Reivindicación del pantalón
Los zapatos hasta tienen prestigio bíblico. ¿Por qué no sucede otro tanto con esta prenda?Aquí, varias historias protagonizadas por ella
Qué sed. Me despierto en medio de la noche con hambre de agua; sin aviso, una reflexión me alborota la mollera. Venimos diciendo, desde hace lejos, que los zapatos se parecen al rostro de sus dueños portadores. Tienen, los zapatos, prestigio literario y hasta prestigio bíblico, decidido protagonismo en la vigilia de los indudables reyes magos. Buena, abundante prensa tienen. Fijémonos si no el revuelo que causó aquel zapatazo al hijo de Bush.
Así como llama la atención la fama de los zapatos, sorprende la no fama de los pantalones. ¿Por qué los pantalones han sido tan relegados a la hora de retratar y definir a los humanos que los llevan?
Preguntas, preguntas: ¿Quién destina el destino de los pantalones? ¿Hay un Dios desocupado que se encarga de eso? En concreto: ¿Tienen los pantalones alguna posibilidad de albedrío? ¿Corre para ellos el asunto del karma y sus traslaciones?
Camino quieto y me detengo para contar algunas epopeyas insignificantes de pantalones muy diversos.
Pantalon de doña Serafina
Andaba por su sexto hijo varón y sus treinta de edad cuando enviudó para siempre. No volvió a incurrir en matrimonio ni en nada parecido. Se bastaba, la mujer. Vivió más de noventa años, seguro, y quién sabe si no pasó los cien.
Cuando cumplió los setenta y tres fue hasta el vértice más agudo de su huerta triangular –tenía una huerta triangular, nunca sabremos por qué–, fue al vértice y allí cavó un hoyo muy hondo; adentro deshojó su libreta de identidad y la prendió fuego. Cuando las cenizas entibiaron, sobre ellas depositó su único reloj pulsera, el de toda la vida, y entonces volvió la tierra al hoyo.
Y siguió viviendo doña Serafina, sin almanaque y sin horarios; ella sucedía al compás del sol. "Cuando el sol amanece, yo con él. Cuando el sol, anochece, yo con él".
Más de noventa vivió, seguro, doña Serafina, y quién sabe si no pasó los cien.
Un día se preparó una buena ensalada de tomates con albahaca y ajo y se la comió hasta el borde mientras se mandaba un largo vaso de vino al alma. Entonces dijo: "¡Que el sol se arregle solo, y mis hijos que ya están peludos también, que se las arreglen!" Y simplemente cerró los ojos como quien apaga la luz: dejó de respirar.
Al final de su estar en la Tierra doña Serafina tenía un solo enorme pantalón jardinero. "Esto es lo que dejo a mis hijos", anotó en un papel. "Sólo esto, la huerta es del mundo y el mundo es de todos", agregó y punto.
¿Un pantalón para seis hijos?
Siete días tiene la semana: todos conformes. Un día con cada hijo, el pantalón. Y el domingo, ¡al agua y al sol y a retozar!
Sin que lo llamaran, en las madrugadas iba el pantalón de una casa a otra casa, y se depositaba en cada umbral y esperaba el despertar del próximo hijo correspondiente.
"¡Buen día, soy el pantalón!"
Pantalon del sargento Cabral
¿Qué habrá sido del pantalón de Cabral, soldado heroico?
Empecemos por el principio del final: hubo una batalla de apellido San Lorenzo, inaugural para la liberación de tres patrias, incluida la nuestra, idolatrada. San Martín, el gran protagonista, por poco se queda en la primera página de esta historia. Su caballo, alcanzado por metralla gruesa, cayó y aprisionó la pierna ¿izquierda? del futuro Libertador. Un puntano eficaz, de apellido Baigorria, interviene presto en la primera parte de la salvación: con un lanzazo baja al español que va a ultimar al General. Simultáneamente, el correntino Cabral salta de su caballo y socorre y cubre al General; mientras, recibe los dos bayonetazos que buscaban a San Martín. Es posible que Baigorria, muchacho de perfil bajo, y por tener un apellido de más de dos sílabas, le haya cedido el paso a Cabral en el peaje de la muerte gloriosa.
