Cuando Santiago Donati estaba en primer grado, a la maestra se le ocurrió preguntar qué hacían los abuelos de cada alumno. "Mi abuelo caza leones", dijo él con voz firme. Esa misma tarde, la señorita llamó a la mamá para decirle que sería mejor observar al niño porque inventaba historias.
Lo que la maestra no sabía era que su abuelo, Aureliano Pilín Leyenda, vivía en una estancia de 30.000 hectáreas y que, sí, claro que cazaba leones, como llaman en la Patagonia a los pumas, si se metían con su majada.
Hoy Santiago está cerca de los treinta y cuenta la anécdota mientras subimos un cerro frente al casco de la estancia La Maipú, donde vivía su abuelo, y que desde la temporada pasada el nieto reabrió al turismo. Después de atravesar el bosque de lengas, con orquídeas silvestres y barbas de viejo en suspensión, son unas dos horas de subida empinada. Si tenemos suerte, dice, veremos cóndores. También podríamos ver un puma que, por supuesto, no cazaríamos.
–¿Qué más te acordás de tu abuelo?
–Me acuerdo que siempre me mandaba a hacer algo. Me pasaba todos los veranos acá; en esa época ya se había esquilado entonces lo ayudaba a arreglar alambres, a hacer el rodeo. Había como diez mil ovejas en el campo.
El pico del cerro La Condorera está a 1.300 metros y a medida que trepamos el bosque queda atrás. Los últimos metros son de pedregullo y algunas lengas que resistieron el viento y se desarrollaron enanas y, ahora coloradas, por el otoño incipiente. En la cumbre se despliega una geografía poco explorada de nuestro país: el lago San Martín, la península Maipú, la península Chacabuco y, a lo lejos, el límite con Chile. Al lago San Martín lo descubrió y nombró el Perito Moreno en 1877: los accidentes geográficos que lo rodean llevan nombres de la gesta sanmartiniana. Eran –y todavía son– tierras deshabitadas.
La Maipú está a 280 km de El Calafate y los últimos 100 son de ripio. Desde donde estamos ahora, rodeados de precipicio y cañadones hondos, se siente lo remoto. De lo que sea, estamos lejos. La civilización es un casco de estancia. El resto, un lago turquesa, estepa y viento.
Sentados en una roca milenaria desenvolvemos el picnic y torcemos el cuello para mirar los cóndores –primero uno, después dos y al final seis– que nos sobrevuelan curiosos, tanto que me aferro a la hamburguesa de quinua, a ver si me la rapiñan y pierdo el almuerzo. De los seis, tres cóndores son adultos negros con el collar. Tienen su nido en las rocas de acá abajo. Están tan cerca que dejé el sándwich en el taper para filmarlos en vuelo. Planean en el cañadón que forman las montañas. Se lanzan desde un peñasco y se dejan llevar por las térmicas. Las alas se vuelven plateadas con la luz del sol. Cuando pasan cerca se escucha el cruce lento y pesado. Estamos bajo la mira de una de las aves más grandes del planeta, una presencia que intimida.
La memoria de Joseph Lively
Los primeros propietarios de La Maipú fueron los Lively. Hughes, uno de los seis hermanos, llegó de Framfield, Sussex, en 1893 porque había tierras y había ovejas. A los pocos años se fue a pelear en la primera guerra Anglo Bóer de Sudáfrica y sus hermanos se quedaron en el campo. A la vuelta lo conoció al Perito Moreno que lo invitó a participar como baquiano en la expedición de la comisión de límites y le dejó una bandera argentina como garantía de que les cederían las tierras por habitar la frontera, y para que el árbitro internacional, sir Thomas Holdich, supiera que ahí había presencia argentina aunque fuera por adopción.
Como en muchas familias, también en esta hubo pelea de hermanos entre Hughes y Joseph. Hughes vivió en el casco y Joseph, primero con su mujer y luego viudo, se quedó recluido en la casa donde hoy funciona el pequeño museo que visitamos esta tarde. Más que una casa es un refugio de montaña: una habitación, una sala y la cocina. El baño, en verano y en invierno, afuera. Las comodidades eran básicas, pero el té Orange Pekoe le llegaba puntualmente de Inglaterra, igual que el tabaco Burlington para la pipa. Tenía binoculares de bronce, una máquina para hacer hielo y desde la vieja radio de madera sintonizaban la BBC.
En un estante veo los diarios de Joseph. Tres años de diario –diciembre de 1965 a enero de 1968– escritos en inglés con letra prolija y clara. En la primera línea, sin falta, el parte meteorológico y las condiciones del innombrable, como le dicen por acá. "Viento fuerte y frío", "viento", "viento fuerte", así comenzaban los días.
Santiago me permite llevar el diario a la habitación y por la noche, antes de que apaguen en el motor y se corte la luz hasta el día siguiente, leo cómo eran sus días a finales de los años 60. Eran días elementales en el sentido de asegurar las necesidades básicas: juntar leña, mantener los yuyos bajo control –tenían frutales y huerta–, trabajar en el jardín, lavar la ropa, hacer pan, juntar frambuesas para mermelada.
En 1944 el padre de Pilín compró la estancia y ni bien tuvo edad suficiente, el hijo se estableció ahí y comenzó a domar el desamparo patagónico. Cómo lograr que la mercadería llegara hasta la estancia por caminos apenas transitados era una de las partes más difíciles. Los caminos podían convertirse en ríos de deshielo o en serruchos de piedras durante los meses secos.
En los 90, sus hijas Susana y María Inés abrieron La Maipú al turismo y recibieron el premio Estancia de las Mil Estrellas en 1996 y 1997 otorgado por la Subsecretaría de Turismo Santa Cruz. En aquellos años, el periodista Germán Sopeña, gran conocedor y amante de la Patagonia, recorrió la zona y se sorprendió gratamente en el Museo Refugio Joseph Lively, lleno de objetos seleccionados y clasificados por María Inés Leyenda.
