Remedios para calmar racismos
Preguntas incómodas, pero imprescindibles. Realmente, ¿es cierto que no somos racistas? He aquí algunas historias que nos ayudan a pensarnos, a revisarnos. ¿Por qué una simple línea de mapa nos vuelve tan agresivos contra el vecino? ¿Qué pasa si dos mellizos nacen en dos países limítrofes? ¿Qué ocurriría si de pronto nos enteráramos de que Maradona nació en Bolivia? ¿Por qué la del hombre es la única especie capaz de exterminarse a sí misma?
Permiso. Propongo, en ayunas, o, si se prefiere, en la mitad de cualquier insomnio, que nos hagamos ciertas preguntas del modo más directo, sin celofán, así como vienen, sin anestesia: ¿Yo soy racista? El grueso de la sociedad a la que pertenezco, ¿es racista?
No sigamos de largo: reiterémonos la pregunta, en voz alta: ¿Soy racista?, ¿somos racistas?
No es casual que ahora esté craneando semejantes preguntas: esta mañana me despertó una voz que subía de la vereda. Me asomé y vi a dos laburantes; uno le decía al otro: "Andá, boliviano de mierda, si vos comés arroz con huevo todos los días, si es que comés". Se insulta la extrema pobreza del otro, agravada tal vez por la condición de indocumentado. No de credo, no de piel; racismo social. La cordial impunidad de la xenofobia cotidiana, de apariencia inofensiva. Aquí, entre pares.
Mellizo rubio / mellizo morocho
Voy por otro caso. Año 1978. Este Caminante Quieto vivía en un PH en Villa Urquiza. Un largo pasillo-zaguán de luz incierta conectaba las casas. Desde Adán y Eva, se sabe, los zaguanes son propicios para noviazgos, besos, manos urgentes, y así sucesivamente. En la casa de adelante vivía una familia de origen italiano, napolitanos de piel oscura. La abuela hacía unos tucos que conmocionaban el aire del vecindario. El padre, tornero de apreciado oficio, era un férreo "hombre de palabra". A las dos hijas, en trance de recibirse de maestras, las tenía cortitas con las salidas, con los horarios. Pero el zaguán.
Una de ellas quedó sumamente embarazada. Las ropas del invierno disimularon la creciente semillita hasta que, como a los cinco meses, el advenimiento se supo. Las paredes se adelgazaron: llantos, maldiciones, sensación de fin del mundo. A todo esto, el autor lácteo del embarazo, un adolescente, dijo "yo no fui". Es decir, "yo, argentino", con el aval de sus padres.
El embarazo siguió con la fuerza de lo clandestino. El padre de la embarazada varió sus horarios: partía antes de clarear y volvía entrada la noche. Por la vergüenza. Por más que las discusiones se disimulaban, a veces se escuchaba un puñetazo en la mesa y después "¡Crisssto!" Un silencio de abismo y el broche del "¡Porrrrca miseria!"
Siete, ocho, nueve meses: la vergüenza fue corrida a chancletazos de felicidad. Vinieron ¡mellizos! Dos varoncitos inquietos, sin horarios para llorar. Uno resultó rubio y de ojos claros, como la familia del padrecito, que se borró. El otro vino de piel cetrina y ojos negros, como la familia de su madre. Pronto fueron del dominio público y los abuelos gringos decidieron por fin afrontar los ojos del vecindario. Pero siempre, siempre, al que primero y más mostraban era al rubiecito: "Este es un santo; duerme la noche entera. Y ojos azules tiene, ¿vio?"
Al morochito por supuesto que lo cuidaban y lo querían igual. Pero... dicho sea entre paréntesis: (Hijito del bendito zaguán, ¿cómo se te ocurre ser clandestino y encima morochito y de ojos negros como la noche?)
Don Ciruela incomoda
Digresión. O no tanto. Al viejo Serafín Ciruela no le gustan los maníes; prefiere los manises. Suele ponerse a comerlos en poblados cafés. Es su modo de meditar. Al final de los manises, con tres palmadas convoca la atención de todos y ahí, poniéndose de pie sobre un cajoncito de fruta que siempre lo acompaña, enarbola preguntas muy incómodas. Suele preguntar, a quien quiera oír y a quien no: "Si Axel Blumberg hubiera sido un joven de piel oscura con padres por el estilo, después de su horroroso secuestro y muerte, ¿cuántos de nosotros, ciudadanos sensibles, hubiéramos ido a la plaza del Congreso? A ver, damas y caballeros, ¿cuántos? ¿150 mil, o 150 o 15? ¿Será que somos también racistas para el dolor, para la solidaridad, para el reclamo de justicia?"
