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Relojes en la Ciudad
Son más de un centenar, y no todos funcionan. Un programa intenta devolverles precisión y esplendor
Si levantáramos la vista más seguido, y caviláramos menos saltando entre charcos de agua y tanta baldosa rota, encontraríamos que en las alturas porteñas hay unos amables vigías señalando constantemente el paso del tiempo. La luz y la oscuridad son la materia prima de las horas, y ellos, con su intrincado corazón de ruedas y cadenas, las registran, a veces, con la poca energía que les queda. Son los relojes urbanos, los que están en la punta de las torres, en los frontis de coquetos edificios públicos y privados, incrustados en cúpulas de iglesias, o solitarios en el interior de espléndidas esculturas y jardines vallados.
Cuando la cartografía le dio categoría de urbe,
Buenos Aires encontró en Europa un modelo para imitar, y entonces el colmo de la elegancia fue recargar la arquitectura y completar con detalles que fueran signo de una creciente opulencia. De las fábricas más célebres del Viejo Continente se mandaron a traer máquinas fabulosas, que en algunos casos hoy son piezas paradigmáticas de la antigua relojería monumental.
Quiénes éramos y qué queríamos, de todo han sido testigos los más de cien relojes que se encuentran dispersos en los barrios y de los cuales menos de la mitad funciona. El Gobierno de la Ciudad puso en marcha un programa para relevarlos y restaurarlos. Un equipo de la Subsecretaría de Patrimonio Cultural contabilizó más de ochenta, aunque los expertos en la materia –como Alberto Selvaggi, desde hace diez años responsable del reloj de la Legislatura porteña– sostienen que, efectivamente, superan el centenar. Pero hasta el momento, el presupuesto con que cuentan alcanzó para ir al rescate de tres: el del hospital Fernández, el de la iglesia de San Ignacio y el de la Casa de la Cultura, en el ex edificio del diario La Prensa. El resto espera su turno, aunque algunos tienen la fortuna de contar con fanáticos que los cuidan. Porque como objetos, como estructuras y como iconos siguen siendo nuestras máquinas del tiempo.