Recuerdos de las rojizas tierras misioneras
Un viaje inspirador –no solo geográficamente hablando– fue el que realicé en mi adolescencia a la provincia de Misiones.
Allí iba a tener la oportunidad de despuntar dos vicios: uno tenía que ver con mi amor por la lectura y, el segundo, con mi idilio con la historia. Y si a este simpático combo le sumaba la exuberante demostración de la naturaleza, ¡listo!
La posibilidad de hacer un largo viaje por las rutas de la Mesopotamia era una de las cosas que me sorprendían en mi infancia. Y así fue cuando aumentaban las distancias e iba recorriendo el margen izquierdo del río Uruguay.
A medida que avanzábamos, la ruta nacional 14 –que une la localidad de Ceibas, Entre Ríos, con Bernardo de Irigoyen, Misiones– nos señalaba las ciudades que íbamos dejando atrás en nuestro camino al norte.
El aire casi dulzón y cargado de esa típica pesadez característica de una de las regiones más húmedas del país nos acompañaba cuando abríamos las ventanillas y dejábamos que el viento nos refrescara.
Las paradas técnicas en algunas estaciones de servicio de antaño –como las que todavía podemos encontrar en algunas localidades, en el medio de la ruta, distanciadas a veces de la civilización y ubicadas en calmos parajes– le agregaban al derrotero, por lo menos para mí, de un sentido de aventura y de curiosidad.
En cada una de estas paradas me quedaba un buen rato repasando la gran cantidad de cosas que encontraba y podía pasarme horas en la sección de productos típicos tratando de encontrar algo que me sorprendiera o llamara la atención. Después descargaba toda mi curiosidad con los increíblemente gentiles dependientes del lugar, a quienes seguramente les debía sorprender las preguntas que les hacía.
Cuantos más kilómetros hacíamos, mi mente más reproducía las imágenes de películas que había visto, como Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog, que fue una de las primeras en las que había tenido un registro mental y muy visual del entorno que me iba a recibir. O La misión, de Roland Joffé, con Jeremy Irons, Robert De Niro y la grandiosa música compuesta por Ennio Morricone, que me puso la piel de gallina literalmente y que instauró en mi mente una de las postales que sí o sí tenía que admirar en este viaje: la exuberancia de la vegetación, la majestuosidad de los saltos de agua y la dura roca formando inalcanzables peñones.
Mi mente recorría los cuentos escritos por Horacio Quiroga, que me mantuvieron horas y horas despierto a la madrugada: me imaginaba siendo su protagonista, pensando en la profundidad de la selva y en la profusión de especies animales, que solo había tenido la oportunidad de conocer a través de algún viejo documental.
Totalmente capturado en este realismo mágico no podía dejar de pensar en ancianas leyendas, como aquella de la gran serpiente Boi, que habitaba en el río y que recibía como ofrendas a las doncellas, que le arrojaban para aplacar su ferocidad. Hasta que un valiente y orgulloso guaraní raptó a una de ellas y juntos lograron escapar en una canoa, salvándola del trágico final.
Cuentan que, ante tamaña muestra de osadía, la serpiente se enojó tanto que con su lomo rompió el curso del río, creando las cataratas y separando a los amantes.
Cuando al fin del viaje entrábamos en tierra misionera ya podía verla teñida de ese color rojizo o cobrizo. Una gran sonrisa dibujada en mi rostro anunciaba lo que ya tenía casi al alcance de la mano.
Hoy en día, después de tanto tiempo pasado y de tantos viajes realizados, cierro nuevamente los ojos y sigue siendo este uno de los enclaves mas increíbles del mundo, uno de los recuerdo mas tangibles de mis primeros años aquí.
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