RECUERDOS DE LA GUERRA
Discretos y prudentes hasta la exageración, los combatientes japoneses de la Segunda Guerra Mundial radicados en la Argentina rompen después de medio siglo su silencio y narran algunas de las terribles experiencias que debieron vivir
El ejército japonés que participó en la Segunda Guerra Mundial era una sencilla y funcional máquina de guerra. Para la mayoría de sus combatientes, desde el mismo momento en que partían al frente la muerte no sólo era una posibilidad, sino un destino. No todos los soldados nipones, sin embargo, y pese al empeño puesto en hallarla, encontraron la muerte en el campo de batalla. Heridos, hospitalizados o capturados en la caída final del Imperio Japonés, algunos llegaron a la Argentina, uno de los pocos países que les permitió la entrada. La mayoría guardó discreto silencio sobre sus experiencias de guerra.
A 53 años de la rendición nipona, Kazuomi Takagi (de 72 años), veterano periodista de La Plata Hochi, sonriente, de pelo canoso y baja estatura, educado hasta la exageración y con cierto aire de profesor distraído, recuerda su participación en la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces, era un joven estudiante universitario de 19 años. Transcurría 1943, y las derrotas en distintos sitios originaban la falta de soldados para enviar al frente. "El gobierno japonés movilizó a todos los jóvenes, aun a los que estábamos en carreras universitarias. Mandaban en primer lugar a los de las provincias, que era mi caso.
"Antes de partir al frente -dice Takagi-, los amigos y parientes vinieron a despedirme la noche anterior y me hicieron una comida especial. Comimos, cantamos y tomamos juntos. Al día siguiente, me acompañaron hasta la estación de tren. En la comitiva había habitantes de mi pueblo a los que no conocía. Todos vinieron a decirme adiós. Antes de subir al vagón se realizó una peculiar ceremonia, el Shussei, por la que se nos colocaba una banda roja y saludábamos a todos por última vez, porque a partir de ese momento estábamos destinados a morir. Uno ya está muerto de antemano cuando marcha a la guerra." Takagi no tuvo tiempo de recibir mucho entrenamiento militar y enseguida fue enviado al Estado títere de Manchukuo, ubicado al nordeste de China, para integrarse al ejército japonés acantonado en la región. Allí pasó los dos últimos años de la guerra, apostado en la frontera entre Siberia y Manchuria, a poca distancia de las tropas soviéticas, a las que veía cavar pozos defensivos en su sector.
Gracias a sus conocimientos de ruso, Takagi fue incorporado a tareas de inteligencia, obligado durante seis meses a perfeccionar este idioma en la ciudad de Harpin. "A la noche volvía al cuartel -recuerda- y había allí un oficial japonés graduado, experto en ruso, que me tomaba la lección de lo aprendido. Me hacía hacer conjugación de verbos. Siempre tenía un látigo en la mano y me pegaba en la cara si me equivocaba. Le tenía mucho miedo y aprendía rápidamente. De lo contrario, terminaba con la cara hinchada."
Claro que las penurias de Takagi no concluirían con la práctica de ruso. Además de tareas de inteligencia y de escritorio, debió enfrentar cara a cara a las guerrillas norcoreanas dirigidas por el temible Kim Il Sung (1912-1994), una auténtica guerra sucia en la que nadie daba ni recibía cuartel.
"Yo me arrepentí pronto de haber entrado en Inteligencia. Nuestro trabajo era la traición, y sólo eventualmente le veíamos la cara al enemigo en combate frente a frente. Se cometían crueldades con el enemigo, y ellos las cometían con nosotros. Yo no soy militar de carrera, era un intelectual, un universitario. Siempre tuve el dilema de si antes de japonés debía ser humano o antes de humano, japonés. Me tocó enfrentarme varias veces al grupo del futuro líder comunista coreano Kim Il Sung, que se especializaba en asaltar bancos. Kim tenía fama de ser muy buen tirador, y siempre usaba dos revólveres en la cintura, como el vaquero John Wayne."
