Recuerdo mientras escucho a la Piaf: un amor francés entre poesías y acuarelas
Ciertos amores que comienzan en París burbujean a través de los años y los recuerdos, legando lo que parece ser una misma luz alegre del tiempo que los abrazó, entre reflejos luminosos, lazos y espera. Sin paciencia no hay ternura; o sin sombras, con ánimas de intima clandestinidad.
Nuestro amor –fue afecto– de espárragos, alcauciles y dulceta, que llenaban todos los días nuestros canastos en los puestos del Marché des Enfants Rouges, entre la miel de lavanda, los vinagres de borgoña y la ilusión de las dos bicicletas que corrían por el Bois de Boulogne extasiadas de vida e ilusión. Siempre sentíamos ganas de pedir un día más de solo nieve como una ofrenda a nuestro amor que parecía haber sido hilvanado en las márgenes de la Rive Gauche, cerca del museo Rodin. Las noches terminaban en un sillón de bar donde ella tocaba el piano, mientras yo tomaba Armagnac.
Todo parecía estar tutelado por las travesuras de las farsas de alcobas francesas dadas por una sociedad permisiva, con las celebradas y mundanas cocottes, cuando antes de 1948 aún existían las casas de tolerancia y cabarets. Un reconocido hacer de lustres parisinos, tildados savoir faire y savoir vivre. Todo parecía extenderse hasta el tradicional Cinq à Sept, horas tardecinas intervenidas entre el trabajo y el hogar para la visita de amantes.
Sus rasgos eran como jardines y parecían sembrados por el tiempo, las estaciones y las brisas de flores. Sus facciones, pechos y muslos eran tan bellos como el espacio que unía el pubis con su ombligo: una playa de arena fina y empapada, al tocarlo sentía un insaciable deseo, siempre cortejado por la saliva de sus besos.
Era ambigua, parecía tener siempre un sí-no en el borde de sus labios, henchidos de besos. El azar regió su vida como el dado cargado que siempre daba seis. Lo llevaba con ella como símbolo de fortuna, era de madera de ébano, decía que sin querer se lo había guardado en el bolsillo una noche de juegos en París, que había terminado conmigo en una habitación de hotel iluminada por velas y canciones de Françoise Hardy e Yves Montand.
Cuando caminábamos, los jardines parecían solo verdes con enormes hojas, o a veces como valles de flores. Agrado y júbilo. Caminar con ella era una licencia de gloria. Sábados y domingos leíamos Le Monde sentados en las sillas de la fuente del jardín de Luxemburgo tapados con la manta, mis dedos dentro de su bombacha, tomando té, soñando con viajes imaginarios.
De día, sentados en los cafés, nos leíamos poesías al oído y escribíamos o pintábamos con acuarelas las servilletas de papel, que al mojarlas con el pincel de rojo, parecían explotar en círculos asimétricos. Ella se reía cuando le decía que aquellos círculos eran sus orgasmos y que a través de sus lujuriosos jadeos se expresaban las plantas, los animales y los bosques. Comprábamos libros, lápices y flores. Para caminar nos envolvíamos los dos en una enorme y fina frazada de lana y nos reíamos al sentir que teníamos como un mismo cinturón atado a nuestras caderas. Estábamos tan juntos como libres. Ella me enseñó que se puede amar a más de una persona a la vez, decía que nuestros corazones siempre albergarían otros amores y que solo ellos nos harían permanecer juntos siempre.
Esta noche, mientras la recuerdo escuchando a la Piaf con los ojos nublosos de ayeres, cocino otra vez sus tiernos alcauciles del amor con tomillo en flor.