Sentada frente a su cita en la mesa de un restaurante imaginario, con la cara tersa por el maquillaje, los labios pintados de rojo y el pelo acomodado en esmerados bucles, Agostina Marabotto repite las líneas que le ordena el guion. Es la tercera vez que filman esta escena y ella se esfuerza por no defraudar en el momento cúlmine: tras declinar la invitación del mozo a pedir un postre, arrasa con el de su compañero en los pocos minutos que él tarda en ir y volver del baño.
Termina y, mientras se acerca al director, revisa de reojo el celular. Tiene ocho llamadas perdidas y una novena entrando. No quiere distraerse, pero piensa que tal vez se trate de algo importante. Atiende.
–Hola, qué tal. Me llamo María, pedí algo a través de Glovo y acá me aparece que vos me lo vas a traer –le dice una mujer.
–Mirá, yo no estoy laburando ahora –contesta ella–. No hice el check in directamente, ¿entendés? No te debería figurar que estoy trabajando.
–Ah, bueno, pero hablé con los de soporte y me dijeron que sí, que estás trabajando, que me tenés que traer la comida.
Agostina se mira a sí misma vestida con pollera corta, top ajustado al cuerpo, botas: su vestuario de primera cita. Piensa que no tiene la bicicleta, ni la mochila de telgopor para guardar la comida, ni ganas de precipitarse a la calle y arriesgar una oportunidad más en su todavía incipiente carrera actoral, pero sabe que es probable que no tenga opción. Tal como dispone el protocolo de la empresa de repartos a domicilio Glovo, más de tres días antes "reservó" estas horas para trabajar. Luego apareció la oportunidad del casting y decidió no activar la aplicación en el horario comprometido, aunque eso le significara una baja en su puntaje como repartidora. No contempló la posibilidad de que la empresa no tomara nota de su ausencia y le asignara repartos igual, compulsivamente.
Ahora intenta pedir ayuda en el chat de soporte de Glovo para ver si el operador de turno, siempre desde España, puede derivar ese pedido a otro repartidor. Pero hay otras 15 consultas pendientes antes de la suya. Respira hondo.
–Bueno, María, bancame un toque que acabo de salir de otra actividad. Ahora prendo la aplicación, me fijo qué pediste y te lo llevo –dice al teléfono.
Y así, montada como para una fiesta, sale al sol del mediodía, toma el subte y cruza la ciudad en busca de una porción –ajena– de comida mexicana.
¿Ser tu propio jefe?
Marabotto es hija de actores –su madre es Claribel Medina y su padre, Pablo Alarcón–, pero a los 24 años ya conoce por experiencia propia la inestabilidad que envuelve su profesión. Por eso, cuando vio en la calle la publicidad de la empresa española Glovo y su promesa de darle las herramientas para hacer de su tiempo libre un pequeño emprendimiento, le pareció un plan perfecto. Entre castings, ensayos y grabaciones repartiría pedidos en su bicicleta y pagaría con ese dinero las expensas del departamento de Colegiales en el que vive, o al menos tendría un ingreso extra para salir a tomar una cerveza el fin de semana y no "quedarse pobre". Es lo que explica mientras mira a sus dos perros llevar y traer una pelota por la plaza Mafalda.
"Trabaja como autónomo con total libertad. Elige dónde te conectas y qué órdenes aceptas", decía la publicidad que vio en la calle y repetía la web donde debió registrarse para empezar a trabajar. El proceso fue simple: completó un formulario, asistió a dos jornadas de capacitación en la oficina de la empresa y pagó los $400 de fianza por la mochila de la marca.
Al igual que la colombiana Rappi, Glovo se sostiene por un cúmulo de jóvenes registrados como monotributistas quese hacen cargo de todos sus gastos y materiales de trabajo (bicicleta, mochila, ropa, celular, plan de datos y, en el caso de Glovo, un canon de $400 mensuales por usar la aplicación) a cambio de ser "sus propios jefes". Según cómo se plantean a sí mismas, las empresas son solo plataformas que conectan mediante una aplicación móvil a dos usuarios interesados: uno, interesado en recibir un pedido en su domicilio y el otro, en ganar dinero haciendo el encargo en su tiempo libre. Ese cruce de intereses y la posibilidad de unirlos digitalmente es el fundamento de lo que suele llamarse equívocamente "economía colaborativa".
En la Argentina, este concepto aplicado al delivery desembarcó con fuerza a principios de 2018, momento en el que Buenos Aires primero y las grandes ciudades del interior después comenzaron a poblarse de jóvenes en bicicleta acarreando en sus espaldas grandes mochilas cuadradas y de colores estridentes: amarillo Glovo, naranja flúo Rappi, rojo Pedidos Ya.