En los últimos días de la guerra, en julio de 1945, Takagi recibió la orden de regresar a Tokio para ingresar en una escuela de espionaje, donde recibiría entrenamiento como alto oficial en el área.
"Eso me salvó la vida -rememora-. Todos mis compañeros de unidad murieron cuando los rusos invadieron Manchuria. Yo marché a Corea del Norte, hasta el puerto de Rasin, frente al Mar de Japón. Allí me embarqué en un barco de carga que transportaba en sus bodegas material de guerra. El mar estaba lleno de submarinos norteamericanos, así que al subir a bordo el capitán me dijo: No garantizo su vida, porque en cualquier momento el buque puede recibir un torpedo. Tuve que viajar en la bodega, completamente a oscuras, escuchando los crujidos del barco y esperando en cualquier momento la llegada de los torpedos enemigos. Cuando al fin me permitieron subir a cubierta, era un lindo día y yo le sentí gusto al aire. Porque parece que el aire no tiene gusto, pero en la bodega siempre se sentía húmedo. Llegamos a la isla de Sado, al norte de Japón. Cuando bajé al puerto, me recibieron mujeres de uniforme y me llevaron a un colegio para descansar. Allí me sirvieron lo que para mí fue un verdadero manjar: arroz común. Probar otra vez la comida japonesa fue reencontrarme con la vida."
Takagi fue llevado a la escuela de espionaje, ubicada en una pequeña montaña en cuya cima sobresalía un derruido templo. Allí lo dejaron a la espera de los acontecimientos. El 6 de agosto recibieron la noticia de que una bomba había sido arrojada en Hiroshima. Recuerda Takagi que un diario japonés tituló por entonces, lacónicamente: Nuevo tipo de bomba cayó sobre Hiroshima. Poco daño. La información sobre el suceso se filtraba por cuentagotas para evitar el pánico.
"El 15 de agosto -recuerda- fue un día tranquilo en el que no había nada especial en qué pensar. Sabíamos, eso sí, que tendríamos que morir por Japón. No había ningún problema en hacerlo. Existía la creencia de que si caíamos prisioneros de los norteamericanos nos esclavizarían, convirtiendo a las mujeres japonesas en sus concubinas. Por esos días teníamos un hambre bárbaro porque faltaba comida en todo Japón, que era bombardeado constantemente por los aviones aliados. A nosotros nos quedaban pocas provisiones en el templo, así que teníamos que salir a robar víveres en las casas de los campesinos, que tenían plantaciones de tomates. Si nos agarraban saliendo del cuartel nos castigaban, pero el hambre era más fuerte.
"Justo el 15 (cuando se rindió Japón), yo había robado tomates, que había enterrado, como lo haría un perro, para que no me castigaran. Cuando llegué al templo todos los soldados estaban reunidos en un patio muy grande, escuchando en silencio en la radio la voz del emperador. Todos estaban con la cabeza baja, así que me ubiqué dentro del grupo sin inconvenientes. Un compañero me dijo que el emperador había anunciado que habíamos perdido la guerra. Me di cuenta de que todos lloraban, el comandante también. Yo en cambio, y eso era lo curioso, no sentía ni angustia ni desesperación, solamente alivio porque nadie prestó atención a los tomates que había robado."
Diez soldados tomaron finalmente la decisión de abandonar el lugar. El comandante les indicó que podían hacerlo, pero que no tenían el derecho de utilizar en su marcha el uniforme japonés. Así que debieron alejarse en calzoncillo y camiseta. "Cuando al fin llegué a mi casa -rememora Takagi-, entré por la puerta de atrás. En la cocina estaba mi mamá, que como era una mujer oriental sólo dijo: ¿Volvió? Cuando intenté subir a mi cuarto agregó: Un momento, no suba, puede estar lleno de piojos. Primero hay que bañarlo. Traigo agua caliente y después que lo bañe sube a la cama. Eso fue todo, así terminó la guerra para mí.