En fin.
Cuando el racismo rompe bolsa
El racismo es uno de los sentimientos más prontos, más fáciles. Como la mismísima envidia, parece inherente a la condición humana. El problema emerge, grave, cuando ese sentimiento rompe bolsa y se esconde bajo el peligroso eufemismo que anida la palabra "patria".
Los autodenominados racionales solemos justificar la necesidad de agresión comparándonos con el comportamiento de los animales. "Ellos marcan siempre su territorio", argumentamos. Portadores de celulares y otras güevaditas, ese criterio lo ampliamos pavorosamente: desplegamos nuestra presunta civilización mordiendo mapa ajeno. No nos tiembla el pulso para sembrar misiles. Siempre hay algún hijo de Bush dispuesto. Incluso cuando los misiles inteligentes equivocan su objetivo: se recurre a otro obsceno eufemismo, "daños colaterales". Pero dentro del "colaterales" quedan miles que habían nacido para vivir como yo tú él nosotros vosotros y ellos. Justamente "ellos", por ese racismo patrio que rompe bolsa, son borrados de todo mapa. En tales trances exterminadores, la vida del "otro" se convierte en detalle de morondanga.
El animal más despiadado
Vieja pregunta irresuelta: ¿Cómo hacemos para dejar de distinguirnos, entre todas las especies, como "la única con capacidad para exterminar a los semejantes"? La ciencia y la técnica avanzaron tanto que soltaron la mano de la moral. ¿Hay modos de defender al hombre del hombre?
Medita Anthony Store sobre cómo canalizar la natural agresividad exterminadora de los humanos: "Aunque otro Hitler prefiriera destruir a la vez el mundo y a él mismo, no nos proporcionaría con ello un escape a nuestros impulsos agresivos". Tenemos que ver cómo desahogamos esa necesidad aniquiladora, pues, agrega Store, "lo que deseo destruir en mi enemigo es lo que yo no puedo tragar, y matarlo es suicidarme. Sólo cuando nos damos cuenta cabal de esta verdad aprendemos a valorar a nuestro enemigo y aprendemos a luchar con él sin destruirlo".
El genocidio como costumbre
Elijamos al voleo una página de la historia. Nos encontramos, por ejemplo, con que un tal Basilio II (año 1014), harto del asedio del rey Samuel, les vació los ojos a 15.000 búlgaros. Pero fue caritativo con 150: le dejó un ojo a un jefe de cada cien para que pudiera guiar a sus compañeros. Hacia atrás de ese casual 1014, o hacia adelante, hasta nuestros días, la agresividad entre humanos vecinos es muestrario de horrores imposibles: humanos asados, cabezas de soldados arrojadas sobre el enemigo como adoquines, empalamientos masivos, niños ahogados en agua hirviendo, pueblos obligados a la sed y el hambre del desierto, cámaras de gas, torturas de varia especie y desapariciones de cadáveres (acá cerca), atómicas, misiles sobre poblaciones civiles. El genocidio como costumbre humana.
El antropólogo Derek Freeman nos dice, citando a Durban y Bowlby, que ningún grupo de animales es "más despiadado en la agresión que los representantes de la especie humana". Y citando a William James, describe al hombre como el único "que hace presa sistemáticamente en su propia especie".
Y todo por los mapas de patrias y/o religiones.
A proposito de los mapas
Adormecido, pero latente, incuba bajito el conflicto por las pasteras del Uruguay. Recordemos: hubo momentos en que en ambas orillas se paladeó el conflicto. Se fue cocinando un lento encono que podría cristalizarse en odio entre habitantes de dos países ¿hermanos? Recordemos más: ese conflicto ensució el alma del aire. Porque el aire no es sólo el que respiramos. Creció la polución de dos sordos monólogos de sordos. Pobre Mercosur, no coagula.
Hubo alguna que otra reflexión conciliadora, pero prevaleció el resentimiento que engorda al nacionalismo nacionaludo. Ahora, uruguayos y argentinos pleiteamos. "Somos hermanos mellizos", dijo don Raúl Alfonsín. "Hermanos de placenta", sumó don Pepe Mujica. Pero ojo al piojo: esa condición no garantiza armonía. Rómulo se despachó a Remo y Caín a Abel.
