Raúl Lavié: el largo viaje a los orígenes
A través de dos juguetes de madera, el cantante y actor se remonta a su infancia humilde y feliz, en la que faltaba un padre al que buscaría mucho después
En el colegio Leandro N. Alem, de Rosario, Raúl Lavié eludía las clases de música para ir a dibujar escenas de la historia argentina en un pizarrón que había en el patio. Al volver a casa, se detenía ante las ventanas de un instituto de arte de la calle Mendoza y miraba trabajar a los alumnos. “Me fascinaba ver cómo iba naciendo el dibujo en la página”, dice. Disfrutaba las clases de actividades prácticas. A los 8 años hizo un Mickey y un Bambi de madera, pintados con esmero, que guarda en una caja de cartón y que lo transportan, sin escalas, a su infancia.
Bajo su invocación, Lavié recuerda a sus abuelos, con quienes se crió en Sunchales mientras su madre, Hortensia, trabajaba como empleada doméstica en Rosario. Hombre de campo, Tomás Saturnino tenía la nariz partida por el cabezazo de un caballo. Era de pocas palabras, pero estaba lleno de bondad. “Imponía respeto y me enseñó el respeto que debía tener hacia los demás. Mi abuela Donatila me daba la ternura necesaria. Era analfabeta, pero de una integridad moral y una inteligencia natas.”
A los 5 volvió a Rosario, para vivir junto a su madre, una tía y los abuelos en una casa muy humilde que en verdad era un garage, con una cortina de hierro al frente. Por esos días, Lavié era un chico feliz al que sin embargo le faltaba algo: un padre. Nunca lo había tenido y nunca había hablado de eso. “La época imponía un código de silencio en las familias en las que había una madre soltera. Pero yo no tenía complejos. Encontraba la figura paterna en mi abuelo y en mi tío Ignacio.”
Fue su abuelo quien, días antes de morir, tuvo una premonición. Sentó a Raúl, entonces de 12, en el borde de su cama y le dijo: “Vos vas a recorrer el mundo y la gente te va a aplaudir. Vas a ser artista”. Lavié no recordaba esto cuando, dos años después, acompañó a su amigo Carlos Lira a la escuela de música que dirigía Alfredo Serafino, en la avenida Pellegrini. Los seis o siete que apiraban a estudiar canto debieron hacer escalas junto al piano. Cuando le pidieron que cantara, Lavié dijo que no, que sólo acompañaba a un amigo. “Tenés buena voz. ¿A ver?”, insistió el maestro. Lo desafió con unas notas en el piano que Raúl, sin escapatoria, entonó a la perfección. El maestro le pidió su dirección y al otro día tocó el timbre de su casa. “Quiero que su hijo estudie canto”, le dijo a su madre. “No tenemos plata”, fue la respuesta. “No le pedí plata, sólo quiero que venga.” A partir de allí no hubo retorno.
Lavié siempre se preguntó de dónde venía su pulsión por el arte y su sed de lectura. Pero recién en 2012, a los 74 años, le hizo a un primo la pregunta que había llevado dentro durante toda la vida. Así supo quién era su padre. Se llamaba Raúl Ferreira y había sido abogado, juez, jefe de Policía de Rosario y director de Vialidad Nacional. Hortensia trabajaba en casa de los Ferreira. Ella y Raúl eran jóvenes entonces y la atracción fue inevitable. Tras el embarazo, él la rechazó, quizá por influjo de una familia muy rígida. Luego volvió. Quería reconocer a su hijo y casarse con ella. Pero ella estaba muy dolida y le dijo que era tarde. También, que nadie sabría quién era el padre del chico, al que bautizó con su nombre.
Junto al Mickey y al Bambi que guardó Hortensia y que Lavié recuperó en 1980, cuando ella murió, hay una carpeta anillada. Es un trabajo del Centro de Estudios Genealógicos e Históricos de Rosario. Traza la trama de sus dos apellidos, Peralta y Ferreira. “Siento orgullo por la historia de mis padres. Viví un momento glorioso cuando pude contársela a mis hijos”, dice Raúl.
Los juguetes de madera y la carpeta son objetos de naturaleza distinta, pero cuentan una misma historia. La de los orígenes, a los que siempre se vuelve.