Hidemitsu Oshiro (nacido el 5 de noviembre de 1920, en Okinawa, que llegó a la Argentina en octubre de 1950 en un barco holandés) es, a los 77 años, un prestigioso líder de la Comunidad Okinawense en la Argentina.
A los 22, justo en el momento en que hacía el trámite de inmigración para viajar a la Argentina (donde lo requería su padre), Oshiro recibió un muy distinto tipo de requerimiento. Fue convocado por el ejército japonés para ir al frente de batalla, en septiembre de 1941. Empezó su carrera militar en Corea y Tailandia, hasta que el 24 de mayo de 1943 fue trasladado a uno de los más horrendos escenarios de la Segunda Guerra Mundial, la jungla birmana.
Allí, las tareas del regimiento en el que revistaba Oshiro consistían, primordialmente, en impedir el envío de materiales bélicos a las tropas de Chian-Kai-Shek, a través de la ruta que iba desde Birmania hasta el sur de China. Un año después, el infortunado Oshiro debió ser internado en un hospital militar, ya que padecía disentería, una habitual plaga para los ejércitos de la zona. "La vida en la jungla -recuerda Oshiro- era terrible. Padecíamos constantes ataques de insectos, fieras y la amenaza de terribles enfermedades como la malaria y el kakke (beri-beri)." Oshiro, sin embargo, empezó cuando el comandante japonés Renya Mutaguchi ordenó el inicio de la arriesgada ofensiva de Imphal (1943-1944), denominada también como la Marcha hacia Delhi, y que estaba dirigida contra las tropas inglesas que defendían la frontera de la India. Tras la terrible batalla, que se extendió por 8 meses y terminó en seria derrota, vendría el repliegue. "Así comenzó una retirada infernal -recuerda Oshiro-, sin comida y sin agua, siguiendo caminos que no lo eran, dentro de la selva montañosa, buscando constantemente refugio ante el ataque de los aviones enemigos que nos
perseguían. El otro enemigo -rememora- fue la lluvia torrencial. Los ríos se convirtieron en imparables torrentes de 400 o 500 metros de ancho. Muchos soldados nipones, así, perecieron en la retirada empujados por la corriente. Para cruzar estos ríos, nuestros hombres, ya totalmente agotados, tenían que tirar los fusiles y hasta las pulseras, porque les pesaban en el agua y los hundían. Muchos camaradas, imposibilitados de seguir la larga marcha, o estando heridos y enfermos, terminaron suicidándose con una granada. A otros, se les daba una muerte piadosa, aunque muchas veces ellos no la querían. De lo contrario quedaban en el camino, abandonados a su suerte. Todos pensábamos sólo en nuestra propia existencia, no teníamos ya fuerza como para que nos importara el destino de los otros."
En una ocasión, se quedó dormido en la selva, y en el sueño se le aparecieron su madre y su hermana, a las que no veía desde la movilización. Posteriormente, se enteraría de que ambas habían muerto para esa fecha, víctimas de los ataques aéreos sobre Japón.
En la retirada, Oshiro recuerda: "No sabíamos en qué día vivíamos. Habíamos perdido completamente el concepto del tiempo. Así recibimos la noticia de la rendición de Japón. Dudamos por un instante, aunque pronto supimos que era verdad. Sentí profunda tristeza entonces, pero, al mismo tiempo, una sensación de alivio.
"Fuimos capturados por las fuerzas inglesas, y permanecí en un campo de concentración hasta el regreso a la patria. Casi un año nos dedicamos a realizar trabajos forzados, construyendo viviendas para los soldados británicos. El trato que nos brindaron los ingleses fue bueno y humano, sobre todo en comparación con el que daba el ejército japonés a sus prisioneros. No hay nada de qué quejarnos al respecto".