Lo estamos viendo: ayuda Baigorria a salvar vida tan preciosa pero, de puro tímido que es, no ofrenda la suya: se resigna a un segundo plano. Cabral es el que muere en la acción. Y dicen que contento. Y la marcha, ¡para él!
Una pregunta: a la madre de Cabral, ¿quién le avisó? ¿Algún oficial, algún fraile de labia consoladora viajó a Corrientes para decirle: Señora, su hijo Juan Bautista ha muerto por la patria salvando al que será el padre de la patria?
En este punto los historiadores se desvanecen. No hay información alguna ni en Google, ni en Mitre, ni en Wikipedia. Lástima.
Pero no hay caso, las preguntas no se resignan, avanzan a paso redoblado sobre mi insomnio. Alguien debió viajar para dar la triste gloriosa noticia a la madre del granadero. El enviado, ¿fue con las manos vacías? ¿Portaba medalla, carta de puño y letra del General? ¿Llevaba un sobre con alguna promesa de pensión de privilegio? Joder, ni un solo dato.
El Caminante Quieto no amaina, imagina sin pedir permiso: sin el menor fundamento, de pronto piensa y sostiene que a esa madre de piel seguramente marrón le llevaron, no la chaqueta, porque estaba achurada y pasada de sangre, pero sí el último pantalón del corajudo Juan Bautista. Juan Bautista, ese muchacho que seguramente nunca pronunció las sílabas de la palabra historia.
–Reciba, señora, el pantalón de su hijo de usted– le dijo el enviado.
–Es al cuerpo de mi hijo lo que yo quiero aquí.
–No podrá ser, señora, recibió sepultura en el terraplén del convento que mira hacia el Paraná.
–¡A mí me devuelven el cuerpo de mi hijo!
–Señora, comprenda usted…
–¡Dije que su cuerpo quiero aquí!
–Señora, ya han pasado treinta y ocho días...
–Treinta y ocho días y treinta y ocho noches y treinta y ocho siestas… ¡Déme de una buena vez el pantalón! ¡Y adiós pues!
La madre extendió las manos infinitamente, abrazó el pantalón y dijo con el alarido metido en un susurro: "Venga conmigo, hijo mío…"
Primer pantalon largo
¿De qué color era mi primer pantalón largo?
¿Era azul? ¿Era gris? ¿Marrón?
No, marrón seguro que no.
Entonces, ¿era azul o era gris? Era azul.
No tengo modo de confirmarlo porque la única memoria confiable sería la de mi mamá. Y mi mamá hace tiempo que se fue a respirar de otra manera.
Han pasado, qué rápido, veinte treinta cincuenta años de mi primer pantalón largo.
Era azul. No sé por qué estoy tan seguro. Era todo azul.
Pantalon del hombre fulminado
Leo a Blaise Cendrars, el maestro fundamental que reconoció Henry Miller:
"…Van Lees sufrió la muerte más espeluznante que nunca me fue dado presenciar en un campo de batalla. En efecto, al lanzarnos al ataque, un obús lo arrastró, y vi, lo vi con mis propios ojos que lo seguían por los aires, vi al apuesto legionario violado, estrujado, succionado, y vi su pantalón ensangrentado caer vacío al suelo…"
Blaise, al pantalón ensangrentado de su amigo, / eternamente lo está viendo / caer / vacío / al suelo.
Al suelo del mundo, donde los días continúan, como siempre.
Y el pantalón ahora yace / mudo / sobre la faz de la tierra entera.
Y la tierra como si nada.
Madremía, madre de Blaise, madre de Van Lees.
¡Qué vacío el pantalón vacío!
Afuera, lejos, solo, el eco de su último alarido.
(A Blaise Cendrars, hubiera yo querido preguntarle: apagado el barullo y el olor de la batalla, al pantalón vacío de su amigo, ¿fue y lo alzó? ¿Lo plegó y lo guardó en su mochila antes de que la sangre se enfriara?
