QUIENES SON Y QUE COMPRAN LOS NUEVOS COLECCIONISTAS
Son empresarios, banqueros, financistas y filántropos; tienen a la pintura de los sesenta en la mira y se juegan por los artistas argentinos contemporáneos. El cambio de guardia impone la búsqueda de los valores propios frente a la globalización
No se trata sólo de favorecer y apoyar la producción artística y estética de nuestro país; los nuevos coleccionistas han girado su mirada 180 grados en dirección sur, buscando la identidad que finalmente los refleje, convencidos -hoy más que nunca- de que el arte argentino es una usina pródiga en nuevos lenguajes y expresiones. Ellos acompañan la explosión de público que convocan muestras y museos. Los nuevos coleccionistas abandonan el bajo perfil, consecuentes con el principio mediático que determina que la difusión es el arma más eficaz para ubicar el arte argentino.
La de Eduardo Grüneisen es una colección con futuro. En los últimos 20 años ha escudriñado el mercado sin respiro, comprando obra argentina de calidad sostenida. La unidad de su colección radica en el seguimiento exhaustivo de la obra de algunos de los exponentes del arte contemporáneo vernáculo. La ecuación es, según sus palabras, "pocos artistas y mucha obra de cada uno, de manera de poder profundizar y tener una perspectiva más abarcadora de cada uno de ellos". La inagotable inventiva de Xul Solar le ha generado un especial entusiasmo, a punto tal de atesorar 27 de sus témperas y acuarelas, recorriendo todas sus épocas. En esa misma dirección, su colección suma la obra de otros grandes referentes de la vanguardia: Antonio Berni (con el énfasis en los Xilo-collages de la serie Ramona, de los primeros años del 60), el vibracionista uruguayo Rafael Barradas, su par Joaquín Torres García, desde el universalismo constructivo, junto a las diferentes etapas de Juan Del Prete.
Pero no es a partir de la vanguardia desde donde Grüneisen (de 45 años, empresario, casado, tres hijos) cimentó su pasión por el arte. Comenzó por colgar la obra de los figurativos, impresionistas y fauvistas de la primera mitad de siglo, con telas de Quirós, Thibon de Libian, Brughetti, Lazzari, Molina Campos, Russo y Figari. Y fue a través de la maduración de esta pintura que pasó por las vanguardias hasta llegar a la Nueva Figuración, para fijar su atención luego en la obra de Benedit y García Uriburu, entre otros. De la producción de la última década de Benedit atesora varias obras de la serie de los Ranchos, uno de los cuales -el de huesos de caballo, que evoca a los combatientes muertos en Malvinas- integró el envío argentino a la última Bienal de Venecia.
Grüneisen admite ser un comprador tan puntilloso a la hora de evaluar la documentación y reproducción de la obra como lo es del estudio previo que emprende ante la compra de cada cuadro. "En el fondo, lo que representa el coleccionismo para mí es la búsqueda permanente de conocimiento; he leído siempre con ese objetivo... Los que me conocen saben que yo voy, miro, descuelgo, cambio de lugar la obra diez veces si es necesario... Necesito tener mi propio proceso de decantación", cuenta y señala una tela de Ernesto Deira, Allons enfants, de 1983, y un óleo-collage de De la Vega de 1963.
La presencia de los artistas del sesenta en su oficina tiene su razón de ser. Como muchos, Grüneisen rinde tributo a los artistas de la Nueva Figuración, como ocurre con Convocatoria a la barbarie, de Noé, que le hizo descolgar de su living a Jacques Bedel por una cifra que, dicen, llegó a los cinco ceros.
Tenacidad y fascinación en las dosis justas: "A esta pasión trato de mantenerla dentro de un marco de equilibrio, justamente porque me interesa que sea de larga duración, que se extinga conmigo y no antes. La prudencia es la virtud de los gobernantes y, como en la Argentina los gobernantes no son prudentes, son los empresarios quienes debemos serlo".
Para mí lo único que existió siempre fue la vanguardia; en mi casa nunca se colgó un cuadro que no fuera contemporáneo, convulsivo para su época; creo que mi evolución viene de ahí, y es hacia allí mismo donde se dirige", dice Gabriel Werthein rodeado de una colección esencialmente pictórica (salvo por las obras de Distéfano y de Pablo Reynoso), que arranca a fines de los años setenta para recorrer la producción de los 80. Pero hay que decirlo: su colección cuenta con el gran mérito de estar exquisitamente colgada: las obras de Seguí de sus tres épocas; Benedit del 70; Kuitca de sus inicios, y un magnífico collage de Juanito Laguna de 1978, se intercalan con obras de Porter, Schvartz, Fermín Eguía y Martín Reyna, entre otras.
