Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. Ese es el protocolo de Emergencias Psicosociales, el grupo de rescatistas emocionales fundado por Carlos Sica que trabaja con sobrevivientes y familiares de las víctimas de accidentes fatales durante el momento de la tragedia.
El 30 de octubre de 2014 hizo frío. Hizo frío y María Eva pudo dormir. Es lo primero que recuerda Carlos. El río Luján se había tragado la ciudad como tantas veces, y su hijo Nahuel no aparecía. Estaba jugando con su hermano cuando se lo llevó la corriente. Por eso María Eva no podía sacar la vista de la gran mancha marrón. Había pasado más de un día, pero no podía dormir. Necesitaba mantener la mirada clavada sobre el agua, esperando. Fue entonces cuando Carlos acercó su camioneta, la estacionó sobre un terraplén, a la vera del río, y la invitó a subir. María Eva, rodeada por su inquebrantable silencio, lo miró y aceptó.
–Hablamos unas pocas palabras y se durmió. Me acuerdo de eso, de cómo en una noche tan fría, al borde de ese brazo del río, esa mamá que no quería abandonar ni un minuto el estar ahí, a la espera de que encontraran el cuerpo, pudo dormitar aunque sea un rato.
Carlos Sica se apoya sobre el escritorio de una amplia habitación, demasiado ordenada para ser solo un departamento, pero bastante deshabitada para ser una escuela. Los únicos que parecen dar testimonio de eso son unos legajos dispuestos sobre un enorme mueble de madera oscura, lleno de objetos en los que pueden leerse tres iniciales: EPS. Porque en ese primer piso de avenida Corrientes, además de un instituto de Psicología Social, funciona el EPS. Así lo llama Carlos, aunque el nombre completo sea Emergencias Psicosociales, una suerte de grupo de rescatistas emocionales que trabajan con sobrevivientes y familiares o personas cercanas a las víctimas de accidentes fatales durante el momento de la tragedia. Y la aclaración es importante. El EPS está cuando los gritos aturden y la adrenalina de lo inesperado aún no deja ver con mucha claridad. Nunca después. Como dice Carlos, trabajan con la “angustia de esas horas, de las que nadie se ocupó durante mucho tiempo”. Y lo afirma con total seguridad. Fueron los primeros. Eran comienzos de los 90 cuando él y otros compañeros de la Asociación de Psicólogos Sociales de la República Argentina tuvieron la idea. Entonces se encargaron de buscar si ya existía alguna experiencia de este tipo en el mundo y empezaron a armar el proyecto. Justamente en eso estaban cuando el país sintió el temblor del atentado más grande de su historia. Carlos se enteró por un llamado. La mañana del lunes 18 de julio de 1994 estaba manejando cuando le avisaron por teléfono: “Parece que hubo una explosión muy fuerte en Once”. Dobló y se fue a la calle Pasteur. Hoy dice que en ese momento ya temía lo peor, pero que aquel agujero y la montaña de hormigón no lo amedrentaron. Sí recuerda la espera. Pasaron muchas horas hasta que las autoridades de la Amia los dejaron actuar.
–Hacia las seis, todos los familiares empezaron a reunirse en un centro cultural que estaba a unas cuadras, en Ayacucho al 600. Era un lugar con un hall enorme y en el subsuelo un hermoso teatro, lleno de familias. Familias en grupo, llorando, hablando…Y me acuerdo de que empezamos a caminar entre esos grupos. Y nos costó, porque no es fácil. Uno solo se puede acercar si nota la aceptación del otro, y ellos estaban muy metidos en su dolor.
Desde aquella tarde pasaron 23 años, y Carlos Sica y su equipo atravesaron todo tipo de experiencias. Cromañón, la tragedia de Once y las inundaciones de Santa Fe engrosan una lista tan variada como traumática. Carlos asegura, sin embargo, que no tiene pesadillas. Lo aclara con una calma monocorde, en un relato que hila el dolor con definiciones aprendidas a fuerza de improvisación y los axiomas de un humilde protocolo que Sica repite como si fuera una Biblia. Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. La cosa parece más o menos fácil, una promesa de orden en medio de un caos que Sica explica como una coreografía ya familiar. Aunque, reconoce, nunca se sepa el desenlace. Pero de eso se trata en realidad su trabajo. Dar fe y un poco de certidumbre a los que se salvan, a aquellos que los medios siempre llaman milagro, pero que, muchas veces, están comenzando a transitar un verdadero infierno.
