Ocurrió el 26 de septiembre de 1988 en el viejo aeropuerto de Ushuaia; el Boeing 737-287 ingresó a la pista con exceso de velocidad y, debido a los fuertes vientos, terminó zambulléndose en la bahía; las imágenes de aquél día y el testimonio de alguien que lo vivió de cerca
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Para la foto, el clima era óptimo: el cielo despejado, algunas nubes perdidas. No había ninguna señal de tormenta aquél 26 de septiembre del ‘88. Pero, vale la pena aclarar: la meteorología era agradable sólo para la imagen. En la realidad fluía un viento enérgico, cruzado, de oeste a este, como es habitual en la provincia de Tierra del Fuego. El Boeing de la aerolínea de bandera hizo la aproximación “como indica el manual” pero, de todas maneras, se precipitó sobre el Canal de Beagle. Terminó quebrado, partido por la mitad. ¿Qué pasó? “Ingresó con demasiada velocidad”, dijeron. El avión se detuvo en una zona de baja profundidad y no llegó a sumergirse. Pero quedó inutilizable: días después fue removido por una grúa.
Fue uno de los incidentes más memorables que tuvo la compañía, quizás por la imagen insólita de la nave flotando, quizás también por el hecho milagroso de que no se haya hundido y todos los pasajeros hayan podido evacuar a tiempo...
No era la primera vez. Aquella pista (que hoy es utilizada por el Aeroclub Ushuaia) había sido escenario -y motivo- de otro incidente, en 1986, en esa ocasión protagonizado por un avión Fokker de Aerolíneas. Su angostura, más la desventaja de recibir constante viento lateral y sus escarpados bordes, la transformaban en un desafío para la aviación mundial (también en un peligro innecesario).
El despiste estimuló la construcción de un nuevo aeropuerto en la zona, aunque no ocurrió inmediatamente: tuvieron que pasar siete años. Y, si bien esto resultó una mejora notable, puesto que la nueva pista mira hacia el Oeste, esto no llegó a ser una garantía: cabe recordar el famoso video de un Airbus A340 aterrizando prácticamente de costado como resultado del fuerte viento ladero.
El vuelo AR648 cubría la ruta Aeroparque-Ushuaia, aunque con paradas en Bahía Blanca y en Río Grande. En esa época era normal que esa empresa fuese abotonando la costa patagónica de esa manera. Ya en el último tramo, el descenso comenzó sin inconvenientes, aunque el factor viento crecía a medida que el aparato se acercaba a tierra. El primer contacto con el aeropuerto local había sido a las 11.20, cuando la velocidad del viento era de 22 km/h (según datos del sitio aviation-safety.net). Minutos después esos dígitos se duplicaron, llegando hasta los 37 km/h y rotando unos 160 grados. A las 11.36 aterrizó con demasiado impulso: en vez de moverse a 237 km/h (la rapidez indicada) arribó a 259 km/h. Rebotó violentamente contra el asfalto y se desvió.
Se destrozó instantáneamente, aunque la historia tiene un ángulo positivo: no hubo víctimas fatales. No obstante, hubo varios heridos de distinta gravedad entre las 62 personas que iban a bordo. Se evacuó por la puerta delantera izquierda y por la ventana del mismo lado. Los pasajeros salieron hacia la orilla, apenas mojándose, según recuerda para LA NACIÓN Roberto Gaineddu, empleado de la empresa en aquél entonces. Gaineddu llegó a la ciudad fueguina en el avión siguiente, en el cual ejercía de comisario de vuelo. Fue él quien tomó la imagen del artefacto flotando sobre el mar helado. “Fuimos a dar una mano apenas aterrizamos”, dice.
Los toboganes que no se abrieron
Según Gaineddu, idealmente se habrían inflado los toboganes que salen desde las puertas, “pero el golpe inicial hizo que fallaran”.