Werthein (de 44 años, productor agropecuario, casado con la arquitecta Marina Givré, tres hijos) tiene clara su intención: "Ahora mi foco está puesto en la producción de artistas jóvenes, como Nicola Constantino, Damián Vitalli, Marcelo Pombo, Benito Laren, Manuel Esnoz... Las propuestas que ahora me resultan más atractivas tienen que ver con el arte conceptual. Incluso, descubro que empieza a gustarme mucho la fotografía, cosa que antes no me interesaba". También fija límites en sus adquisiciones: "No compro cuadros ni de cinco ni de cuatro ceros..."
A Werthein el estímulo y apoyo a los artistas jóvenes es un tema que lo desvela. De su paso por la XXV Bienal de San Pablo recuerda intensamente la obra de la carioca Adriana Varellao.
"El primer contacto con el arte lo tuve en la casa de mi abuela, donde siempre colgaron unos Berni magníficos que mi abuelo Gregorio le había comprado a él en su taller. En el banco de mi familia (ex Mercantil) me deslumbraba mirando el gran número de obras de Batlle Planas", recuerda. En los 80 comenzó a caminar por el circuito: la galería de Ruth Benzacar; el Florida Garden, los sábados; el Bárbaro, y el Nexor, de Rafael Bueno, donde cimentó la relación con los artistas, cuyas obras más tarde colgarían en su casa.
Su vínculo con Juan José Cambre y Juan Carlos Distéfano es un ejemplo. "No es una condición sine qua non; pero generalmente no compro obras si no conozco al artista... Y no me asesoro, compro solo, aunque a veces charlo con gente que maneja más información que yo -dice, y agrega con tono reflexivo-, el arte es que es para mí, no es algo que uno elige porque necesita la aprobación de alguien." Provocación pura, invitación a la reflexión. Ese es el hilo conductor de la colección de Mauro y Luz Herlizka, dispuesta -con el medular asesoramiento de Fernando Bustillo- como una mise en scène del arte argentino de los años 80 y 90. La riqueza pictórica de los sesenta, a través de la antológica evocación que hizo Alberto Greco de la muerte de JFK, junto al Juanito Laguna, de Berni, y Parto sin dolor, de Macció, entre otras obras de los primeros años de esa década, no quiebran el deliberado clima de tensión con el que juega la colección. Esta es, por otra parte, una muestra también elocuente de la audacia y libertad con la que se manejan los dueños de casa a la hora de adquirir y vivir el arte. Basta con contemplar, por ejemplo, El bien y el mal, de Pablo Suárez; el Adán y Eva, de Heredia, o la pintura de Kuitca de la serie Nadie olvida nada, junto a una obra de Marcela Astorga y trabajos de Benedit y García Uriburu.
El caso de Mauro Herlizka (de 46 años, empresario, presidente de las fundaciones Espigas y Fiar) es el más representativo del giro copernicano. Heredó de sus abuelos y de su padre la pasión por el arte, junto con una importante colección de Old Masters, que a los 27 años decidió continuar.
"En los años 80, mi vida estaba muy relacionada con el mundo del arte. Pero todo pasaba por Nueva York: mis visitas a museos, galerías, rematadoras; mi amistad con curadores y otros coleccionistas extranjeros. Y era lógico porque acá no había tanta oferta dentro de la línea de lo que yo buscaba, no me interesaba el arte contemporáneo", admite.
Una sucesión de replanteos personales, el psicoanálisis y la pregunta recurrente de "¿por qué no puedo vivir el arte de la misma manera que en Nueva York?", provocaron el cambio radical. En los 90 comenzó a trabajar en pos de la definición de un marco legal que favoreciera el desarrollo del arte argentino, creó la Fundación Espigas y se casó con Luz Echegoyen, una museóloga que miraba con cierto recelo "ese tipo de acumulación privada".
Las primeras adquisiciones en el mercado local fueron tres obras de la galería Ruth Benzacar; lo animó el neoconceptualismo de Alfredo Prior, la figuración exacerbada en los collages del joven Diego Gravinese y la pincelada surrealista de Jorge Macchi. Fue por consejo de Jorge Helft que conoció el taller de Alberto Heredia y compró su primera escultura. Todavía mantiene su antigua colección de Old Masters, pero reconoce que "toda su energía está puesta en el arte argentino contemporáneo".
