"Era una noche oscura y tormentosa…", comenzaban todas las historias que Snoopy escribía a máquina, sentado en la cumbre de su cucha. Durante la preadolescencia, vos también atravesaste nubarrones negros que llovían solo para vos. Te encerraste y te dedicaste a romper los juguetes de la infancia. No fue algo premeditado. Se dio así, lúdicamente. Influenciado por la destrucción automotriz que veías en Los Dukes de Hazzard, B. J. y Sheriff Lobo, no dejaste coche sano.
Los estrolabas contra la pared, los tirabas desde el balcón, los hacías saltar por una rampa. Después vino una temporada piromaníaca y empezaste a hacer eso mismo, pero con los autitos prendidos fuego. Tu vieja veía que la botella de alcohol del botiquín bajaba y no le encontraba explicación. Un día descubrió las ruedas chamuscadas, ató cabos y escondió tu combustible bajo llave. Entonces sustituiste importaciones. Por suerte para vos, el Instituto del Quemado, los bomberos, tu casa y las aseguradoras, abandonaste el día que los 222 fósforos de una caja nueva, hallada junto a la cocina, ardieron todos a la vez, no por combustión espontánea, sino porque querías hacer un experimento.
Te pegaste el susto de tu vida. Juraste que nunca más. Al día de hoy, no conservás ningún cochecito de tu infancia, excepto este. Por alguna razón, el Snoopy de esmoquin y galera, a bordo de un clásico, se salvó de tu furia de los 12 o 13 años. En los momentos de zozobra lo mirás, te imaginás a vos mismo acostado encima del techo, pensando el mundo desde otra perspectiva, y las cosas quizás no se resuelven, pero dejan de ser tan dramáticas.