República de los Niños. 70 años de una ciudad en la que los chicos juegan a ser grandes
Pasado y presente de un emblema de los parques de entretenimiento, que sigue proponiendo una pedagogía de la vida cívica
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“Nos anotamos en el Ministerio de Hacienda, en la escuela nos habían dicho que había que anotarse para participar. Un día me llamaron, y me informaron que había sido elegido ministro del Ejército. Yo estaba en sexto grado, había sido abanderado. Nos llevaron en ómnibus, esperamos al presidente dentro de la Casa de Gobierno. Él llegó, nos dio un beso y se fue”. Amílcar hoy tiene 82 años, es jubilado y vive en La Plata. Su voz a través del teléfono suena paciente, como esas voces que tienen tiempo, aunque la historia le resulte un tanto indiferente. No marcó su vida ni torció su destino, pero la evoca con la amabilidad que suele evocarse un lindo recuerdo. Con sus 12 años de entonces, Amílcar fue uno de los primeros en pisar la República de los Niños, el enorme parque que formó parte del onirismo del primer peronismo y el único en quedar en pie. En noviembre se cumplirán 70 años desde su inauguración, y pese a haberse convertido en un símbolo conocido por todos, pocos conocen su historia, atrapada por un mito que hasta ahora nadie pudo probar.
El sueño de Mercante
¿Quién no fue de chico alguna vez o no llevó a sus hijos a recorrer esos castillos en clave pastel que nos convencieron de que le sirvieron al mismísimo creador de Mickey para hacer su propio parque? Pero, ¿fueron esas 40 hectáreas una inspiración para Walt Disney? La afirmación es tan incomprobable como la forma en que la fábula logró instalarse durante todos estos años. Los historiadores la desmienten y citan un dato: Disney viajó a nuestro país en 1941, diez años antes de la construcción de la pequeña república. Pero más allá de todo, lo cierto es que esa réplica del Palacio Ducal, el lago con el trencito, la callecita en el centro, el jardín con esas lomas, la granja configuran ya una suerte de fantasía argentina que se volvió crónica familiar de muchísimas generaciones.
En realidad, el proyecto fue llevado adelante por Domingo Mercante, en ese momento gobernador de la provincia de Buenos Aires. En una entrevista para la Historia Oral del Archivo Histórico bonaerense, Jorge Lima −el arquitecto a cargo de desarrollar la construcción− contó que se cruzó con el mandatario en una muestra de edificios escolares y le dijo: ‘Escúcheme, quiero hacerle un regalo a Eva Perón. Ella hizo una cosa chiquita en Núñez, yo quiero hacer algo para los chicos, pero que sea original”. Así nació la obra, que duró en total dos años y demandó unos 50 millones de pesos.
No se puede pensar la República de los Niños −como así tampoco ninguna de las otras obras vinculadas con la niñez llevadas a cabo por los dos primeros gobiernos peronistas, entre las está la Ciudad Infantil en el barrio de Belgrano− sin enmarcarlas históricamente. Durante el período de entreguerras, bajo el avance de los nacionalismos en sus diversas vertientes, comienza a instalarse una nueva significación social de la niñez que pasa a ser considerada como un agente activo de la política y también como un sujeto de derecho. Es allí donde se revisan los paradigmas que venían gobernando hasta entonces. Por ejemplo, el autogobierno infantil emerge como un modelo educativo alternativo que se centraba en la figura del maestro, de acuerdo con el diseño normalista. Es también en este contexto que se consolida también el pedagogismo de la italiana María Montessori, a partir del cual la escuela no es un lugar donde el maestro transmite conocimientos sino donde “la inteligencia y la parte psíquica del niño se desarrolla a través de un trabajo libre”.
Bajo esa dirección, se pueden encontrar otros ejemplos históricos en distintos países de repúblicas construidas a escala con el fin de dar instrucción cívica. Uno de los primeros fue Brasil, en 1858. Siguió Estados Unidos con el proyecto Freville en 1898, y en la Argentina hubo otro antecesor en Paraná, Entre Ríos. Claro, ninguna tenía las características espectaculares del sueño de Mercante, con la construcción de un banco a escala inspirado en el Palacio Ducal de Venecia.