Es lo menos parecido a un "comprador compulsivo". Facundo Gómez Minujín ( abogado, casado, dos hijos) tiene entrenamiento propio. Lleva el arte esculpido en su retina. Dio sus primeros pasos entre siderales piezas escultóricas, trajinó infatigablemente museos, muestras y las galerías por entonces agrupadas en plaza San Martín; conoció la intimidad de la creación de artistas como Yuyo Noé y Rómulo Macció, y hasta impulsó un fondo común de inversión para las artes plásticas, luego anunciado por el abogado y coleccionista Juan Cambiaso en la última edición de ArteBa.
Facundo nació el mismo año en el que Marta Minujín inauguraba en el Instituto Di Tella La Menesunda, y El Batacazo, dos hitos en la historia del happening, que vio en la figura de su madre a su más fiel exponente. Treinta y cuatro años después se reconoce como un "tibio coleccionista". Y no porque no le interese hacerse de obra, "sino porque todavía hay tiempo, mucho tiempo", asegura con la certeza de quien ha experimentado un largo y exhaustivo proceso de decantación en la apreciación de las artes visuales.
No obstante, en su casa cuelgan obras de Seguí, Porter, Uriburu, Polesello y un dibujo-collage de Andy Warhol. Un lugar especial reservó para una pintura de una artista precoz que, según se lee, lleva la firma de Marta Minujín en 1959. "Las pocas obras de mi madre que tengo son de épocas desconocidas que, sin embargo, son las que a mí más me gustan. Hace tiempo que me definí por la escultura... Mi ideal estético es Henry Moore, pero no creo poder llenar con su obra mi jardín."
Entrar en Global Investment Co., en el piso 13 de la Torre Fortabat, es un regocijo visual para cualquier visitante, una gimnasia visual que evoca la historia del arte argentino contemporáneo.
El largo pasillo que conduce a la oficina de Ricardo Grüneisen (de 48 años, licenciado en Ciencias Agrarias, casado con Valeria Kalledey, 3 hijos) puede ser también intimidante para el visitante desprevenido: no sólo por la calidad y cantidad de obras, sino por su tamaño. El mayor de los Grüneisen confiesa su preferencia por "los cuadros grandes". El mural Pop en blanco y negro de Jorge De la Vega, que durante años fue el símbolo institucional que Héctor Ricardo García le impuso a su edificio de Crónica, la oscura Mi clase de anatomía, de Antonio Seguí (de 1963) junto con una obra de la serie El Adán y Eva, de Ernesto Deira, son apenas algunas de las obras que iluminan los headquarters desde donde se teje el management de las librerías Yenny y Ateneo que, dicho sea de paso, han puesto en privilegiado display los escasos libros sobre pintura argentina, editados por el Banco Velox y la galería Zurbarán.
En su búnker, un De la Vega de su primigenia época geométrica, dos Benedit, casi irreconocibles, también de épocas tempranas; La Razón -el portento en madera policromada de Libero Badii- junto a otras dos esculturas de Alberto Heredia y Víctor Grippo, solazan la jornada laboral del otrora presidente de Astra.
Pero el énfasis de su colección, que también cuelga en su departamento de Palermo Chico, lo ha puesto en la Nueva Figuración (Music Hall, de De la Vega, junto con otros Macció, Deira y Noé de 1963). Aunque a pesar de la impronta de esta línea, con el tiempo ha incorporado a los artistas que a su criterio son lo más "representativos del arte argentino contemporáneo": Seguí, Benedit (hace poco adquirió la instalación Ceferino, de 1994), Kuitca, Grippo, Badii y Heredia, de diferentes épocas.
Once años atrás fue su hermano menor Eduardo el que lo motivó a comprar su primer cuadro: una escena de campo de Carnaccini. Y con ese puntapié inicial, tímidamente, empezó una colección de "pintura bastante conservadora, fácil de ver y de entender, principalmente expresionista, paisajes con colores pasteles y naturalezas muertas." A sus primeras adquisiciones -Lynch, Malanca, Quirós, Collivadino y Butler- las sucedieron la audacia de la época cubista de Spilimbergo, la abstracción racionalista de Hlito, Blaszko y el movimiento Madí con Arden Quin. "Pero uno va madurando, y en ese proceso los gustos también se van decantando", reconoce. El arte me trasmitió que uno tiene que animarse a dar el paso hacia lo nuevo, al cambio. Aceptar las vanguardias en el arte te abre nuevas puertas, te hace madurar y, lo que es más importante, te aporta nuevas satisfacciones."
