentado tiempo.
La conferencia
Les huyo a las conferencias, pero hoy me dejo tentar por una: “El tiempo y nosotros”. Me siento en la última fila, por las dudas. El disertante permite que lo presenten como filósofo. Arranca con solvencia:
–Vengo a este atril a afrontar perplejidades. Damas y caballeros, no es moco e’pavo establecer en qué consiste el Tiempo. ¿Es líquido?, ¿es sólido? ¿O será gaseoso? Se lo ha calificado de engañador, irreparable, impiadoso, traidor. Pero no acusa recibo. Lo mismo podríamos decir de la vida o de la muerte (aquí se insinúa un aplauso)… Las palabras cruciales: deseo, muerte, soledad, amor, Dios; cada una de ellas se aloja en el vientre de la palabra Tiempo (aquí alguien se descose queriendo reprimir un estornudo)… Para el tiempo no hay Napoleón, Shakespeare, Cassius Clay; no hay pontífice que valga (otra vez asoma un aplauso, pero se desmaya. Canchero, el conferencista hace como que lo frena: adelanta una mano y sigue raudo).
–A veces decimos Tiempo como quien dice Dios… Pero, atención: ¿él pasa por nosotros? No, no, nosotros pasamos por él. Visualicemos: el tiempo es un túnel sin costados. Entre los amables asistentes, ¿alguien puede definir qué es el tiempo?
Una voz, desde un rincón:
–El tiempo es un perro.
–¿Un perro dijo?
–Un perro que no ladra. Que no ladra y sí muerde.
¿Quién ha dicho eso? Serafín Ciruela, que allí está, a un costado, sentado sobre su cajoncito. Ciruela consigue un cerrado aplauso y que el disertante, acogotado por la envidia, se calle la boca. Por fin.
Tonto que cuenta
Ningún barrio es barrio si no tiene un tonto. Recuerdo ahora a Cirilo; pelaba una curiosa rutina: cada día se peinaba con raya al medio, alzaba una silla y se instalaba en la peatonal. Allí empezaba a contar caminantes, uno a uno, hasta el 763… Cuando llegaba a ese número daba un salto y le pegaba un flor de abrazo a quien fuera o fuese.
El reloj interior del tonto Cirilo marcaba personas. Para él, llegar a la persona 763, ¿significaba un día, un mes? El caso es que no le importaba ser rechazado: abrazaba sin mirar a quién. Inventaba navidades a destajo.
Vincent y Marilyn
La literatura permite reconfortantes impunidades. Poesía mediante, consuma preciosos abusos. Entonces, el tiempo, devastador, no se sale con la suya. He incurrido en esas impunidades en varios libros. En Vincent, te espero desnuda al final del libro, sucede esto: Van Gogh, ya en el tercer día de su agonía, adivina, porque huele, un cuerpo desnudo de mujer. Es Marilyn Monroe. Ahí están: se leen con las manos, se respiran la respiración, se calientan como diosmanda, se aprenden la saliva, se entierran, amasan pan, deciden quedarse a vivir y probar el coraje de buscar la imposible felicidad. Al eterno miedo deciden tenerlo juntos y viven encendidos. Con pulso atraviesan siglos.
¿Y después? Envidiosos nunca faltan, ni en la realidad ni en la ficción. Algunas buenas gentes del vecindario de Vincent y Mariluz, indignadas, presentan queja por escrito al Más Allá: consideran que los suicidas resucitados gozan de privilegios excesivos: ya han cumplido siglos de edad. Desde el Más Allá se les responde: “Bienaventurados los que se toman el trabajo de morir, y los que a rajacincha se toman el riesgo de vivir”.
Tiempo de descuento
Todos sabemos la Teoría de la Relatividad, pero ignoramos que la sabemos. Ejemplo de relatividad: final de un Mundial. Noventa minutos cumplidos: Alemania 1, Argentina 0. El árbitro adiciona 4 minutos. ¿Cuánto duran esos 4 minutos para los alemanes, que tienen que sostener el resultado? Duran como si fueran 40. ¿Y cuánto para los argentinos, que deben hacer un gol? Duran como si fueran 40… segundos. Lo único común, en la velocidad o en la lentitud, es la angustia.
Sigamos: ¿cuántos duran esos 4 minutos para la madre que parió al árbitro? ¿Y cuánto durarían para don Borges o para Sebreli, infatigables aborrecedores del fútbol, “esa guarangada enajenante”?
Pero no soltemos esos minutos. Mientras suceden “las instancias finales”, aprovechando que el mundo entero está succionado por los televisores, un boquetero cava un túnel que desembocará en un banco. Para el boquetero, esos 4 minutos corren vertiginosos: su reloj ahora gira como ventilador. Mal no le viene: allá abajo el aire es poco y es flaco.