Los soldados japoneses, muy frugales y duramente disciplinados en el frente de combate, contaban casi como único solaz con las prostitutas contratadas por su país para entretenerlos. "Es cierto que los soldados japoneses recibían la atención de prostitutas -señala Oshiro- contratadas por el ejército nipón. El contrato se hacía entre la empresa que regenteaba el prostíbulo y el ejército. Las mujeres tenían que atender a 30 soldados de una sola vez, pero aceptaban la carga, convencidas de que éste también era un servicio para la patria."
Al respecto, Takagi recuerda con humor: "Cuando llegaban las prostitutas (que en su mayoría eran japonesas), nos formábamos en una larga fila, y cada uno, al llegar ante la mujer que le tocaba en suerte se cuadraba, hacía la venía y daba su nombre y grado. A mí, recordándolo después de tanto tiempo, me sigue dando risa la escena".
Yoshiie Nakamura nació frente a Rusia, al norte de Japón, en la isla de Hokkaido, el 4 de septiembre de 1920. A los 77 años, su pose erguida disimula el encorvado metro cincuenta de estatura, y su esmirriada figura de no más de 50 kilos conserva de la guerra una herida en la espalda.
Es el único sobreviviente de siete hermanos, el último heredero de la vocación militar de cinco hijos varones, todos oficiales del ejército japonés, que murieron durante la contienda. Cuando Japón entró en guerra con China, a los 14 años, y pese a su endeble físico, Nakamura ingresó como cadete en la Escuela de Aviación Militar.
"El aprendizaje fue muy difícil. Si yo me equivocaba, el maestro corregía el error para que no nos viniéramos abajo. Pero al bajar a tierra recibía una penitencia. Debía correr varias veces de una punta a la otra del cuartel. Muchas noches apagaba la luz de mi cuarto, y dentro de la cama, tapado, estudiaba iluminándome con una linterna para no atrasarme." Su aprendizaje se aceleró a la fuerza con los ataques aéreos realizados por los aliados contra las fábricas de aviones japonesas; la producción de éstas bajó, y se empezó a atacar al enemigo con poca cantidad de aeronaves, con la técnica de los kamikazes. La marina primero solicitó voluntarios. Después se impartió la orden de reclutarlos. Nakamura fue kamikaze hasta los 25 años, hasta el final mismo de la guerra. "Matar acorazados, atacar cuerpo a cuerpo era lo seguro -se entusiasma-. Cada mañana nos formábamos y saludábamos frente a una mesa larga, tomando sake y comiendo en honor del emperador y la patria. Todos estábamos plenamente conformes con la decisión de morir luchando como kamikazes."
Nakamura había aprendido la técnica de atacar los blancos enemigos con el avión en 45, en 60, y en 90 grados. Llevaba 800 kilos de bombas, volando a 4000 metros, luego a 2000, y descendiendo hasta los 800 metros para bombardear. Arrojaba entonces cuatro bombas de 200 kilos cada una. Aunque estaba decidido, como todos sus camaradas, a estrellarse contra la flota enemiga, para hacerlo necesitaba la orden de su comandante de vuelo. Por uno de esos azares de la guerra, esa orden nunca le llegó.
Nakamura peleó en la Segunda Guerra Mundial desde los primeros días, desde las primeros combates aéreos. Como un hijo del viento divino (éste es el significado de la palabra kamikaze) atravesó con sus bombarderos, Ki-21, Ki-30, Ki-67 y Ki-49 los cielos de Filipinas, Birmania, Malasia, Singapur y Tailandia.