Para la real academia española, una catástrofe es un suceso que produce una gran destrucción. Y da una segunda definición: “Un cambio brusco provocado por una mínima alteración”. En otras palabras, algo pequeño con una enorme capacidad de daño. La ecuación parece entonces más o menos sencilla. No son desastres que se puedan evitar porque está en su naturaleza producirse de manera inesperada. De lo que se trata es de reducir sus posibles consecuencias.
Durante los últimos cinco años en Argentina murieron más de 140 personas por tragedias sociales o catástrofes naturales. Solo durante el mes de junio, por la crecida de los ríos en el Litoral, unas 4.000 personas tuvieron que abandonar sus casas. Según un informe publicado por el Banco Mundial en 2016, las inundaciones son, de hecho, el mayor desastre que amenaza actualmente a nuestro país. Representan el 60% de los accidentes naturales y el 95% de los daños económicos producidos por este tipo de causas.
Desde el Estado, sin embargo, el organismo creado para hacer frente a estas situaciones prácticamente no funciona. Ideado en 1998 por el gobierno de Carlos Menem con una Santa Fe bajo el agua, el Sistema Federal de Emergencias tenía como objetivo centralizar las respuestas frente a situaciones de emergencia y desastres climáticos. Desde entonces, cambió de lugar en el organigrama del Ejecutivo más de 10 veces. Y la mayoría de las dependencias que involucra (según su decreto de origen compromete a aproximadamente 50 áreas del Estado) ya dejaron de existir o cambiaron de nombre. En diciembre de 2015, la situación parecía que iba a cambiar cuando, a solo dos semanas de haber asumido, el gobierno de Mauricio Macri lo relanzó y puso al frente a un coronel retirado. Sin embargo, se continúa sin dar precisiones sobre cómo funciona o los recursos con los que cuenta actualmente.
La pregunta entonces queda rebotando: ¿está nuestro país preparado para una catástrofe? “Muchas de las obras de infraestructura se han hecho para escalas locales. Lo que significa, por ejemplo, en una inundación, sacarse el agua de encima lo más pronto posible echándosela al de al lado”. Margarita Gascón es doctora en Historia, pero por algún extraño motivo –tal vez por sus orígenes sísmicos, es de Mendoza– se especializó en Ambiente y Desastres Naturales. Resume la situación con sencillez pragmática. La pregunta, sin embargo, sigue abierta. ¿Estamos preparados? “Podemos decir que hay preparación, por ejemplo, para inundaciones siempre y cuando la escala sea reducida. Cuando se está ante un fenómeno como hoy sucede con un «mega-El Niño», que se suma a otra oscilación climática llamada Madden-Julian, la acumulación de precipitaciones, inundaciones y deslizamientos de tierra tienen una escala que supera ampliamente las preparaciones”. El pronóstico, ciertamente, no es alentador.
La ciudad de la plata es un cuadrado. Así la pensó Pedro Benoit, el ingeniero que la dibujó, y así se la ve hoy en el mapa. Un esqueleto de rectas y diagonales que trazan de manera simétrica un enorme parche, donde resulta muy difícil perderse si uno sabe restar y sumar. Porque, además de ser una forma casi perfecta, las calles de La Plata llevan números. Y el 2 de abril de 2013, la esquina de la 95 y la 127 quedó casi un metro bajo el agua. El juez Luis Arias, encargado de investigar lo que sucedió en la ciudad ese día, dictaminó que la inundación dejó en total 89 muertos. Pero al menos dos de ellos no murieron ese martes.
Clara Venecia García falleció casi tres meses después, el 24 de junio. Se quitó la vida con una soga. Según relataron su madre y su hermana, había perdido una niña hacía dos años y el agua se llevó lo que le había quedado de ella. La lluvia tampoco fue indulgente con Osvaldo Scafati. Nadie sabe muy bien en qué momento se puso un revólver en la cabeza, porque vivía solo. Sus vecinos aseguran que había perdido todo. Lo encontraron 20 días después del temporal. Estaba recostado, tapado con una colcha. La cama seguía húmeda.
