Renunció a la comodidad de su vida para internarse en la selva de Colombia a cumplir su sueño
La diseñadora Alejandra Liévano abandonó Medellín para irse a vivir a un poblado de 120 habitantes, donde junto a una amiga ponen en valor los oficios ancestrales de la comunidad
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“La Paisa”. Así le dicen a Alejandra Liévano los habitantes de Coquí, un corregimiento de Nuquí, Chocó, municipio del Pacífico colombiano con no más de 8300 habitantes.
Alejandra llegó hace seis años al lugar para hacer una trabajo de la universidad, cuando apenas tenía 19 años, y desde el momento en el que pisó Nuquí “sintió el llamado de la tierra”, dice. Con su más de 1,70 de estatura, su cabello largo color castaño, su piel blanca y ojos cafés, llamaba la atención de la comunidad, pero no era una turista más de las que llegaban a ver las ballenas o a disfrutar de las playas. Ella cambió su apartamento, la Internet banda ancha, sus salidas a comer con amigas a algún restaurante por amanecer diariamente en un paraíso escondido en la selva colombiana y desde allí trabajar con la comunidad. Estaba en el tercer semestre de Diseño de Modas en una universidad privada de Medellín cuando decidió inspirar los estampados de las prendas de su trabajo final en el Pacífico colombiano.
“Me impactó la cantidad de bondades que encontré en el Pacífico, pero también todo lo que les hacía falta, es un contraste entre una abundancia natural, pero también lo que es la escasez de oportunidades”, dice.
Allí comenzó a investigar más sobre el Chocó y su gente. “Ahí dije: ‘Yo tengo que ir’. De hecho, cuando presenté la colección yo no podía hablar, yo solo lloraba, los jurados no entendían qué pasaba y yo tampoco sabía por qué estaba llorando, pero sentí un llamado muy profundo del territorio”, dice Liévano.
Sabía que había una conexión que iba más allá de un trabajo de universidad, así que en sus siguientes vacaciones de mitad de año compró un pasaje para irse a Nuquí sin saber a dónde iba a llegar ni qué iba a hacer. Tenía fecha de regreso para dentro de dos semanas. En esas dos semanas a Alejandra le cambiaron la vida. Conoció a María, una matrona del municipio, quien le habló del corregimiento donde ella vivía, Coquí, que está ubicado a unos 30 minutos en lancha desde el casco urbano de Nuquí. Este pequeño caserío hace parte de los ocho corregimientos de este municipio. Alejandra volvió a los tres meses, iba y venía cada vez que tenía vacaciones en la universidad, pero en sus visitas “vivía un sentimiento muy profundo, desde la raíz”. “Cuando llegué a Coquí yo sabía que no me quería ir, que quería vivir en este lugar, esa iba a ser mi meta”, relata.
En sus estadías de vacaciones aprovechaba y daba clases de artes en el colegio de Nuquí y vendía postales en un intercambio que le llamó la atención: “Yo cambio arte por amor, y con eso que le vendía a los turistas podía comprar materiales para las clases de los niños y les daba clases de tejidos a las mujeres”, dice. La maleta que Alejandra llevaba con ropa la dejaba toda en Nuquí y en cambio la llenaba de arroz y panelitas producidas por los nuquiseños, y ella los vendía en la ciudad y les enviaba el dinero recaudado.
Alejandra se graduó en 2018 con 21 años y decidió ir a otras comunidades rurales de Colombia buscando su lugar. “Viajé desde La Guajira al Amazonas y definitivamente confirmé que este (Nuquí) era el lugar donde yo quería estar”, cuenta.
Ella tenía una marca de vestidos de baño que se vendían muy bien en la ciudad, tenía un apartamento en la capital antioqueña; sus amigas, su vida completa estaba allí, y su familia que vive en Bucaramanga, la ciudad donde ella nació y creció. Vendió todo lo que tenía en el departamento y empacó su vida en dos maletas con las que llegó a Coquí para quedarse definitivamente. ”Yo no tenía ni idea lo que iba a hacer en este corregimiento de 120 habitantes donde se vive del turismo, de la pesca y de la agricultura. La gente me decía como: qué hace esta niña santandereana acá, como muy fuera de contexto me decían”, cuenta Alejandra entre risas. Desde ese momento la llaman la Paisa, aunque ella es santandereana, así quedó ‘bautizada’ por los habitantes del pueblo. Para la familia y amigos de Alejandra no fue fácil entender que ella iba a vivir en la selva, “me decían que por qué pudiendo estar en cualquier lugar del mundo yo iba a esta aquí, ni siquiera fue fácil para mí, pero yo sabía que tenía una misión que es la de promover todos los saberes del territorio, de dar visibilidad, que la gente se enamore porque no sabemos el tesoro que tenemos en el Pacífico, un territorio muy vulnerable”, explica.