¿Hizo eso o le dijo adiós van Lees y lo dejó allí / allí mismo donde cayó tan / vacío, / el pantalón?)
Pantalon de torturador
Duele la pregunta, pero no hay que bajarle la mirada. El pantalón de un torturador, ¿qué siente a la noche, al final de su jornada laboral? ¿Qué le pasa cuando está vacío de ese hombre?
¿Llora? ¿Gime? ¿Reza? ¿Se retuerce en culpas el pantalón?
Ni llora ni gime ni reza ni siente culpa: vomita.
Pero el vómito no es suficiente: ese pantalón, seguro, no pega los ojos durante las noches mientras él –seguimos hablando del hombre torturador– duerme bajo un techo que incluye a su amada esposa y a sus amados dos hijos.
El insomnio del pantalón del torturador no tiene fin, no tiene nombre, no tiene fondo. No tendrá.
Piedad para ese pantalón. Pobrecito. ¿Qué Dios lo condenó a ser justamente el pantalón de ese hombre que golpea que ahoga que asfixia que desuña que mete sal en la herida y electricidad en las venas que viola que desnuca diariamente a la condición humana, que desfonda al absurdo?
¿Qué dios con minúscula, qué Dios con mayúscula, decidió que éste fuera el pantalón que el torturador usa cada día, para ir a trabajar?
Pantalon espantapajaros
Este año los gorriones y las calandrias y sus primos del aire están insoportables.
A nuestra huerta, ellos, ¿por qué siguen viniendo si pusimos un espantapájaros?
No hay explicación. O sí la hay.
Busquemos las razones haciendo memoria: cada día abuelo Juanario se iba de su casa y de su imponente mujer y de sus sonoras cinco hijas, apenas el sol se insinuaba. Se iba al fondo, a su chacrita. Volvía siempre a las doce y veinte, para el almuerzo. En cuanto veía llegar la raya de sombra de un poste a cierta piedra con forma de silla, decía "es la hora" y después miraba su reloj de bolsillo y agregaba "no hay caso, es la hora." En las mañanas vigilaba la distribución del agua en las hijuelas, hacía alguna que otra tarea menuda, deletreaba el tiempo. Mientras, comía pausadamente un medio pan que acompañaba con aceitunas. La otra mitad la iba deshaciendo en miguitas. "Esquirlas buenas –decía–, esquirlas de harina". Justamente una esquirla de herradura le había apagado el ojo derecho en tiempos en los que pleno de juventud se llevaba el mundo por delante.
El caso es que los gorriones y las calandrias y demás primos del aire, al abuelo Juanario le conocían el olor a sudor macerado por el sol y ese hábito repartidor de migas. Cada día, a media mañana, los pájaros bajaban por las infinitas esquirlas de ese medio pan compañero, con panero. Y escuchaban la cordial proclama de abuelo Juanario:
–¡Aquí! ¡Aquí! ¡La hora de las esquirlas buenas...! Vengan, hijitos. Bajen de una vez al paraíso, que el paraíso no queda arriba. Hijitos, escuchen lo que les digo: que el paraíso queda aquí abajo…
Y las criaturas del aire le hacían caso, bajaban cada día a comer su pan de cada día, como todos los dioses mandan, en vano.
Así las cosas fueron hasta hace tres lunes, cuando abuelo Juanario se acostó a dormir la siesta y no se despertó más.
Decíamos: estos días los gorriones y sus primos del aire están insoportables.
A nuestra huerta, ellos, ¿por qué siguen viniendo si pusimos un espantapájaros?
No hay explicación. O sí la hay.
Vienen, y siguen viniendo, confianzudos, esperanzados, alegremente hambrientos, porque el pantalón enarbolado es el que usaba en vida abuelo Juanario.
Vuelven con la esperanza de recibir las esquirlas buenas del pan de cada día.
Lo que está tan claro como el agua clara, así en la vida como en la literatura, se cae por maduro: el espantapájaros es un llamapájaros.
Pantalon de quien
"Pero si siempre estaba aquí", me digo.