No se consideró abandonar la máquina por el lado derecho porque ahí yacía inmóvil una pasajera que presentaba una fractura complicada. No se consideró, tampoco, usar las puertas traseras, ya que el manual de Boeing indica que no se debe proceder así si un avión está bajo agua. Por demás, abrirlas habría llenado el fuselaje de agua en cuestión de segundos. Todo el proceso fue dirigido por sólo dos de los seis tripulantes (cuatro estaban seriamente lastimados). Uno de ellos es Patricia Yurgel, subcomisario de vuelo en aquella ocasión. Yurgel, en 2022, todavía trabaja en Aerolíneas.
“Cuando el avión tocó la pista, hasta que paró definitivamente en el agua, pasaron 22 segundos. Son 22 segundos que parecieron toda una vida, donde uno piensa ‘me voy a matar’. Cuando el avión paró en el agua, recién ahí me di cuenta de lo que estábamos atravesando”, le dijo Yurgel al medio Data Clave hace algunos años.
Yurgel sufrió fracturas en siete costillas y tuvo que ser intervenida quirúrgicamente por una infección nacida en el lugar de la herida. Patricia (o “Pata”, como la conocen en el rubro) también es instrumentadora quirúrgica. Socorrió al copiloto, quién había quedado inconsciente tras haberse golpeado la cabeza. Deslizó hacia atrás el asiento y lo levantó, llevándolo a él hacia la puerta. El copiloto había perdido mucha sangre. Esto último causó que Yurgel lo auxiliase sola, ya que el comisario del vuelo estaba en estado de shock. Sus heroísmo le valió el reconocimiento de todos sus colegas.
Un aterrizaje muy incómodo
“La operación no era riesgosa, pero sí era límite por la longitud de la pista y por el tipo de acercamiento”, describe Gaineddu al acercamiento a la vieja pista de aterrizaje de Ushuaia. Normalmente, los aviones aterrizan y despegan en contra de viento. Siempre. Aunque allí, la pista corría de Norte a Sur, de modo que el viento usualmente soplaba desde un costado. A eso se le sumaban las dificultadas topográficas: “Si llegabas de un lado, tenías que dar un giro bastante pronunciado, un vuelo bajo sobre la ladera de la montaña. Desde la otra punta había unas antenas muy cerca del aeropuerto. Una vez un piloto me dijo «les pasamos muy cerquita»”, agrega Gaineddu.
A la pista se la comparaba con un portaaviones: tenía agua en ambas puntas y era relativamente angosta. Antes del incidente, ese aeropuerto no contaba con sensores de viento; después, fueron instalados. “Se le pone un sensor de viento especial para ver si el avión podía aterrizar o no. Así los pilotos podían saber si el clima estaba arrachado o no. Cabe destacar que vos aterrizabas ahí después de haber cruzado la cordillera de los Andes. Había mucha turbulencia entonces”, suscribe Gaineddu. “Todo estaba dentro de los límites de seguridad. Pero estaban en el límite...”.
Después de la evacuación, el avión fue pintado de blanco para proteger la imagen de la compañía. “Se hace eso porque hay una reglamentación internacional que dice que le tenés que tapar el logo y los colores. Ellos lo pintaron completamente. Es para que no se sepa qué avión fue, puesto que muchos repuestos del mismo pueden ser vendidos (en caso de estar en condiciones)”, explica Gaineddu. En la cabina, prácticamente ningún asiento quedó en su lugar. Además, todos los bins (los compartimentos donde se guarda el equipaje de mano) se abrieron, producto del golpe con la pista. Todo lo que iba guardado en la bodega subió, dado que el techo que la separa con la cabina se partió.
En la entrevista con Data Clave, Yurgel contaba que temía que algún pasajero se hubiera deslizado, terminando en el fondo del agua”. También describía: “En lo personal nunca sufrí emocionalmente la situación, siempre estuve preparada para situaciones límites y esta no fue una excepción”.
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