Por José Montero
De chico te causaba gracia ese nombre. ¿Por qué la parte anterior de la pierna se llamaba canilla? ¿Qué tenía que ver ese segmento de la anatomía con, por ejemplo, la canilla del baño? Nada. No tenía sentido. Tampoco le encontrabas explicación al hecho de que los jugadores profesionales se pusieran canilleras. Te parecía exagerado. Una sobreactuación. Una mariconada. La respuesta la encontraste, con dolor, el día que dejaste de pelotear en la calle y te anotaste con tus amigos en un torneo que organizaban en las canchitas de papi fútbol del barrio. Un contrario te barrió peor que Eber Ludueña y te dejó la canilla derecha para que la arreglara un plomero.
Te tragaste como pudiste las lágrimas, recalculaste la definición de hombría y pediste en tu casa que te compraran unas canilleras y medias largas hasta la rodilla. Ahora sí, estabas armado de una coraza para ir al choque sin miedo. Para meter la pierna fuerte. Cada vez que podías, compartías las canilleras con Pablo, un chico al que sus padres no se las habían podido comprar. Cuando él entraba y vos ibas al banco, se las prestabas. Así, Pablo zafó de varios patadones, porque era muy habilidoso.
Pero una vez él tuvo que salir y entraste vos en su reemplazo, y en el apuro se olvidaron de hacer el cambio. Y en la primera jugada encaraste para el arco de enfrente y te dieron con una guadaña. Fue el fin de tu carrera, casi antes de que comenzara. El miedo y el instinto de conservación pudieron más que el deseo de jugar, que tampoco era tan apremiante. ¿Y las canilleras? Hoy las usa tu hija para ir a hockey.