Durante los fines de semanas que sumadas fueron dos, tres meses yo veía al costado de un camino de campo, muy tomado por la vegetación salvaje y poco transitado, un pantalón tirado. Un pantalón sin demasiado uso, aunque con un tajo vertical atravesando la rodilla derecha.
Mi caminata hacía una pausa de minutos cada vez que llegaba al pantalón. ¿De quién habrá sido? ¿Por qué yace el pantalón justamente en esta pedregosa calle solitaria?
Después de una lluvia sostenida y caudalosa el pantalón seguía en el mismo sitio, ahora como sellado al suelo de esa orilla de camino mordida por hierbas. Había quedado con la pierna derecha, la del tajo, bastante recogida, como haciendo un 4.
Me acostumbré al encuentro con el pantalón allí y a escucharme el pensamiento en voz alta: ¿De quién habrá sido? ¿Por qué su dueño o dueña lo tiró justamente aquí?
Como por ese tiempo yo estaba escribiendo una serie de relatos sobre el destino de ciertos pantalones con destino, a aquél lo sentí latiente, talismán.
"En la próxima caminata traigo la cámara y lo fotografío". Varias veces en sucesivas caminatas me prometí. Pero el olvido.
El domingo 25 de enero de 2009 por fin no olvidé mi cámara. Hoy sí, hoy lo fotografío, me dije. Llegué al lugar.
Pero... si siempre estaba aquí. ¡Ayer mismo estaba! Miré en la zanja del costado, revisé entre los arbustos. El pantalón no estaba. Justamente ese día había desaparecido. ¿Alguien hacendoso se lo llevó para amortiguar su pobreza? ¿O será que me escuchó el propósito? ¿Intuyó que ese día yo iría con mi cámara y se fue por ahí?
Joder, ¿escuchan los pantalones lo que uno piensa?
¿O pensarán, como ciertos indígenas, que si uno los fotografía les roba un poco del alma?
¿Tienen realmente alma los pantalones?
No sé si todos: ese pantalón sí. Me escuchó, me adivinó y no quiso que mi foto le robara alma. Porque es evidente que, aparte de escuchar, alma tenía.
La última vez que nos vimos, ¿él, el pantalón caído, sabía que nos estábamos viendo por última vez?
Pantalon que continua
De pronto, me sacude el relámpago de un recuerdo. Cuando mi papá se fue a respirar de otra manera, mi madre repartió entre los hijos ropas, objetos, una bandera española que trozamos en partes iguales. Mis hermanos quisieron que yo me quedara con el Peugeot 404 modelo 69 que todavía manejo. Además, me tocó un traje marrón de poco uso y un pantalón de gabardina, beige, que mi papá usaba algún que otro domingo ya después de sus setenta. Un momento, voy a suspender la escritura de este relato. Por favor, espérenme; vengo en un minuto…
… Aquí estoy de vuelta: fui hasta la última percha de mi placard para encontrarme con el pantalón final de mi papá, que sigo guardando. En el lado interno de la cintura observé un trocito de género cocido a mano, con el número 7983. Debió quedar de la última vez que fue a la tintorería. Siete más nueve más ocho más tres… Sumo en voz alta y me da 27. Qué casualidad, mi número preferido: un 27, de noviembre, nació la Juana de mi papá.
¿Qué más hice recién? Con la esperanza de encontrar algo como una carta suya introduje mi mano en cada bolsillo. Di con un papel doblado en cuatro, escrito a mano, en el que mi papá me dice: "Si alguna vez te va muy bien en la vida, pará un poco, andá y poné la cabeza debajo del agua y lavate la cara con agua fría. Después, a meterle… Si alguna vez te va muy mal en la vida, pará un poco, andá y poné la cabeza debajo del agua y lavate la cara con agua fría. Después, a meterle…"
A ese pantalón de mi viejo, enseguida me lo voy a probar: no vaya ser que me quede como pintado al cuerpo. O sí vaya a ser.
Pantalón que continúa, como la vida. Pantalón destinado.
lanacionar