Niega categóricamente haber participado en ataques aéreos contra la población civil en China, Filipinas, o en algún otro frente. Sí tomó parte en algunas de las grandes batallas aeronavales de 1942, como las del Mar del Coral y Midway. "Todas las batallas fueron grandes -corrige-. No hubo chicas. Concentrábamos los ataques en grandes objetivos. Las operaciones eran conjuntas entre las fuerzas. Atacábamos las ciudades importantes en línea, una tras otra." Al finalizar la guerra, conversando con aviadores enemigos, cayó en cuenta de que entre tantos choques aéreos había combatido en China contra la legendaria escuadrilla norteamericana de los Tigres Voladores del coronel Chennault. "Parece que fue así -ratifica-, en aquel tiempo eran asuntos secretos. Nosotros peleábamos sin saber que era contra los Tigres Voladores. Nuestra misión era sólo atacar. Despues de la guerra me enteré de que había peleado contra los pilotos de Chennault."
Mantuvo innumerables enfrentamientos en los cielos contra los clásicos aviones norteamericanos Mustang y Corsair, y con los cazas ingleses Spitfire y Hurricane. Midió sus habilidades desde las alturas. El Spitfire, según recuerda Nakamura, era más rápido que el Hurricane, pero éste también se imponía por su capacidad de combate. Su temor fue equitativo. "Los aviones norteamericanos y los ingleses siempre eran fuertes. Todos teníamos en realidad parecido poderío. Nuestros aviones de caza Cero-Sen (en todas sus variedades), y los P-47, P-51 y P-40 del enemigo. Cada cuatro o cinco meses de combate, cada bando debía cambiarlo todo. Después de observar en acción al enemigo se arreglaba el alcance de disparo de las armas, y la velocidad de los aviones."
Nakamura derribó a más de 20 pilotos enemigos, y fue él mismo derribado en un similar número de ocasiones. Su paracaídas se posó entonces en las junglas de la frontera de Birmania y la India, en Malasia, en Indonesia. Padeció todas las miserias de la vida en la selva, desde las sanguijuelas hasta las fiebres tropicales. "Cuando caía en la selva -relata- debía caminar semanas calculando la distancia por el sol. Conseguía agua de la corteza de los árboles y comida de las plantas y raíces que podía encontrar. A la noche, me ataba con la soga del paracaídas (había que atarla muy bien porque el nylon era muy elástico y se corría) a los árboles para que no me comieran los tigres de Bengala o los leopardos. Abajo, en el piso de la jungla, los soldados heridos se suicidaban para no ser devorados por estas fieras."
La rendición de Japón lo sorprendió en la ciudad de Osaka. "Escuché la voz del emperador diciendo: Terminó la guerra. Fue un gran golpe al corazón. Yo quería pelear hasta morir. Como kamikaze no tenía opción, ése era mi deber." Casado durante el conflicto con una enfermera de la Cruz Roja, diezmada su familia por la guerra, Nakamura regresó a Hokkaido para terminar la carrera de técnico avicultor. Un amigo de su padre, que vivía en la Argentina, en Escobar, lo recibió en 1955, luego de un viaje de 60 días en barco. Vivió en Entre Ríos y Buenos Aires, radicándose, por último, en las sierras de Córdoba.
Durante la Guerra de Malvinas, Nakamura estuvo dispuesto a pelear por la Argentina como piloto. Pero su mujer sufrió una enfermedad terminal que lo obligó a desistir de su idea y a viajar a Japón. Desde que terminaron los combates, tiene un sueño: "Me encuentro con mis ex compañeros aviadores, mis amigos. Yo les pregunto si terminó la guerra, y ellos me contestan que sí". Pero como delatan su mirada y sus recuerdos, para Nakamura la guerra nunca terminará del todo.
Nieblas del Riachuelo
Hijo único, desde su niñez Kazuomi Takagi soñaba con ir al extranjero. El tiempo pasó. Japón había perdido la guerra. Takagi volvió a una ciudad en ruinas, y a la Universidad para terminar la carrera de Ciencias Económicas. Sin trabajo, con Japón ocupado por los aliados, la salida no sería fácil. Sin embargo, un país le abriría las puertas. Era la Argentina de Perón. Aprovechó esa única oportunidad antes de que pudiera hacerse realidad su persecutoria idea del comienzo de la tercera guerra mundial .