Sábado a la noche, baile
Esteban y Matilde, 38 y 41 años, padres de Vanina, que la semana pasada cumplió sus 17. Tras la fiesta, Esteban y Matilde van a dormir; apagan la luz. Al rato, los dos a dúo: “Pero si fue ayer cuando nació la nena ¡y ya es una mujer!”. “Carajo”, agrega ella. “Caramba”, agrega él.
Una semana después, madrugada del domingo. Vanina ha ido a un baile. Las 4.30, ya tendría que estar de vuelta. Matilde y Esteban, con el corazón en la boca, rezan… padrenuestrosqueestás… Vanina no llega. Y los dos, a dúo: “¡Pero parece que hace años que se fue Vanina!”
Matilde, Esteban, ¿en qué quedamos? A ustedes no hay reloj que les venga bien.
La edad de Adán
Dícese que Adán tenía 30 años cuando fue creado. Fue el primer humano afanado. Ante el despojo de tres décadas, ¿se quedó en el molde o reclamó lo que le faltaba, casi la edad del futuro Cristo? Tipo con carácter, Adán no arrugó:
–Don Creador, usted me hizo de 30 años.
–Yo hago. Y deshago.
–Pero me perdí eso de mamar del pecho de una calidísima madre y me perdí la niñez y la adrenalina de tocar timbres y salir rajando… Hasta la adolescencia me perdí.
–Pero te salvaste del servicio militar... Adán, me huele a reclamo lo tuyo.
–Don Creador, ¡pido lo que me corresponde!
–Aquí, el único que pone el grito en el Cielo ¡¡soy yo!! Fuera de mi vista. Ya.
(Esa discusión se caratuló Pecado Original. Allí empezó el exilio. La bendita maldita manzana no tuvo nada que ver.)
La Josefina
Hace ayer, hace lejos, jugábamos en la vereda, el mundo entero para nosotros. Un día de mucho agosto, un hombre se desplomó de su traje y empezó a vomitar alaridos como los perros cuando los pisan los autos. Corrimos: allí estaba el hombre, anudado, abrazándose; cuando los alaridos se le secaron, los ojos se le dieron vuelta, quedó acurrucado, como para volver al vientre. Llegó el farmacéutico, le puso la oreja en el pecho y dijo no hay nada que hacerle, y dijo ¡saquen a ese niño de aquí!
Niño Atisbo, yo andaba por mis cinco años de edad. Vi todo, hasta que me alzó la Josefina, solterona definitiva, vecina de la cuadra:
–¿Por qué se murió el hombre ése?
–Se le acabaron los días.
–Cuándo yo cumpla muchos cumpleaños, ¿también se me acabarán?
–Falta mucho tiempo para eso.
–¿Qué es el tiempo, Josefina?
–El tiempo es lo que te va a pasar si no te lavás los dientes.
–Mi abuela se lavaba los dientes siempre y un día se murió toda… Yo quiero ser grande pero no quiero morirme todo.
–Mi vida, si mirás todos los días un ratito la agüita que pasa por la acequia, no te vas a morir nunca. Los otros sí, pero vos no.
–Pero me voy quedar muy solo.
–Consentido, todo no se puede tener.
Niño Atisbo creció, se hizo muchacho mirando todos los días un ratito cómo sucedía el agua por la acequia. Un día la acequia no trajo agua y sin pensarlo corrió… ¡no trae agua!, ¡la acequia no trae agua!
Llegó a la casa de la Josefina. La casa ya no estaba.
Eustasio Zarategui
Al abuelo Eustasio era sumamente vasco. Con una mujer imponente y cinco hijas contagiadas de tanto carácter, sus hábitos recoletos se agudizaron. Hablaba menos que poco, no salía de su casa: salvo por casamiento de hija o por velorio de familiar. Sus últimos años los pasó entre su casa y una pequeña huerta que, más que cultivar, miraba. Cada vez que yo iba a verlo, sentado allá en el vértice de la huertita, me preguntaba: “¿Y tu padre?”. Al rato: “¿Y tu madre?”. Después, un largo silencio, hasta que redondeaba: “Juder… juder con las mujeres”.
Se murió pasados sus 80 años: una hernia estrangulada, cerca de los genitales. No se lo dijo ni a su mujer ni a la menor de las hijas. Gangrena. De puro tímido murió.
