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“Vení, vení”, le decía. Y ella, arrastrando su pequeña panza por el suelo se apuraba para recibir primero su mamadera y luego su papilla, alimento que reemplazaba la leche que su madre le había negado. Daria, su madre, no solo la había dejado de alimentar sino que también -y por algún motivo que sus humanos responsables ignoraban- la había atacado hasta casi matarla. Tan lastimada había quedado la cachorra que una veterinaria, no la mejor, aseguró en ese momento que la perrita jamás llegaría a recuperarse y que, por ende, lo conveniente era dejarla morir.
Enrique, su humano, hizo oídos sordos a aquella cruel recomendación y no la abandonó. La llamó “Lí” (Lee), porque ella relacionaba ese sonido con su nombre cada vez que él le decía “vení”. Corría por su comida a la máxima velocidad que le permitían sus patitas. Desde esos primeros días de vida, poder comer y que le acariciaran la panza fueron sus placeres más grandes.
Lee fue sin duda alguna la más vivaracha de su lechigada. “Cuando comenzó a trasladarse -a arrastrarse mejor dicho-, lo hizo en dirección al cuenco del alimento de su madre y ese, pensamos, pudo haber sido el motivo del ataque. La comida fue el motivo de sus sufrimientos y alegrías. Cuando le traía su bolsa de alimento de la veterinaria, ella la reconocía y se acostaba a su lado, como diciendo: a partir de ahora esto me pertenece”.
En la palma de la mano
Sabiendo lo de su madre y de su angurria, desde muy pequeña, Enrique se las ingenió para estar cerca de ella, bien cerca, cada vez que se llevaba un trozo de alimento a su boca. Incluso hasta llegó a meterle la mano dentro de sus fauces. Ella lo permitía, pero no muy contenta. No era que gruñía ni atacara, solo se apartaba y se ponía tensa.
Los huesos, alimentos con que alternaba su régimen, eran lo máximo. “Al comienzo se los pedía y daba vuelta su cara para uno y otro lado evitando mi mano. Si insistía, partía como enojada hacia la azotea y ahí lo disfrutaba. Horas se pasaba con su entretenimiento preferido y cuando este quedaba blanco y reducido a su mínima expresión, se desprendía de él cuando uno se lo solicitaba. De todas formas, la mejor manera de sacarle el hueso de la boca era el canje. Ella veía que sacaba su bolsa de huesos de la heladera y automáticamente escupía el suyo”.
Como resultado del ataque de su madre, Lee quedó desfigurada y con una fea cicatriz en su pecho, su hocico ladeado, su maxilar inferior desacomodado de manera tal que cuando abría su boca, parecía que estuviera sonriendo con una desfachatada mueca de enajenada. Imposible pedirle que lamiera, no podía gobernar su lengua hasta después de varios intentos.
“Era muy pequeña cuando me la dieron, de hecho cabía en mi mano. Pero, al poco tiempo, se transformó en un hermoso animal. Su pelo negro brillante contrastaba con otros pelos canela fuerte típico de su raza, Rottweiler. A pesar de haber sufrido mucho de cachorra, jamás mostró temor por nada ni resentimiento por nadie”.
Otros perros, niños y un canto a la energía
Para ayudarla a superar lo que había pasado, Enrique leyó todo lo que encontró referido al tema y los especialistas decían que debía hacerla socializar con personas y perros. “Pero por su raza y por su cara de loca, no era muy fácil hacer lo que indicaban. Cuando íbamos a caminar a la plaza, la gente salía de su paso con miedo. Su tamaño, su fuerza y el susto que daba mirarla hicieron que sus paseos fueran espaciándose. Con los perros que se cruzaba, era curiosa y en más de una oportunidad, perros de mucho menor porte la asustaban en lugar de hacerla enojar”.
Pero igual hacia su gimnasia. Subía y bajaba las escaleras como una exhalación. Nunca alcanzó ningún gato, pero qué susto les daba. Una noche Enrique la vio con todos sus sentidos puestos en su bolsa de alimento. La llamó, ella lo miró y nuevamente fijó su vista en su tesoro. Eso llamó la atención del hombre así que se acercó para ver qué pasaba y detrás de la bolsa salió una rata. No alcanzó a recorrer más de dos metros, cuando Lee, la tomó con su bocaza, la apretó y soltó. El roedor no se movió más. “Pero no la dejaba, así que me vi obligado a canjearla por un hueso, cosa que aceptó complaciente. Más de una vez, en la terraza, ya sea persiguiendo gatos o ratas, le fallaban los frenos y terminaba tres metros más abajo. Se sacudía y seguía como si nada. Esa era mi perra, esa era Lee, toda potencia, toda fuerza. Cuando se paraba en dos patas había que aguantarla para no caer. De chica sobraba en mi mano, y ahora eran cincuenta kilos de corazón y músculos los que reclamaban caricias”.