“En el caso de las inundaciones no es lo disruptivo lo que trauma, sino lo incontrolable. La sensación de que el agua avanza, y por más que lo sabés, no hay modo de evitarlo”, explica Claudia Vigil, psicóloga y especialista en psicotrauma. “Nuestra identidad es nuestro cuerpo y es nuestra casa. Nuestros muebles, nuestras cosas. Cuando se pierden, lo vivimos como verdaderas mutilaciones. Y lo peor es que muchas veces eso de afuera no se ve, no se percibe ese sufrimiento”.
Como integrante del equipo de Estrés Traumático del Hospital de Emergencias Psiquiátricas Torcuato de Alvear, Vigil ha visto y ha lidiado con todo tipo de pérdidas, pero sin duda lo que más la marcó fue Cromañón. El equipo se transformó en uno de los espacios de contención destinado a sobrevivientes y familiares de la tragedia. Según cuenta, por él pasaron unas 1.000 personas. “Siempre me pregunto: ¿qué sensación de indemnidad habrán sentido esos 4.000 chicos cuando, de pronto, en medio del fuego y la oscuridad pasaron a ser 4.000 cuerpos encerrados en una caja de humo tóxico, desesperados por salir? Me acuerdo de un sobreviviente, que tiempo después soñaba con una cancha de golf. Él estaba en la cancha y afuera se estaba incendiando. Hasta que un día soñó que miraba la luna y comenzaba a llover…”.
Carolina también soñaba, pero soñaba con gatos negros. Después, con un poco de ayuda, pudo descifrar qué eran esas manchas que tanto la perseguían. El día del incendio sus padres estaban en la costa. Por eso, le tocó a ella buscar a su hermano. Esa noche Carolina tuvo que ver y tocar las caras de los pibes, hinchadas, negras, llenas de asfixia, hasta que encontró el cuerpo de Mariano en el hospital Durand. Por eso, su madre Nilda, que en realidad es Nilda Gómez, que en realidad es la presidenta de Familiares por la Vida, una de las organizaciones formadas tras la tragedia, cuenta que ese día casi pierde a sus dos hijos.
–Caro veía como sombras, gatos negros que se le cruzaban, que en realidad eran el recuerdo de las caras manchadas de los chicos. Tres veces intentó quitarse la vida…Y a Mariano, ni siquiera lo puedo soñar. ¿Vos sabés las veces que me acuesto pensando en él, que abrazo la foto, y nada? No aparece. Quizá sea el Clonazepam, los médicos me dijeron que esta tristeza no se cura, que lo único que pueden hacer es ayudarme con la medicación... A veces pienso que quizás el reencuentro sea tan hermoso que se está reservando. Porque soy creyente, y sé que nos vamos a reencontrar. Eso sí, cuando Dios disponga. Entonces, ahora estoy como embarazada. Tengo que esperar nomás.
Nilda tiene un pensamiento curtido y una verborragia que duele. En su voz pausada resuena una ira latente. Rompe en llanto, pero solo unos segundos. Inmediatamente, empieza a hablar de los culpables, de cómo fue necesario organizarse, que Carolina por suerte pudo ser madre, que cada tanto los posters de la habitación de Mariano se despegan, porque mirá los años que pasaron, pero que los vuelve a pegar, que aún hay muchos sobrevivientes con crisis y que Angélica, de la organización, los llama una vez por semana para no dejarlos solos. Y entonces Nilda recuerda que, en total, desde la tragedia se suicidaron 17 sobrevivientes y murieron 42 padres, mayormente por cáncer o problemas cardíacos.
El número es escalofriante, aunque las causas resulten científicamente incomprobables. Frente a ella, Vigil evita un diagnóstico, pero improvisa una conclusión con olor a verdad.“Sobrevivir al otro a veces puede ser intolerable”. “Es fundamental la contención emocional de las primeras horas, que las personas puedan sacar su pena o su enojo, porque si no, eso se puede transformar en secuelas postraumáticas”
Para Sica, ese apoyo puede llegar de diversas formas, hasta las más inimaginablemente sencillas. Por ejemplo, recuerda un motín en la cárcel de Caseros. De pronto, empezaron a escuchar disparos y entonces una chica se tiró en medio de la calle, desesperada por su hermano. Llovía. Carlos se acercó con un paraguas y ella lo abrazó. Eso fue todo.