“La República de los Niños es una experiencia que trasciende, instalándose como un importante antecedente que se adelanta en muchos aspectos a otro tipo de espacios creados para niños como parques de entretenimiento”, analiza en conversación con LA NACION revista el psicopedagogo italiano Francesco Tonucci, quien además de haber investigado y escrito numerosos ensayos sobre formación, viene desarrollando desde hace más de 20 años un proyecto al que llamó La ciudad de los niños. Si bien su plan de algún modo invierte el planteo, no desconoce los cruces que se imponen con la pequeña república de Gonnet: “Mi idea nace en realidad de un análisis crítico de la ciudad. Creo que durante los últimos años perdió el sentido de ser un lugar para todos. Entonces, lo que nos proponemos, o lo que les proponemos a los gobiernos, mejor dicho, es interpelar a los niños para que ellos hagan sus propuestas al intendente, apuntando a una ciudad de todos. La República tenía, en cambio, la idea de reproducir una realidad adulta en tamaño pequeño para que los chicos pudieran experimentarla. Además, se proponía la formación de un consejo para que aprendieran, así, cómo funcionaba un gobierno democrático. Es decir, se trataba de aprender viviendo el mundo de los adultos. No obstante, creo que ambos proyectos comparten el mismo espíritu: reivindicar la mirada de los niños para recuperar de alguna forma la memoria que han perdido los adultos sobre sus necesidades. De un modo u otro se trata de no pensar el mundo adulto y el de los niños en forma excluyente”.
La pregunta, claro, asoma inmediatamente: ¿sirvió la República de los Niños para esos fines educativos? En la memoria de Amílcar, subyace la anécdota. Según su relato, se organizó un gobierno infantil conformado por alumnos de distintas escuelas de La Plata. Cada uno fue nombrado con una función. En su caso, con sus 12 años, fue designado jefe del Ejército. De esa forma, todos los días salía del colegio, iba a su casa y lo pasaba a buscar un micro para llevarlo, junto con los otros chicos que habían sido elegidos, a la pequeña ciudad. Allí pasaban toda la tarde. Amílcar no recuerda si había existido algún criterio para la elección, pero en su caso señala que era abanderado. Como había sido nombrado representante de una fuerza armada, a veces lo visitaba un oficial. “Creo que era coronel, no estoy seguro, pero parecía importante. En realidad, nos enseñaba más que nada a cuidar los caballos. También aprendimos los poderes, o por ejemplo, qué era el Banco Central. Aunque lo que más recuerdo era lo lindo que era el lugar y cómo jugábamos. Cuando llegábamos nos ponían como un uniforme de Granaderos. Después tomábamos la merienda y volvíamos a casa”.
Esta misma rutina se repitió durante dos años.
Claudio Panella, exdirector del Archivo provincial y autor de un libro sobre el tema, resume el significado que logró asumir la República de la siguiente manera: “La obra fue de tal magnitud que fue una de las pocas del peronismo que logró sobrevivir a la [Revolución] Libertadora. Creo, en ese sentido, que el nombre no fue poco. ¿Quién se hubiera atrevido a tirar abajo una república?”.
Metáforas de la historia
Es verdad, tal como destaca Panella, la obra no fue destruida. Cerrarla tal vez era un desenlace más sencillo. En 1955, el parque fue transferido a la provincia de Buenos Aires y cayó en el abandono. Ocho años más tarde, durante el gobierno de Juan Carlos Onganía, cambió su nombre. De República pasó a ser Ciudad. El 3 de junio de 1973, un grupo regional de la Juventud Peronista tomó el predio para reclamar su reestatización. Pero con la salida de Héctor Cámpora, quedó nuevamente abandonado. Más tarde, la dictadura avanzaría con una nueva concesión adjudicándole la explotación a Zanón Hermanos, concesionaria del Italpark. Y con el retorno a la democracia, ¿qué hizo Raúl Alfonsín? Volvió a llamarla República.
Para el historiador Leandro Sessa, hay que entenderla como un proyecto pedagógico en el que convergen varias corrientes, “un laboratorio didáctico que recuperaba los antecedentes y expectativas en el autogobierno infantil, la propuesta de una pedagogía de la cultura cívica, ligada también a las virtudes de las ciudades modernas, y, principalmente, la noción de recrear un mundo de fantasía como un objetivo que no se subordinaba a otros mayores”. Y cita lo que se conoce como escolanovismo, que durante los años de la primera posguerra enfatizó la autonomía de los chicos como crítica a una didáctica de raíz positivista.
Es así como, en un país caracterizado por su imaginería política, el enorme parque con su pasto raído, caminos deshabitados y hermosos castillos hoy festeja su supervivencia, luchando contra un mandato que parece haberlo convertido en la metáfora obvia de una historia escrita muchas veces. O, como afirma Sessa, una idea que “sufrió los vaivenes de los cambios políticos y nunca terminó de afianzarse en torno de un proyecto pedagógico; una expresión con su valor simbólico en disputa. La ciudad en miniatura que persiste como un extraño paisaje heredado de un tiempo indescifrable”.
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