Lee sentía por los niños una especial atracción. Alguna vez compartió juegos con ellos, pero cuando ya se hizo más grande, Enrique cuidó que no lo hiciera. Primero por su tamaño y su fuerza, luego por el temor que inspiraba. Cada vez que iban sus nietos de visita, por razones de seguridad y tranquilidad de sus padres, Lee no entraba a la casa, pero se volvía loca por jugar con Santi, que en esa época tendría apenas un año.
También tenía atracción por la perra Fox Terrier de pelo duro que vivía en su misma casa. “Con ella jugaba, pero debido a su fuerza y tamaño, preferíamos que no lo hiciera ya que cuando se juntaban la pobre Bijou, salía muy mal parada. Por eso, cuando Lee salía, Bijou se encerraba dentro de su casa y de ahí gruñía sin animarse a salir. Cada una vivía en su espacio. Lee en la parte trasera de la casa y la terraza, mientras que la otra estaba en el patio del frente”.
Cuatros años con sabor a poco
Lee llegó al mundo un 25 de diciembre. Este año hubiera cumplido cuatro. “En ese tiempo nos dio tanto amor, tanta alegría que hoy cuando recuerdo algunas cosas suyas, siento en la garganta algo que pugna por salir y que duele. Las veces que venía y apoyaba su cabeza en mi regazo y me miraba con esa cara de loca linda y esos ojos café de una dulzura tremenda. Aparte de todas las demostraciones de amor que un perro da a su humano, ella daba más. Mucho más. Nada comparable con lo que tenían todos los otros perros con los que compartí mi vida. Ninguno de mis perros jamás me pidió que no me fuera, como ella lo hacía ni al regreso intentara hablarme”. Con tan solo tomar el llavero, Lee se colocaba entre las piernas de Enrique y no lo dejaba caminar. Luego, cuando veía que no podía franquear su partida, salía como una exhalación a la azotea y desde allí espiaba cómo se iba. Se quedaba ladrando hasta que ya no lo veía más. Más de una vez se vio obligado a regresar a esperar que se calmara y luego escaparse sin que se diera cuenta.
“Cada vez que llueve, pongo un plástico sobre la tierra que la cubre. Es para que el agua no se filtre hasta ella. No sé para qué, Lee está muerta. Es como si quisiera seguir cuidándola como siempre. Sé que es irracional. Pero me cuesta creer que esa chispa de fuerza y afecto se haya apagado para siempre. Está ahí, al lado del jazmín, casi pegada al limonero, bajo el césped que tanto le gustaba. No va a dejar su casa, quiero que continúe allí con nosotros y sé que así será para siempre”.
Hacia el cielo de los perros
Hasta para irse Lee fue especial. Después de una operación con la que intentaron acomodarle su estómago (producto de una dilatación gástrica-vólvulo o GDV) pasó casi cuatro días, sin un quejido, aceptando lo que le hacían los médicos para salvarla, aguantando pinchazos y curaciones como la cosa más natural del mundo. Lo único que reflejaba su dolor era la ausencia de movimiento de su rabo cuando le hablaban, ese rabo que había sabido ser una suerte de ventilador cada vez que escuchaba las palabras con las que su familia la llamaba para compartir juegos en su vida sana.
“Hay una poesía de un tal Carrasco que habla del cielo de los perros, en donde San Roque los recibe al morir. Ahí da a cada uno lo que les falta. Habla de su perro al que le habían roto una pata de una pedrada. Cuenta que en las noches, las estrellas no son otra cosa que el rastro que deja la muleta de plata, que le diera aquel santo a su compañero, cuando corretea por el cielo. A mi perra no le faltaba nada, le sobraba afecto y nos lo dio a todos. Por eso estas líneas con las que trato de reflejar quién fue y cómo nos regaló lo que solo un perro puede dar son un homenaje a vos Lee y a todos los animales que nos acompañan en nuestras vidas. No me es fácil plasmarlo en letras. Solo intento hacerlo, no me es fácil describir su mirada cuando enferma, parecía decir: estoy mal, ¿podrás hacer algo por mi? Si no podés, no importa. Igual se que me querés y que hiciste todo. Cómo poner en líneas la forma en que aceptaba una caricia a pesar de estar sufriendo”.
Lee se fue como no queriendo molestar, mientras Enrique dormía. Quizás no lo quiso preocupar. Se murió en un sueño con la tranquilidad que le faltó en su vida. “Esa madrugada llegué a ella para darle agua, su cabeza siguió baja. Cuando la acaricié para despertarla, me di cuenta de que ya nunca lo iba a hacer. Había partido al cielo de los perros. Ya estaba seguramente con San Roque, que estaría viendo si le acomodaba o no su boca. O su lengua, esa lengua que jamás supo manejar y que siempre caía a un costado como si se estuviera burlando de la vida. Una vida que fue muy corta pero no tanto como para que olvidemos tantas cosas inolvidables que solo un perro puede dar, como vos nos diste, Lee”.
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