Pedidos Ya, de origen uruguayo, es la única de las tres empresas que decidió cuadrarse en el marco de trabajo tradicional y ofrece a sus más de 1300 "riders" un contrato en relación de dependencia. Por eso, este sábado a las ocho de la noche en la plaza Serrano –el corazón trendy del barrio porteño de Palermo–, un grupo de más de 50 repartidores han activado su aplicación a la hora que inician su turno –el equivalente a fichar– y esperan en estado de reposo a que comience la hora de la cena, es decir, la hora de los pedidos. Saben que el repliegue hogareño que propicia el frío significa una noche movida para ellos, pero no tienen mayor interés en que eso suceda; de todos modos, recibirán a fin de mes, tal como indica la paritaria de la Asociación Sindical de Motociclistas Mensajeros y Servicios (ASiMM), un salario fijo de $10.000 por cuatro horas de trabajo seis días a la semana o de $18.233 con dedicación exclusiva.
Noches de ronda
Es una noche todavía invernal de principios de septiembre y, además de las camperas rojas con el nombre de la empresa, los chicos de Pedidos Ya están protegidos con gorros de lana, pasamontañas, guantes. Aun así tiritan. El frío es casi el tema único de conversación por un motivo simple: la gran mayoría son venezolanos; muchos, recién llegados al país. Cuerpos caribeños expuestos por primera vez a la ventisca helada de una latitud demasiado sur. Algunos buscan sobreponerse jugando al fútbol-tenis en la plaza con un banco de cemento a modo de red y otros apelan a estrategias más extremas: pasan una caja de Termidor de mano en mano.
–Vino, música. ¿Qué es esto? ¿El malecón?
Bromea Giannina Iuliano, una venezolana de 24 años que trabaja cinco días a la semana dos turnos de cuatro horas: de 11 a 15 y de 19 a 23. De su salario logra rescatar $1500 o $2000 cada mes –fluctuación del dólar mediante– para enviarles a sus padres, que hasta hace algunos años comandaban una empresa de transporte próspera en la ciudad de Valencia –conocida como la "capital industrial" de Venezuela– y ahora dependen de ese dinero que llega desde Buenos Aires para comprar la comida. Por eso quiere cuidar su trabajo y lo hace con ganas, aunque se queja porque hoy al mediodía repartió cuatro pedidos y solo recolectó $10 de propina.
–Ahora la gente está muy rata, verdaderamente. Sobre todo si hacen el pago online. Te toman la bolsa y cierran la puerta –dice, con la cara pálida que apenas asoma entre el cuello de la campera y el gorro de lana. El chillido del celular llega a las 20.45: la pantalla dice que Tomás Varela pidió un "curry del emperador" en el restaurante vegetariano Loving Hut Palermo y que estará listo en 17 minutos. El GPS indica que el lugar está a dos cuadras y por eso Giannina sigue conversando un rato más con sus compatriotas antes de ponerse el casco blanco, cargar la mochila y empezar a pedalear.
Táctica y estrategia
El modo en que los repartidores de cada aplicación habitan la ciudad habla de las condiciones en las que cada uno trabaja. Mientras que los de Pedidos Ya se reúnen en distintos puntos preestablecidos, los de Rappi y Glovo deambulan en soledad. A ellos, los pedidos les son asignados por cercanía física con el cliente y por eso cada repartidor debe trazar estrategias individuales para cazarlos, elegir con astucia las calles o los puntos del mapa en los que presume que su celular encontrará actividad. Para ellos, la compañía es competencia.
Ese sistema explica que a las 18.30 de un martes de agosto, envuelto en la oscuridad precoz del invierno, Álvaro Álvarez –también venezolano, 28 años– esté sentado solo en el borde de un cantero de Palermo, con la mochila de Rappi calzada en la espalda y la mirada clavada en el celular para tomar los pedidos rápido, antes que otros. Ese es el lugar donde se aposta todas las tardes, aunque espera que pronto llegue el día en que alguien lo busque ahí y ya no lo encuentre. Álvarez es ingeniero industrial especializado en petróleo, y hace un año y tres meses que dejó Maracaibo y su puesto en la petrolera china Bohai Drilling Service para mudarse a Buenos Aires, donde imaginaba que tendría más posibilidades de impulsar su carrera.
–En Venezuela tenía un buen salario, pero igual me alcanzaba solo para lo justo. Siempre quise superarme, hacer otras cosas, tener otro tipo de sueldo también, pero maaa... no se dio, y aquí estoy.
Por ahora se las arregla trabajando nueve horas al día como ayudante de pastelería –él dice "postrero"– en un restaurante y haciendo delivery en bicicleta en el tiempo que le queda.