“Para nosotros no son pacientes, ni nosotros somos terapeutas. Nuestra intervención se limita a acompañarlos en esa situación”, explica y habla sobre tipos de abrazo con actitud catedrática. Con ese mismo tono, pero en una jerga mucho más terrenal, da su propia definición sobre lo que es trabajar en psico-trauma, donde “lo anormal es justamente lo normal, es la conducta que una persona asume ante un hecho que no lo es, que ha irrumpido en su vida inesperadamente”.
En total, según cuenta, EPS tiene un centenar de colaboradores, pero cierto grado de informalidad con el que trabajan impide precisar una cifra. Actualmente, la organización no recibe financiamiento externo y se mantiene con los ingresos de la escuela de Psicología Social que dirige Sica. De hecho, en su mayoría, los voluntarios son alumnos o ex alumnos de la institución, donde además se puede cursar un seminario de especialización en catástrofes.
La metodología con la que trabajan es siempre la misma, aunque dependen muchas veces de la voluntad y la decisión de las autoridades o del comité de crisis que se forma para lidiar con las tragedias, que suelen compartir una escenografía común. Por ejemplo, el color rojo significa que un herido no puede esperar o el verde es para las personas que resultaron ilesas. Y esos justamente, los “verdes”, son los que le interesan al EPS. Aquellos que están observando lo que sucede y que entonces lo pueden padecer después. Sin embargo, Sica es optimista. Habla de un duelo en varios pasos con el mismo convencimiento con el que repite los cuatro momentos del protocolo. Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. Para él, es posible recuperarse, y aunque no se lo advierta, muchas veces depende de esos primeros momentos.
En la casa de lea todo es celeste. las paredes del comedor, el tejido que lleva puesto, sus ojos, de un perfecto turquesa, y el cielo. Porque lo primero que uno puede ver cuando entra al departamento de Lea es el cielo. Un enorme ventanal recorta los balcones y los techos de la ciudad desde un noveno piso. Eso fue lo que la convenció para comprarlo, dice ella. Aunque sufre de vértigo, aclara inmediatamente, mientras saca un álbum.
–Esta fue la última foto juntos porque Jorge, el encargado de prensa, viajaba a Israel. La sacamos en la casa de Mirta…Y esta era Marcela. Éramos muy amigas. Vivíamos cerca, entonces muchas veces volvíamos juntas. Mirá –Lea se detiene–, podíamos fumar adentro. Y bueno… –ahoga un suspiro–. ¿Sabés que al día siguiente encontré mi cartera? Estaba intacta. La silla y esa mesita que está ahí atrás también sobrevivieron.
Y así Lea comienza a recordar esa tarde en la que estaba sentada sobre el conmutador con unos compañeros, cuando sintió una enorme descarga en el cuerpo que la hizo girar y caer a medio metro. Tardó en entender que no era algo que le había sucedido a ella sola, sino que había sido un atentado. Por eso, hoy en su casa, además del celeste, hay objetos que sobreviven.
La historia de Lea es una de las tantas que puede encontrarse de aquellos que han pasado por una tragedia. El duelo, los miedos, la necesidad de compartir, las dificultades para hablar… Sus vivencias, de algún modo, reflejan lo que Sica resume en sus cuatro axiomas.
–Es como que uno vive con la sensación de que nunca le va a pasar nada, y eso se pierde para siempre. A mí, hablar me ayudó mucho a entender. Hablar y volver rápido a la embajada.
Y así fue. Lea volvió a la mañana siguiente. Cuando llegó al cordón policial, una mano firme la empujó desde adentro. Era su jefe. Fue tácito: “Vas a entrar conmigo porque es importante que veas de qué te salvaste”. Los recuerdos que vienen después son borrosos, pero persiste la sensación de un enorme colchón de vidrios crujiendo debajo de sus pies.
Ese 17 de marzo de 1992, en el atentado contra la embajada de Israel en Buenos Aires, murieron 22 personas. La F 100 cargada de explosivos partió la mansión francesa en dos gajos. Uno quedó completamente destruido. Otro, el de la oficina de Lea, no sufrió daños. Por eso, cuando ella y su jefe caminaron entre la ceniza y los pedazos de cemento, ella encontró su cartera. Estaba colgada en el perchero, tal como la había dejado la mañana anterior.