Pero no fue fácil, Alejandra se encontró con un cambio abismal en material cultural y comodidades. Pasó de vivir en una capital a vivir en un poblado con 120 habitantes en medio de la selva húmeda colombiana. ”Es un choque cultural gigante. Aquí no hay hora, todo funciona dependiendo de la marea, si hay marea alta o baja. Los ritmos del territorio se mueven de acuerdo a esa marea. Llueve día por medio”, cuenta Alejandra. Ella llegó a vivir en una pequeña habitación que tenía la única tienda del pueblo, donde trabajaba al comienzo mientras remodelaba su casa. Atendía la tienda de víveres del pueblo y con eso sobrevivía. Mirar al techo y encontrarse una boa gigante o caminar saltando las culebras que se encontraba en el camino se fue volviendo cotidiano para ella.
”Entender el contexto fue mi primera tarea. Aquí no se vive sino que se sobrevive. Los primeros meses fueron muy difíciles, no había señal de celular, no podía comunicarme con mi familia y vivían muy preocupados porque hablábamos por mucho una vez a la semana, ahora ya hay internet satelital y es otro cuento”, explica. Pero para Alejandra son más los aspectos positivos de vivir en la selva que los negativos. ”Llegar acá fue crecer física y espiritualmente, pude construir una familia de 120 personas. Vivo enamorada del paisaje, de las personas, de la calidez, me han recibido con los brazos abiertos y agradezco todos los días”.
Las claves de la Paisa para sobrevivir en la selva son basadas en la improvisación y la adaptabilidad, “vivo muchísimo más feliz aquí que si tuviera todas las comodidades de la ciudad, pero hay que vivir improvisando para poder adaptarme, soy la reina de la improvisación”, cuenta entre risas. Alejandra se ha mantenido en el lugar atendiendo la tienda, siendo diseñadora freelance online y dictando talleres en el colegio. Estos trabajos le han permitido construir su casa con sus propias manos en Coquí. ”Hay periodos de abundancia económica como hay momentos que no, pero jamás me ha faltado nada porque cuando no tengo para comer siempre aparece un vecino con un plátano”, dice. La única vez que Alejandra estuvo fuera de la comunidad por un largo periodo fue producto de una leishmaniasis, que es una enfermedad parasitaria que le produjo la picadura de un mosquito infectado cuando estaba recogiendo caña. Tuvo que irse a la casa de sus papás en Bucaramanga por tres meses por una herida que no le sanaba ya que en Coquí no cuentan con un espacio para atender a los pacientes. ”Estando allí, muchas veces mi mamá y mi abuela me decían que no me devolviera, que me quedara trabajando allí; pero es que no es negociable, este es el camino que yo quiero”, comenta Alejandra.
Fundación Casa Múcura
Los 120 habitantes de Coquí se convirtieron en su familia y ella sentía la necesidad de ayudarlos y junto con su mejor amiga, Camila Curiel, comenzaron a trabajar en materializar una propuesta donde se valore el oficio ancestral porque allí aún se preserva mucho el valor de la artesanía, de las plantas medicinales, de la agricultura y de la gastronomía. Así nació la fundación Casa Múcura, un proyecto en el que están vinculadas las mujeres del pueblo a las que les han enseñado a tejer y a transformar los productos que se cultivan en la región para que sean vendidos en las ciudades.
En este momento tienen dos proyectos activos con Casa Múcura. Uno es el Centro de Saberes de Nuquí, que consiste en un museo que construyeron en una casa abandonada donde hay cinco salas de exposición de plantas medicinales, artesanías, agricultura, gastronomía y pesca que puede ser visitada por turistas. Las familias del lugar se rotan la administración del museo cada semana y así pueden tener ingresos de las visitas guiadas. Pero no solo están las cinco salas, también hay un ‘aula viva’ que se ha convertido en un espacio donde los locales dan clases de artesanías, de cocina, se dan baños medicinales.
Sin embargo, la pandemia frenó la llegada de turistas y con ella llegó un nuevo proyecto para la fundación, el costurero del golfo. ”Acá llegaban y llegaban cargamentos de donaciones de tapabocas desechables que iban a terminar en el mar. Entonces con cinco mujeres comenzaron a tejer tapabocas a mano”, cuenta. Alejandra llamó al alcalde y le propuso que comprara los tapabocas que estaban tejiendo y les compraron 3.000. Esta cifra hizo que Alejandra se fuera de corregimiento en corregimiento a reclutar mujeres. “Me caminé los corregimientos enseñando a tejer a mano para que las mujeres que quisieran tuvieran trabajo en la pandemia. Reclutamos 120 mujeres que se sumaron a esta labor”, cuenta. Así nació el Costurero del Golfo, por el que han recibido donaciones de máquinas industriales de amigos y de diseñadores “que se han enamorado del proyecto y ya completamos 10.000 tapabocas”, dice Alejandra. Luego de esto les salió un contrato para hacer pañales desechables, y hoy por hoy esto se ha vuelto una misión de mitigar el uso del plástico en el territorio.
Así es como la Paisa se ha ganado un lugar en el corazón de los coquiseños, es una más de esta gran familia de 120 personas, que alterna con su familia en Bucaramanga, a donde viaja al menos una vez en el año
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