Nunca pude descifrar la relación de este abuelo con el Tiempo. Allá, sentado, para saber la hora miraba la línea de la sombra de un poste del parralito. “Juder, cinco para las doce”, decía. Sacaba su reloj de bolsillo y el reloj le daba la razón. Se levantaba de esa silla que parecía crecer de la tierra y lento sumaba los pasos hasta la casa; allí la enorme abuela Petra lo esperaba con la sopa humeante.
¿Cuántos minutos tenían las horas del abuelo Eustasio? Juder, juder con el tiempo.
Mitín metafísico
Con esto de que los años cada vez duran menos, la perplejidad ha mutado en indignación y la indignación ha coagulado en un espontáneo océano de gente. Sin velitas, sin cacerolas. Debo contar lo que aquí sucede.
Una multitud sin orador es inconcebible; arrecia el pedido: “¡Que hable el señor del cajoncito!” Serafín Ciruela ya se trepó y está en puntas de pie sobre el tenue cajoncito. Oscila, asombra, flamea, hasta que se cae. De cabeza. Un hilo de sangre le baja por la frente. Otra vez sobre el cajoncito y con una bocina que le alcanzan, arranca:
–Amigos y amigas, desguarnecidos de la primera hora, no estamos aquí para seguir haciendo de la metafísica un modo del masoquismo. Pero por algo estamos: hoy nos convoca la más antigua de las desesperaciones: la del tiempo, que a veces matamos y que a veces nos mata… Pregunto: ¿los años nos duran menos a nosotros o nosotros, distraídos, urgidos, sumidos en los celulares, les duramos menos a los años? Seamos serios: ¿nos están robando latidos o los estamos despilfarrando?
–Aclaro antes de seguir: recién no me caí, me estaba bajando. Sigo: ¿qué gana uno con dilatar las entretelas de la mollera pensando en el Tiempo todo el tiempo? Apiolémonos: pensar en el Tiempo lleva un tiempo que el Tiempo se lleva.
–Atención, empieza a llover, flor de oportunidad: saquemos las lenguas, que nuestras salivas reciban este maicito fresco de la inexplicable lluvia. Esto, lamer la lluvia, ¿alguna vez lo hicimos? Vamos, ¡saquemos las lenguas hasta el tallo! A ver, ¿a qué tiene gusto la lluvia? Tarea para la casa.
(La lluvia sosegada no dispersa a la multitud que escucha en ávido silencio. Continúa Ciruela.)
–¿Vamos a seguir haciendo las eternas preguntas desfondadas? ¿Acaso nada podemos hacer? Quién sabe. Podríamos estar despiertos, podríamos buscar el extraviado sentido de los cinco sentidos, podríamos tener a bien considerar que, justamente ahora, mientras estamos apretados en multitud, suceden cosas cruciales, preciosas. Veamos aquel árbol talado por un malparido: ha brotado un ojito por donde crecerá pese a todo… Veamos más allá aquel perro y aquella perra: se han enhebrado y son un solo vibrante organismo, ¡y que sean felices!
(Estallan los aplausos. Ciruela continúa.)
–Camaradas arrojados a esta uvita prodigiosa y aterrada que flota en el mar sin orillas del cosmos… camaradas, ahora mismo, tomémonos el pulso. Si el pulso nos informa que estamos vivos, no lo desdigamos. ¡Celebremos! ¡Aleluya! ¡Huija! ¡Alehuija! ¡Salud! Que viva la Pepa. Y el Pepe. ¡Y los Pepitos que ahora están semillando el Pepe y la Pepa!
Basta ya, no perdamos más el tiempo quejándonos. No lo despilfarremos contando las letras del abecedario: hagamos el verbo.
(Más aplausos, la lluvia recrudece, Ciruela respira hondo.)
–Para concluir pregunto: ¿cómo sostenemos la pulseada con el absurdo? ¿No habrá llegado el momento de convertir en pecados algunos antiguos mandamientos y de convertir en mandamientos varios antiguos pecados?
Camaradas arrojados a la sed: si supiéramos de qué sustancia es el Tiempo, ¿buscaríamos creer en Dios? ¿Dónde, dónde está la clave de nuestra humana redención? Está en que, de una buena vez, dejemos de limitar el uso de la respiración boca a boca únicamente a los casos de primeros auxilios. La respiración boca a boca ¡es un derecho y es un deber! Ya que tenemos pulso, procedamos en consecuencia y a rajacincha: ¡dejemos, dejemos de besar de la boca para afuera!
(Alzado en andas, Serafín Ciruela puede ver a lo lejos un reguero de sangres jubilosas en estado de pulso. Cunde la respiración boca a boca…)
rbraceli@arnet.com.ar
Para saber más: www.rodolfobraceli.com
Poeta, dramaturgo, ensayista, autor, entre otros, de El último padre , De fútbol somos , y el reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro .
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