De la misma manera en que nunca hubiera intuido que en julio de 1996 terminaría vendiéndoles a sus socios españoles la empresa familiar, la petrolera Astra, y se convertiría en precursor del aluvión de inversiones, tampoco imaginaba que podría animarse a cruzar la línea de la vanguardia con los collages de Seguí, Noé y De la Vega, con el informalismo de Greco, Testa y Saragrilo y la inquietante figuración crítica de las esculturas de Alberto Heredia. "La búsqueda estética siempre estuvo ligada a mi padre. Y un buen día despertó la pasión, que en vez de apagarse, cuando las exigencias empresariales se volvían cada vez más difíciles y competitivas, se fue acrecentando." Como cualquier neófito en el mercado del arte, Grüneisen admite haberse equivocado en sus comienzos como comprador. Cuenta que se deslumbró con una tela de Sívori, por ejemplo, que no era de su mejor época. Pero, "como toda equivocación yo la capitalizo como algo positivo, enseguida comencé a asesorarme". Se exime, no obstante, de dar los nombres de sus colaboradores -"por temor a la suba en los precios de las obras"-, pero admite que no compra nada sin el visto bueno de ellos, luego de extensos debates del porqué de tal obra o tal artista. También es renuente al intercambio y a las charlas con otros coleccionistas: "Uno no puede hablar de lo que está buscando, porque todo el mundo está a la pesca de obras, y aunque se diga que no, hay competencia. Además, el arte para mí es un camino más bien solitario, un disparador de reflexiones personales sobre temas muy profundos. Y no todo el mundo está interesado en pensar en las cosas profundas, porque por ahí se asustan".
Sobre el presente y futuro de nuevas adquisiciones, revela que "ahora es el momento de ir madurando todo lo que tengo, ver también dónde lo cuelgo". Y para finalizar, resume así su vida en contacto con el arte: "Es enriquecedor en todos los sentidos, empezás a comprender el mensaje del artista, a descubrir la belleza, y abrirte hacia nuevos interrogantes que antes no te planteabas. Pero, sobre todo, uno empieza a valorar las cosas de otra forma, a salirse un poco de la economía y la sociedad de consumo para permitirse experimentar una mayor sensibilidad frente a las cosas y frente a la vida misma".
La retrospectiva de Pollock en el MoMa, la de Rothko en París, la de Rauschemberg en el Guggenheim de Bilbao; Arco, la Bienal de Venecia, la FIAC y cuanta muestra se estrenó en el circuito local. De enero a septiembre, Ignacio Liprandi las trajinó todas. No es un caso común. Y menos cuando se trata de un joven financista de 31 años que irrumpió en el mundo del arte y el coleccionismo hace apenas dos. Según él, "las pasiones tienen ese no sé qué de inexplicables" -resume en las sobrias oficinas de Merrill Lynch-, aunque sea ese mismo axioma el que de por sí aclara su avance vertiginoso en el coleccionismo.
Recién casado, pasó por ArteBa de 1997 llevándose tres lienzos bajo el brazo. Las paletas de Adolfo Nigro, Raúl Díaz y Miguel Darienzo vestían las paredes blancas y despejadas de un nuevo hogar. El aura de aquella pintura lo indujo a interesarse más por "ese universo de visiones y representaciones que poco tenían que ver con mis imágenes cotidianas". Frecuentar el taller de los artistas lo entusiasmó con Pombo, Siquier, Ontiveros. "Me gusta que dialoguen obras del sesenta."
Hoy suma obras de la Nueva Figuración, esculturas de Paparella y Gómez, y hace un año se alejó de lo estrictamente pictórico para concentrarse en el arte objetual, la fotográfica y el video, lenguajes ineludibles en el momento de definir la estética de los años 90.
Con el asesoramiento de Marcelo Pacheco, con quien se reúne dos veces por semana, para analizar las oportunidades que ofrece el mercado, en los últimos tiempos ha adquirido obra de Nicola Constantino, Roberto Elía y Fabio Kacero, entre otros.
"Si bien el foco va a seguir siendo el arte argentino -cuenta-, a partir de febrero último empecé a comprar trabajos de artistas brasileños como Ernesto Oneto y Vik Muñiz. Me parece interesante ver cómo dialogan las obras de artistas coetáneos, pero de diferentes lugares."
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