El perfil de Álvaro es el de la gran mayoría de los venezolanos que llegan al país: joven y profesional. Según datos de la Dirección Nacional de Migraciones, sobre los más de 31.000 venezolanos que ingresaron en la Argentina en 2017, el 61% tiene entre 22 y 35 años y el 50,3% trajo consigo un título universitario. ¿Por qué, entonces, son ellos los que colman las filas de repartidores? El investigador Roberto Aruj, autor del libro La migración de venezolanos en la Argentina (EdUntref), propone una explicación: a diferencia de otras colectividades de inmigrantes, que tienen una historia laboral asociada en el país y permiten a los recién llegados ubicarse dentro de esas redes ya tendidas (paraguayos en la construcción, bolivianos en el trabajo rural o en el comercio vinculado a verdulerías, por ejemplo), la comunidad venezolana es nueva y la inserción en el mercado depende de las posibilidades que se genere cada uno. "Necesitan trabajar, por eso agarran lo primero que se les cruza, hasta encontrar otra cosa más relacionada con su trayectoria laboral", resume Aruj.
La mejor noche desde que empezó a repartir para Rappi, Álvaro ganó $600 en cuatro horas y media. Cada pedido tiene un costo mínimo de $40, más la propina que paga el cliente junto con el envío, que en la plataforma está prefijada en $15, pero se puede aumentar o reducir a cero. Si el recorrido excede los cuatro kilómetros, aumenta el precio. Ese costo de envío y la propina que el consumidor fija van completos al bolsillo del repartidor, mientras que la ganancia de la empresa corre por las alianzas con los comercios, a los que cobra una comisión de alrededor del 20% por cada venta.
Cuando la jornada viene demasiado tranquila, Álvaro cierra la aplicación, agarra su bicicleta y pedalea de regreso a Villa del Parque, donde vive con su esposa. Rappi otorga esa posibilidad de conectarse y desconectarse en cualquier momento, lo que la diferencia de Glovo, donde es necesario reservar con varios días de anticipación las horas en las que se trabajará y es imposible bajarse luego sin una justificación válida.
Huelga de hambre
El trámite de ingreso a las filas de Glovo y Rappi es ágil y puede inyectar en las calles una camada de repartidores nuevos todos los días, es decir, puede aumentar el volumen de la empresa a un ritmo exponencial sin alterar los costos. El efecto multiplicador tiene sus consecuencias: hay momentos en que los repartidores tienen que esperar y esperar para poder tomar un pedido, dar vueltas por la ciudad sin rumbo, apostarse en alguna plaza hasta que alguien muerda el anzuelo. Regalar el tiempo. En eso y en el fastidio que generó una reciente modificación en el funcionamiento de la aplicación de Rappi (que, según los repartidores, comenzó a "dirigir" los pedidos en vez de socializarlos y dejar que cada uno tome el que quiera) estuvo el germen de lo que la prensa bautizó como "la primera huelga de una aplicación" en la Argentina.
Entre las 10 y las 11 de la noche del domingo 5 de julio, cerca de 100 repartidores de Rappi activaron sus aplicaciones, pero no tomaron ninguna orden. "Fue un caos. Los restaurantes tuvieron muchos pedidos que ningún rappitendero fue a buscar y la aplicación intentó intervenir ofreciendo más plata por llevar. Llamaban para pedir por favor", dice Roger Rojas, un abogado venezolano de 29 años que, tras cuatro meses de trabajo en la aplicación –lo que le confiere casi el estatus de veterano dentro del sector–, se convirtió en el líder del reclamo. Parado bajo la garúa que oscurece la tarde en la plaza Las Heras, donde alrededor de 30 repartidores se preparan para una asamblea, Rojas agrega: "Yo se lo dije a los de la empresa en una reunión que tuvimos: si no soy empleado tuyo, no me exijas. Quita el control que tienes de la aplicación, ¡quítalo! Y, si soy empleado tuyo, exígeme y págame lo que corresponde".
Este pequeño grupo que hoy altera con sus camperas fluorescentes la atmósfera gris de la plaza es el mismo que fundaría, tres meses después de la huelga iniciática, la Asociación de Personal de Plataformas (APP): el primer sindicato de trabajadores de plataformas del país.
El conflicto es todavía incipiente en la Argentina, pero en otros países, donde estas plataformas de delivery on demand llevan más tiempo en uso, tiene otra dimensión. La británica Deliveroo cuenta con varias sentencias en contra e incluso Glovo atraviesa en España demandas de sus trabajadores, agrupados en el movimiento Riders x Derechos. El reclamo gira siempre en torno al mismo eje: los repartidores exigen el reconocimiento de una relación laboral que consideran que existe, aunque se esconda bajo capas de neologismos y eslóganes amigables. Los empresarios se defienden alegando que estas son las transformaciones que traen los avances tecnológicos –este es el futuro– y que, en todo caso, más que desconfiar de ellas es necesario crear instrumentos que puedan darles un marco de institucionalidad sin coartarles el espíritu. Inventar, en síntesis, categorías formales que se ubiquen en la zona gris entre el binomio empleado/autónomo: "contratista dependiente", trabajador "parasubordinado", trabajador "autónomo económicamente dependiente", por mencionar figuras que ya existen en el mundo.
