Rembrandt, el genio que lo perdió todo
Cuando lo enterraron en Ámsterdam a los 63 años, en una tumba sin nombre, Rembrandt van Rijn había perdido todo. Vio morir a cuatro hijos, a su esposa y a su amante, además de verse obligado a vender su casa, su taller de grabado, su colección de antigüedades y la mayoría de sus pinturas para pagar deudas. Con el mismo talento que demostró para retratar las emociones ajenas supo reflejar también su propio dolor en los últimos autorretratos, cada vez más sombríos.
Atrás había quedado la fama internacional que le valieron sus primeros grabados en 1626, cuando tenía sólo veinte años. A los 26 pintó una de sus obras más conocidas, La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, y una década más tarde terminó La ronda de noche –retrato colectivo de mosqueteros, realizado por encargo–, que pertenece a la colección permanente del Rijksmuseum.
Esta última institución se unió en 2015 con el Louvre para comprar dos de sus pinturas por 160 millones de euros. En una medida sin precedente, dos de los museos más importantes del mundo acordaron turnarse para exhibir los imponentes retratos de Marten Soolmans y Oopjen Coppit.
Este año, a tres siglos y medio de su muerte, el artista holandés será homenajeado como lo que es: uno de los grandes maestros de la historia del arte universal. Entre los principales méritos que se le atribuyen figura su habilidad para crear volúmenes tridimensionales. Semanas atrás, un estudio científico reveló que para lograrlo el artista apeló a la plumbonacrita, mineral que no solía usarse en su época, para aportar mayor densidad a la pintura.
Estudios anteriores se abocaron a analizar las atribuciones de sus obras y redujeron a la mitad las seiscientas pinturas que supuestamente conformaban su legado, junto con trescientos grabados y cerca de dos mil dibujos. Como era usual entre los antiguos maestros, Rembrandt solía pedir a sus alumnos que copiaran sus cuadros, lo que sembró confusión sobre la autoría de muchas pinturas.
Más revelador aún fue el análisis de rayos X al que fue sometida Susana y los viejos (1647) hace cuatro años en un museo de Berlín: detectó pigmentos que no existían en el siglo XVII. La pintura había pertenecido en el siglo XVIII a Joshua Reynolds, primer presidente de la Real Academia de Artes de Gran Bretaña, quien aparentemente pensó que podía "mejorarla". Y puso, literalmente, manos a la obra. Reposicionó los pies de Susana, repintó la cara de uno de los viejos y retocó el fondo.
Se supo así que, incluso después de haber muerto, Rembrandt siguió perdiendo.
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