"Regalo golden retriever": el mensaje de Whatsapp que se hizo viral y me complicó la vida
Me presento: soy Elena Golden, amiga de la abuela de Malena, la madre de Jorge y prima de Mirta, sobrina de Ernesto. Se comenta por las redes que ando regalando cachorros Golden Retriever. Lo dice Juan el sodero, el chico que trabaja en el local de fundas en Olivos, Silvia, la que va a la peluquería del barrio con Marta –su melliza– y Sandra, la amiga de Roxana. ¿Qué Roxana? La madre de Rubén; un menjunje de gente que hasta hace unos días no conocía, pero ahora resulta que somos todos amigos o parientes. Sus llamados y mensajes tomaron mi teléfono hace ya cinco días y en plena disyuntiva entre reír o llorar, el único pensamiento que brota de mi mente es bien capricorniano: ojalá todos se acordaran de saludarme para mi cumpleaños, el 30 de diciembre.
Dejando de lado el drama de cumplir el día en que Buenos Aires se vacía, esta es la historia de cómo unas fotos de perritos en adopción, en menos de 24 horas se transformaron para su dueña (quien ahora les escribe) en una pesadilla al mejor estilo Black Mirror. Claro, es que el nombre y el número de celular que figuraban junto al anuncio eran los míos, pero se sorprenderían si les dijera que no fui víctima de una broma pesada ni de las fake news. Simplemente, subestimé el poder de un chat de mamis.
El mensaje y las imágenes estaban destinados a 60 familias –dos clases– de un colegio privado en San Isidro, pero a esta altura ya es de conocimiento público: no hay mejor carnada para la viralización que un par de fotos de cachorros . Después de que ese grupo de madres reenviara el mensaje a todos sus conocidos, en menos de 4 horas los golden retrievers ya estaban ubicados, pero Internet nos convirtió, a ellos y a mí, en cadena nacional de WhatsApp.
De Pehuajó a Eugania Tobal
La gira comenzó por los grupos de todos los barrios privados del conurbano hasta que alguien nos presentó en una página de Facebook para amantes de los canes. Como un trampolín a la popularidad, salimos disparados hacia Baradero, Saladillo, Junín y Pehuajó. De ahí viajamos directo a Rosario, Mendoza, Bariloche y de los Andes rebotamos hasta la llanura pampeana, donde entramos de nuevo a Buenos Aires por La Plata y sus alrededores.
Mientras tanto en mi teléfono, los indicadores rojos de notificaciones aumentaban como el contador de un surtidor de nafta; las manos me tiritaban de ansiedad y no hizo falta llamar a un médico para diagnosticarme sobredosis de estímulos digitales. Solté la droga como si fuera radioactiva e intenté trabajar, pero con el síndrome de abstinencia y el sentimiento de que la intimidad de mi pantalla personal había sido completamente violada, concentrarme era imposible. Con la esperanza de que al día siguiente la luz del sol eliminara cualquier rastro de esa pesadilla, me fui a dormir sin saber que esto recién empezaba.
Entre novecientas llamadas perdidas y más de ochocientos mensajes, esa mañana desayuné una propuesta de trabajo y un planazo con amigas que, lamentablemente, ya habían caducado. WhatsApp, el replicador número uno de noticias falsas y cadenas de información dudosa, en mi teléfono estaba fuera de control, pero denunciar mensajes como spam o restringir conversaciones con desconocidos todavía no existe como opción. En medio del caos, alguien me sugirió que empezara por limpiar mi número de Facebook y entre decenas de publicaciones apareció la de Silvia, que advertía a sus amigos de un ladrón o degenerado que, bajo mi identidad –falsa, según ella– usaba el anuncio y las fotos de los cachorros como anzuelo para bobos.
En eso saltó una ventana de conversación y apareció José de Mataderos, un seguidor de Eugenia Tobal que se había enterado de los perritos a través del Instagram de la actriz. Me falta Twitter y canto bingo, pensé en ese momento. ¿Nadie chequea los mensajes antes de reenviarlos y seguir alimentando la desinformación? Desesperada tras haber denunciado sin éxito la publicación, convoqué una cumbre de amigas y a una de ellas le encargué conseguir el teléfono de la celebrity para pedirle por favor que baje la foto con mi número. A muy pocos segundos de que sus 844k seguidores hicieran estallar la de nuevo la bomba, logré dar con ella, me contestó OK e inmediatamente lo hizo.
Por apagar un fuego tras otro, el virus me terminó borrando la cara. Desde que se desató la hecatombe, mi foto de perfil pasó a ser un cartel que dice: "NO ME HABLES, NO HAY + CACHORROS". La fuerza virtual más difícil de frenar no fueron las mamis ni los perros, fue la mera acción de tocar la pantalla para copiar y pegar un mensaje sin pensar. Lo hice yo al principio y me siguieron más de mil personas que me escribieron sin antes chequear la información. Gracias a ese gesto de aparente insignificancia, durante casi una semana, mi teléfono, lo que se suponía que era la voz y la intimidad de mi yo-virtual, se convirtió en una cámara de eco digna de un caso de estudio de antropología digital. Ahora ya sabemos: en WhatsApp las malas noticias corren, pero las buenas vuelan.
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