Vigilar y repartir
El límite de las tareas que les corresponden a los repartidores y las que no es otro punto polémico. Las plataformas comenzaron con el delivery de comida, pero han ido ampliándose a medicamentos, trámites, compras de supermercado, hasta incluir casi cualquier cosa (el "rappifavor", integrado en la plataforma de Rappi, pero todavía no disponible en la Argentina, ha dado lugar a la posibilidad de solicitar en Colombia, por ejemplo, una persona para picar cebolla, para "pasear a una abuelita" o para completar un equipo de PlayStation). A Agostina, la actriz, le ha tocado llevar preservativos un viernes a la noche y, otro día, una prueba de embarazo a una chica, a quien vio tan angustiada que sintió la necesidad de decirle "ojalá que sea negativo" cuando le extendió la bolsa de la farmacia.
Pero así como los repartidores tienen acceso a las necesidades más privadas de los clientes, esa vigilancia se vuelve a veces sobre ellos mismos. Hace algún tiempo, Marabotto escribió al chat de ayuda para repartidores de Glovo diciendo que había tenido un "problema femenino": se había manchado la ropa y necesitaba salirse de sus horas de trabajo previamente pautadas e irse a su casa. "¿Me puedes mandar una foto?", le respondieron los operadores de la empresa. Intentó disuadirlos apelando a la vergüenza y al derecho a la intimidad, pero insistieron y, como no les mostró nada, le dijeron que tenía que seguir. Y no le pasó solo a ella. Un día, un compañero se sentía muy descompuesto y necesitaba irse, apelar a su condición de "jefe propio" y bajarse de la bicicleta al menos hasta que cedieran los retorcijones. Escribió al chat de soporte y le contestaron lo de siempre: "¿Me puedes mandar una foto?". El chico no tuvo opción: apuntó al inodoro y capturó esa imagen. "Antes eran más polite –dice Marabotto–: si les decías algo así te pedían que les mandaras una foto de que tenías toallitas en la mochila o de que te habías tomado una pastilla de carbón". Ahora no alcanza. Exigen la evidencia directa.
Seguir pedaleando
A pesar de las contras, Agostina advierte que muchos de sus compañeros están conformes con su trabajo. "La mayoría son extranjeros y no pueden conseguir laburo de sus profesiones o tienen urgencia por mandar guita a sus familias y esto les cierra", dice.
Palomino Mayron Asmat es uno de ellos. Hace tres años, antes de emigrar a Buenos Aires, para encontrarlo había que internarse en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, en esa zona selvática de Perú donde todavía manda la guerrilla de Sendero Luminoso y donde Palomino cumplía tareas de patrullaje como militar. Este mediodía de feriado, en cambio, al chico de 23 años hay que seguirle el ritmo por la avenida Luis María Campos, donde pedalea con un cuadrado amarillo sobre la espalda y el teléfono apoyado en la oreja. Escucha audios, chatea, sin dejar nunca de circular.
–Es muy difícil que te toque un pedido si estás parado, porque los glovers andan por todos lados. Yo doy vueltas hasta que me suena el celular, y ahí salgo.
Aunque en la aplicación de Glovo figura un precio mínimo de $35 por pedido, que aumenta por kilómetro de distancia y tiempo de espera, Palomino no puede precisar cuánto le pagan por cada entrega: siempre es distinto. La confusión para explicar cómo se compone el precio final de cada envío es una constante entre los repartidores y, a la vez, una marca de la opacidad del algoritmo que los ordena. De esa inteligencia artificial que de tan críptica da la sensación de gobernarse a sí misma.
De todos modos, a Palomino la cuestión no lo preocupa especialmente. Sabe que si cumple con su esquema de horas de trabajo habituales y se mantiene en movimiento, juntará la plata necesaria para complementar sus ingresos de parrillero en un restaurante de Las Cañitas y sostener los gastos de su casa. Le alcanzará para criar a su pequeña hija, Azul Valentina, y para que su mujer pueda completar los estudios de enfermería en la Cruz Roja. Sabe que cuando ella termine, le tocará a él: quiere estudiar medicina.
Mientras tanto, pedalea sin parar, circula, no se detiene ni se queja.
–Ese es mi plan –dice–. Entregar, salir; entregar, salir; entregar, salir.