Después de más de una década cerrada, Santiago, hijo de Susana, se animó a volver a recibir visitantes. Una parte de la historia, la de los veranos con su abuelo, la tiene grabada en la memoria, desde que lo conoció hasta que murió en 2013, a los 93 años. La otra parte se la anotó en un cuaderno para no olvidarla: "Es un resumen, acá está todo, de dónde venían y cómo fue la historia de los Lively, si querés te lo leo", me dice antes de sentarse frente a la chimenea. Salvo por la luz eléctrica, todo es bastante parecido a como habrán sido las tardes junto al fuego hace un siglo.
"En este lugar hay corazón y eso es lo que vale. El wifi no anda bien, sólo dan tres horas de luz a motor y en los lugares comunes de la casa está fresco, pero qué importa, estos muchachos hacen foco en la persona, en nosotros, y bueno, el entorno es una belleza", eso destaca Walter Munyer mientras tomamos el último desayuno ni bien amanece con luces fucsias y rojas sobre el lago. "Nosotros ni siquiera trabamos la puerta de la habitación, nos sentimos muy cómodos, y la comida una delicia, si el chef llega a hacer un libro se lo compraré", señala Jackie, su mujer. Estos comentarios, me dicen, los escribirán en la review del lugar. Son una pareja de turistas de Estados Unidos acostumbrados a viajar a lugares cinco estrellas.
Cuando Jackie habla del chef se refiere a Facundo Maroñas de Bardeci, encargado de elaborar la carta ligada a la tierra, al producto y a la tradición. En sus palabras: "cocina de raíces". Con aportes de Rosa Uría, su abuela española, como el aceite de oliva, ajo, vinagre de jerez y pimentón ahumado, una vinagreta andaluza para acompañar carne o trucha. De su abuela tana son las salsas. De María Inés Leyenda, el flan de sémola y de las recetas de Hughes Lively, los ñoquis de calabaza con salsa de salchicha parrillera. A los aportes, le suma su creatividad y sensibilidad en el trato con los ingredientes. Nadie que los haya probado podrá olvidar los buñuelos de kale recién cosechado ni el dulce de ruibarbo, el licor de guinda y, por supuesto, el cordero.
Alerta de amonite
Salimos en grupo y a caballo hacia el cerro Astillado, de 2005 metros. Ya pasaron las nueve de la mañana y, como diría Joseph Lively en sus diarios, hay viento.
Santiago guía la cabalgata que nos llevará al mirador del cerro. Walter y Jackie van cómodos, acostumbrados porque suelen andar a caballo en Ohio, donde viven. Miramos hacia adelante, el horizonte vasto de la Patagonia ensancha la percepción del espacio. Atravesamos un bosque añoso de lengas, ñires, coihues. Cada tanto hay señales rojas que marcan el sendero. Veo cómo los troncos caídos se integran al suelo, los restos de un incendio, cierta penumbra hasta salir nuevamente a la luz de la estepa de coirones amarillos y vegas de pastos brillantes. A lo lejos, una tropilla de caballos salvajes. Serán diez o doce con las crines y la cola largas. Baguales, les dicen acá. El lugar se conoce como la Sierra de los Baguales. Después de dos horas llegamos al Puesto del monte antiguo. Los nombres en el campo son descriptivos. El puesto era un viejo puesto mejorado donde hay una hornalla y unos asientos para guarecerse del frío. Como el día está lindo y paró el viento nos sentamos al sol, hacemos un fuego con ramitas secas y tomamos té a la menta con el picnic que mandó Facundo: empanada gallega y de postre, un menjunje de galletitas tipo criollitas rotas con chocolate caliente y dulce de leche. Unos cuadrados que mi sobrino no podría parar de comer. Dejamos los caballos en un árbol que funciona como palenque y caminamos a un claro para ver el Astillado. Antes de llegar descubrimos una tropilla de guanacos esparcidos por el cerro, comiendo. Se escucha un relincho agudo. Muchos paisajes patagónicos cambiaron con el turismo, éste sigue igual que cuando lo recorrió el Perito Moreno. Incluso antes porque ni siquiera hay ovejas en esta zona. Vemos las astillas de piedra del Astillado y, si tuviéramos tiempo y ganas, podríamos llegar hasta la base rodeada de parches nevados. Preferimos caminar hasta el Chorrillo de los Fósiles, un riacho de deshielo. Escucho que es posible encontrar amonites y a partir de ahora sólo miro para abajo. Los amonites son –o bueno, fueron– moluscos que habitaron los mares antiguos. Moluscos extintos y petrificados que se parecen un caracol chato. Los amonites existieron hace trescientos millones de años. Primero encontré una parte del todo, un pedazo de lo que habrá sido un amonite mayor. Seguí buscando y al rato, cuando el grupo se empieza a ir y está a punto de catalogarme como la loca del amonite lo encuentro o me encuentra. Pequeño, grabado en una piedra oscura, me hace acordar a las imágenes de cadenas de adn, una belleza. Lo tomo de la orilla del arroyo y tengo la sensación de sujetar el tiempo. Millones de años y el océano en la palma de mi mano.
Si pensás visitar la estancia...
La Maipú. T: +54 11 5623-2420 / 3200-2408. Desde u$s 250 por persona con pensión completa y actividades.
Cómo llegar
Transporte Lago San Martín. Av. Libertador 1215, El Calafate. T: +54 2902 49-2858/9). En El Chaltén, Av. San Martín 275. T: +54 2962 49-3045. lagosanmartin@cotecal.com.ar
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