Su madre le había dicho que su padre había muerto. A los 6 años, Takagi fue a cortarse el pelo con un muy amigo de éste. "¿Usted quiere ver a su padre?", le preguntó el peluquero. "¿Cómo lo puedo ver si no vive?", respondió Takagi. "Está ahí", dijo el confidente señalando un punto en un borroso mapa donde justamente se destacaba la Argentina. Takagi no le dio demasiada importancia a la observación en ese momento. Tampoco se lo comentó a su madre. En cada Navidad ella le pedía que colgara una media en la puerta de su cuarto para que le trajeran regalos. Una mañana de Navidad, en la cabecera de la cama, un disco de pasta escrito en un idioma incomprensible sobresalía entre los presentes del pequeño. Decía: Tango Argentino.
Después de la guerra, Takagi volvió a la vieja peluquería. Su confidente le comentó esta vez que su padre había escrito una carta, en la que quería saber si su hijo había sobrevivido al conflicto. Takagi le pidió al peluquero que le escribiera en su nombre.
Durante los años de la posguerra, madre e hijo recibieron periódicamente una encomienda a través de una agencia norteamericana, conteniendo jabón, azúcar y todos los otros artículos indispensables en esos azarosos días. Por fin, ante la última evidencia del padre con vida, se sinceraron mutuamente.
"Es joven y quiere ver el mundo, es una gran experiencia que le servirá mucho para formar su personalidad. Llámelo desde su país que no lo va a molestar", fueron las palabras del mensaje que envió la madre de Takagi a su padre en la Argentina.
En 1951, por fin, Takagi llegó a Buenos Aires. Tenía 26 años y pensaba que conocería en nuestro país al gaucho romántico del siglo pasado: "Cuando llegé me sentí defraudado, en la ciudad había demasiados adelantos. No pude ver ningún gaucho a caballo".
Su padre lo recibió con una pieza alquilada en Barracas, y conoció a sus tres pequeños hermanastros. En una de sus primeras mañanas porteñas, a orillas del Riachuelo, sentado en un boliche de La Boca, mientras tomaba café y contemplaba el río rememorando la melodía de viejos tangos, un mozo se acercó y le señaló a Juan de Dios Filiberto, acodado en la barra.
La confitería Richmond fue el imán de su segundo encuentro personal con el mundo del tango. Durante una pausa del espectáculo musical, Takagi se presentó ante Aníbal Troilo. Meses después, el recordado Pichuco y tres de sus músicos lo visitaban en su cuarto de Barracas para el día de su cumpleaños.
Habían pasado sólo tres años de su desembarco en la Argentina y el tango seguiría protegiendo sus pasos. Una casa en Palermo Chico fue testigo de su visita a Francisco Canaro. Takagi había ido allí como traductor de un periodista japonés, admirador del maestro Canaro.
Takagi, además de licenciado en Ciencias Económicas, es periodista (desde 1964 trabaja para la RAE, en Radio Nacional y en el diario La Plata Hochi) y se ha desempeñado como actor en cada película argentina que requiere un personaje japonés, desde Plata dulce hasta Exterminators II.
"Recuerdo que a los 13 años me gustaba la música de Occidente, preferentemente la popular. Cuando ingresé en el colegio secundario, un compañero me dijo: Takagi, vení, mirá, conseguí un disco extraño. Era uno de pasta, de 78, que en inglés decía Argentine tango. En la tapa había un barbudo vestido de negro sentado delante de un fuego y chupando algo que pensé que era una pipa de opio. Los fuertes acordes me cautivaron. Ahí empecé a pensar. Qué país será la Argentina que produce una música tan personal..." Una pregunta que Takagi se respondió tan bien que terminó por convertirse (aunque con ojos rasgados y tantos años después) en un porteño más.
Texto: Ernesto G. Castrillón y Luis Casabal