Remate
Cinco últimas ideas antes del final
En el tren de Mónaco a Ventimiglia, gemelas muy #DianeArbus viajando juntas. Peinado ídem: un broche endereza el flequillo hacia la izquierda. El pelo cae tipo escoba hasta la nuca, afeitándola. Son rechonchas. Comparten valija. Huelen como a algo… tostado. Semillas o pan o madera. Piel con pigmento a poco, ojos rajados en un azul fronterizo con el celeste. Las manos entrelazadas, de monja, sobre el esternón. Monjas. Jamones macizos y dos piecitos que flotan sin tocar el piso, bailarinas clásicas en imposible formato.
En el tren de Ventimiglia a Génova recuerdo lo que comí en Mirazur, el restaurante de Mauro Colagreco, y de lo que sentí cuando almorcé ahí, microclima de la Costa Azul (a los pies el Mediterráneo, a las espaldas los Alpes) casi pechando la frontera italiana. Piel de gallina –así podría llamarse un plato, pero no– con los tortellini de cebolla & caldo, la ostra & pera, los langostinos & frambuesas, los fideos de calamar & bagna cauda, la paloma & el risottito. De postre, ojos cerrados: “naranjo en flor”. El viaje recién empieza.
En el tren de Génova a Milán leo de un tirón las 90 páginas –un largo párrafo de adictivas confesiones à la Perec– de Autoportrait, el libro del fotógrafo Édouard Levé del que traduzco este fragmento al voleo: “Puedo entender es el fin, es el comienzo del fin, es el comienzo del fin del comienzo, es el comienzo del fin del comienzo del fin, pero a partir de es el comienzo del fin del comienzo del fin del comienzo, no escucho más que el ruido de las palabras”. O esta oración: “Me pregunto cómo dos obesos hacen el amor”.
En el tren de Milán a Padua charlo con Volker, un alemán de 78 años que viaja como mochilero por el mundo desde que tiene 17. Está encorvado por el peso de su mochila, más vieja que él. Usa tiradores marca Kawasaki, me cuenta que fue alpinista y yo le miro los ojos, verdes detrás de unas gafas remachadas con clips. Prefiere viajar solo porque detesta aburrirse acompañado. La conversación avanza en francés, que habla perfecto con tiernas anacronías, hasta que se hace humo cuando se acerca la temible controladora.
En el tren de Padua a Venecia me gusta mirarle la panza al gordo de al lado porque tiembla cuando tiembla el vagón. Mi vecina de enfrente tiene mucho pelo, menos de 5 pirulos y sueño: se llama Atena y bosteza sin parar hasta que se duerme sobre el regazo de su madre. Su madre, que se hizo amiga de tres mujeres que viajan solas y con las que habla de su marito (como Mario, en diminutivo, je). Que el marito esto. Que el marito aquello. De pronto, claro, llega el marito y todo parece estar… muy bien.