¿Quién quiere vivir 100 años?... ¡Yo!
La semana pasada, el bioeticista Ezekiel Emanuel armó un revuelo en los Estados Unidos con un ensayo titulado: "Por qué espero morir a los 75 años". Emanuel tiene 57, o sea que calcula que le quedan menos de dos décadas de vida, y dice que su argumento se aplica no sólo a él mismo: nuestras sociedades estarían mejor, afirma, si dejamos que la naturaleza haga su trabajo "con suavidad y premura".
El artículo fue bien recibido por aquellos que critican las técnicas recientes para extender la vida. Los nuevos tratamientos y operaciones quizás agregan años, pero no agregan vida, argumentan. Además, entre un tercio y la mitad de los mayores de 85 tiene algún tipo de Alzheimer. "¿Vale la pena vivir así?", se pregunta Emanuel, que fue uno de los arquitectos de la reforma de salud de Barack Obama. No, se responde: hay que dedicarse a vivir plenamente los años que nos toquen y después, con gracia y gratitud, dejarse ir en paz. La obsesión de Occidente por extender nuestras vidas, sugiere el artículo, muestra que le tenemos demasiado miedo a la muerte y que nos negamos a admitir que somos finitos, mortales, obsoletos.
Otros reaccionaron con desdén. ¿Acaso no sabe Emanuel que los 75 de ahora son los 65 de hace no tanto tiempo? ¿No sabe que Benjamin Franklin negoció a los 77 años los acuerdos para el triunfo de la revolución norteamericana? ¿O que a los 75 Ronald Reagan todavía era presidente y Philip Roth seguía escribiendo novelas? Los progresos son visibles: muchos de los bebes que están naciendo en estos días probablemente llegarán a los 100 con comodidad, cuidando a sus tataranietos o corriendo medias maratones. Si eso ocurre, ¿debería Emanuel correr la cifra?
Probablemente. Emanuel no está enamorado de un número sino de una idea, que comprendí racionalmente, pero con la cual no pude identificarme emocionalmente. Por un lado, pensé en mi viejo, que tiene 73 años y casi la misma energía y ganas de vivir de hace treinta años. Me parecería una aberración que le quedaran sólo dos años de vida.
Por otro lado, me obligué a preguntarme cuánto me gustaría vivir. Y no pude más que responderme que lo más posible. Cien años, si puedo. Ciento diez, si me dejan. ¿Por qué no? Pero, claro, me gustaría llegar demorando lo más posible el deterioro y la enfermedad. Emanuel diría que soy presa de una fantasía típica en Occidente, pero que la medicina moderna no demora la llegada de los problemas, sino que sólo nos permite sobrevivirlos. El ACV ya no mata, pero nos deja turulatos.
Pensando en estos temas vi el otro día que Leonard Cohen había vuelto a fumar el mismo día en el que cumplió 80 años. ¿Hasta qué momento vale la pena vivir pensando en el futuro?, se preguntó. Debe haber un momento en el que el futuro ya no importa. Como decía en Pequeña Miss Sunshine el octogenario personaje de Alan Arkin, que había empezado a inyectarse heroína: "¿Qué es lo peor que me puede pasar? ¿Morirme?" Mientras no haya pruebas irrefutables de lo contrario, yo voy a seguir, como decía Borges, corriendo el albur de que soy el primer inmortal.
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