–¿Podés creer que la perdí dos meses más tarde? Estaba charlando en una plazoleta y me fui. A las dos cuadras me di cuenta, pero no me hice problema. Esa cartera ya no me identificaba –recuerda con su voz suave, cargada de años de psicoanálisis. En realidad cuenta que la salvaron tres cosas: la terapia, el trabajo y las reuniones en la casa de Rubén, el psicólogo que facilitó la embajada. Comenzaron unos días después del ataque. Unos 15 sobrevivientes se juntaban una vez por semana en Gurruchaga y Córdoba. Primero, para enojarse, “aunque sin saber con quién”. Luego, para abrazarse.
–Me hacía bien estar con mis compañeros. Recuerdo que nos tocábamos todo el tiempo. Había una necesidad de contacto físico muy fuerte. Al principio, salía a la calle y tenía miedo de morir tontamente. Si iba en un taxi, iba aferrada. Viajaba en el colectivo con miedo. Cualquier situación me alteraba. Después hubo muchas culpas que me persiguieron durante algún tiempo por no haber ayudado a ningún compañero. Pero también estaba la pregunta de por qué no me morí yo, en lugar de Eli, que tenía cinco hijos. O de Mirta, que tenía a su hijo que adoraba. O de Beatriz. O de Graciela…
Hoy, en el cuerpo de Lea no se ven cicatrices, pero esconde dos cristales, uno en la mano izquierda y otro en el labio. Dice que ya puede tomar un taxi tranquila, o caminar por la calle sin miedo. Que ya no le importa morir de una manera tonta. Que sobrevivir se puede. Que lo importante es darle otro sentido a la vida. Que en realidad no sabe muy bien cómo se hace eso, pero está intentando comprenderlo desde hace algún tiempo. Y que todavía el vértigo sigue. Sigue, pero ella insiste en vivir rodeada de cielo.
La angustia del rescate
Claudia recuerda ese día como se recuerda toda primera vez. Es psicóloga social y había realizado el curso sobre emergencias con Sica. Por eso, aquel 22 de febrero, apenas se enteró del accidente, salió disparando a la estación de Once. Lo que guardó su memoria de lo que sucedió después es la imagen de un muchacho, hecho un nudo sobre una pared. Ya estaba cayendo la tarde y el chico estaba solo, lejos de las vías. Claudia se acercó. Era uno de los rescatistas que hasta aquel momento había ayudado con los cuerpos en el vagón. “Eran muchos”, le dijo. Y es cierto. El tren que hace ya cinco años no frenó e impactó de lleno contra la estación llevaba en esa hora pico a más de 1.200 pasajeros. En total, mató a 52 personas. Claudia no sabe si aquella también era la primera vez de él o si ya llevaba un par de rescates a cuestas. Solo recuerda la angustia y sus palabras, cuando comenzó a contarle cómo tuvo que hundir los brazos en el vagón. Hundir y hacer fuerza. Hundir y quebrar. Y esa era la sensación que seguía en sus manos, que no lo dejaba respirar.
¿Qué pasa por el cuerpo y la cabeza de quienes están ahí para salvar a la gente? ¿Cómo viven los bomberos cada tragedia? ¿Los afecta? Según cuentan en EPS, es a ellos a quienes está dirigida su ayuda muchas veces. Es que la contención se vuelve una necesidad que trasciende a los involucrados más directos. De hecho, han realizado varias actividades y encuentros conjuntos. Por su parte, Sica recuerda la ocasión en la que viajó a Paraguay para ofrecer asistencia en el incendio del supermercado Ycuá Bolaños, la tragedia civil más grande en la historia del Paraguay, en agosto de 2004. En esa oportunidad, Sica y su equipo terminaron trabajando en el cuartel de bomberos voluntarios. “Además, está esta cosa cultural, que los hombres deben ser fuertes y no pueden estar mal”, relata el factótum del grupo de rescatistas Emergencias Psicosociales. “Me acuerdo de que fue muy impactante ver al jefe de ellos, alto y fornido, pidiéndome ayuda para sus hombres, porque los veía muy mal con lo que estaba pasando”. Una imagen que, con elocuencia, sintetiza la importancia de la contención emocional.
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