Miremos, más acá de nuestras narices. La cantidad de mapa es una casualidad. ¿Aprenderemos que haber nacido de este o de aquel lado es un puro azar? Maldito amor propio. Tantos amigos dejaron de hablarse. ¿Cómo harán los esposos binacionales?, ¿Y los que tienen hijos en ambas orillas? ¿Acaso los nacidos de un lado son moralmente mejores que los nacidos del otro?
Animosidad, encono, odio agazapado en disponibilidad. A todo esto, Gardel tiene hipo. Pobre mi madre querida, ¿cantaremos a dúo? No nos insultemos a la madre. Y más cuando la madre del otro es también la nuestra. La hermandad es un trabajo. Arduo. Como la esperanza. Cuidado con el odio convertido en bandera. El seudohonor cancela la cabeza y el corazón.
Ser argentino o ser uruguayo es una casualidad. Le puede pasar a cualquiera.
Un sueño de almohada
Influido por un episodio real, que después contaré, soñé con una mujer imprecisa, ¿andaluza, israelita, palestina, musulmana, tal vez violinista de la orquesta que fundó Daniel Barenboim con Edward Said? Humo pesado, escombros, sirenas había en el sueño, gritos y alaridos. Estaba la mujer pariendo en la calle, en el umbral de un edificio mitad derrumbado, en el lado palestino. Asoma una criatura. Pero queda otra en el vientre. Quienes la socorren la suben a una camioneta y en quince minutos está del lado israelí en un hospital de campaña. La mujer ahora no grita, repite "ya viene", mordiéndose los labios. Y brota la otra criatura. Para la madre y para la Vida, ¿importa que un hijo haya nacido en Palestina y el otro en Israel? ¿Uno de los dos es superior? ¿Uno merece vivir y el otro no?
Ser palestino o ser judío es una casualidad. Le puede pasar a cualquiera.
Otra digresión
El viejo Serafín Ciruela se me aparece en los lugares y momentos menos pensados. No sé si en broma o en serio, me cuenta de un tipo que se jacta de ser "absolutamente antirracista". Anda diciendo el tipo: "Yo no discrimino a nadie, pero a nadie, eh. Si hasta tengo un amigo racista".
Maradona ¿donde nació?
Un modo de revisar nuestros comportamientos es bajando a esta realidad tan irreal. Así podremos ver cómo nuestros complejos de superioridad se pueden volver, en un segundo, de inferioridad. Como una suerte de ejercicio para revisar-nos propuse en mi libro De fútbol somos jugar con esta suposición: nuestro ídolo máximo no nació aquí, nació en...
Punto de partida: el promedio argentino no es medio racista. Lo es enteramente. Racista sin asco, con asco. Así como no se puede ser medio criminal, ni medio decente, tampoco medio racista. Ergo: no nos absolvamos con la frecuente frase de que "bue, un poco racistas somos, pero no es para tanto". No lo somos más por falta de oportunidad.
Nuestro racismo a veces es generacional: los viejos, agresivos, sospechan de los jóvenes; los jóvenes desprecian sin disimulo a los viejos. Muy diferente el tratamiento, en espacio y tiempo, que se le da a un secuestro y/o asesinato de alguien adinerado que el que se le da al de alguien de condición pobre. Aquí, el color de la piel se puede, digamos, "perdonar", si las posesiones materiales son considerables. El Negro Rada me lo contó así: "Cuando no tenía fama ni dinero, muchas veces personas que venían en dirección contraria se cambiaban de vereda al verme. Por las dudas, señor". Con otras palabras, Hermenegildo Sábat me dijo: "En la Argentina del 2000 se puede ser cualquier cosa: estafador, traficante, delincuente... cualquier cosa menos pobre".
Don Serafín Ciruela cada vez que puede me dice que los mapas son una casualidad. Pero no se queda en la comodidad del discurso: la noche final que va del 1999 al 2000 se puso a inventar "un remedio para racistas". Pergeñó un rumor, según el cual Diego Armando Maradona nació en Bolivia. Dicen que allí estaban, el 30 de octubre de 1960, Diego Chitoro Maradona y Dalma Salvadora Franco, por una posibilidad laboral. Lo cierto es que los primeros 47 días de vida de Diego sucedieron en Bolivia. Allí vio el sol por primera vez, allí mamó de las tetas fundamentales de su madre, allí aprendió a respirar. Después sí, sus padres volvieron con él a la Argentina y lo anotaron aquí. Maradona boliviano. Hipótesis prodigiosa, por reveladora. Bajemos dos, tres cambios: imaginemos lo que pasaría con millones de nacionaludos si una mañana se encontraran con la noticia, a toda página, de que el Diego no nació en la bendita Argentina.
Imaginemos: ¡Maradona boliviano! Sería terrible. Moralmente sísmico. Pero qué gran remedio, qué buen escarmiento para ese racismo cabroncito y peligroso que acciona, aunque no se nos note.
Ante semejante noticia, el mentado Ser Nacional se bajaría del Everest de su ego y sufriría un colapso de tristeza. Y acto seguido una colitis de orgullo. En horas nos iríamos por el desprestigiado agujerito posterior.
"Maradona boliviano." Caramba, dirían los educados. Carajo, dirían los de la tribuna. Los académicos dirían caraxus. Ante la buena nueva: ¿cuántos iríamos a patear, a morder los mástiles? Y otra vez el "Padre, Padre, ¿por qué nos has abandonado?"
El Pilcomayo por testigo
Esto no lo soñé: sucedió en el 1974 después de Cristo. Y lo volqué en una crónica de la agencia Ameuropress. Un día de enero, Eugenia Sosa estaba en su rancho, cerca del río Pilcomayo, en Formosa. Sola estaba. Ante los apremios del parto gritó para que alguna vecina la escuchara. Mientras, arrimó una sabanita, tuvo a mano un cuchillo. Y cuando salió la criatura, la vecina que llegaba la ayudó con el cordón umbilical. Pero las dos advirtieron que en el vientre quedaba un hijo más. Del otro lado del río, ya en territorio paraguayo, había un poblado con un puesto sanitario y una vieja para todo hacer. Pensando con el instinto, decidieron llegar a un embarcadero elemental; con una canoa cruzaron a la otra orilla, caminaron abrazadas dos, tres cuadras, y por fin el puesto sanitario. Allí la partera, fumando. Se arremangó. "¿Cuánto rato desde que te nació el primero?" "Una hora, cuanto más." Y el otro mellizo asomó con su llanto sanito. Eugenia Sosa alcanzó su rato de celebridad. Tuvo en menos de una hora dos hijos en dos países: uno argentino, el otro paraguayo. Mellizos de distinta nacionalidad.
Si el segundo de los mellizos nacía también en el rancho de Formosa, ¿habría sido, por eso, más inteligente, más brillante, más vivaracho? Nacer unos metros más acá o más allá, ¿cambia en algo la condición humana?
Posdata
Propongo un par de ejercicios para deponer algunas formas de racismo y evitar que el entrañable amor por lo propio se nos transforme en amor propio agresor. Ejercicio uno: considerar por un rato que el prodigioso Maradona nació en Bolivia. Dos: recordar esos mellizos que, por cuestión de minutos y de metros, nacieron en países diferentes.
En un mundo a merced de hambre, analfabetismo y analfabetización, donde la xenofobia pasa por amor patrio, estemos atentos. Somos, entre las especies, la única capaz de agredirse hasta el exterminio.
Cuando nos vienen los odios nacionaludos, cuando por esas cosas de los mundiales quisiéramos aniquilar al de bandera o camiseta diferente, cuando eso nos pasa, deberíamos pensar que los diferentes somos tan, pero tan iguales. Que una línea de mapa no es más que una línea. Y la nacionalidad, una pura casualidad. Porque la Tierra es una sola, y dividirla, una picardía. La más de las veces, una sangrienta picardía alimentada por los fabricantes de misiles y otros artefactos persuasivos.
Pensar deberíamos que la famosa Tierra, por aire, mar y tierra, está perfectamente dotada para irse a la mismísima nada. Tengamos la crucial grandeza de considerar lo chiquitos que somos: menos que una arenita flotando en la inmensidad del cosmos. ¿Por ahora?
Rodolfo Braceli Es autor de una veintena de libros, algunos traducidos al inglés, italiano, francés y polaco; entre ellos, "El último padre"; "Don Borges, saque su cuchillo porque..."; "De fútbol somos" y el reciente "Vincent, te espero desnuda al final del libro".
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