¿Quién necesita las aplicaciones de envejecimiento?
Mi abuela odiaba que le sacaran fotos. No le gustaba lo que revelaban: el paso del tiempo en papel Kodak.
Tenía, en ese aspecto, una forma muy graciosa de ser lapidaria consigo misma y con el resto de la humanidad. Durante una cena, una pariente más o menos de su edad comentó que a ella tampoco le gustaba ser fotografiada.
–Es que salgo mal –dijo la señora.
–¿Salgo mal? –replicó mi abuela–. ¡Una sale como es!
Para ella las fotos no eran un problema por los distorsivas, sino por lo precisas. Lidiaba sin antídotos con el gradualismo de la vejez (nada de maquillaje, tinturas ni cremas antiarrugas), pero no necesitaba representaciones gráficas para comprobarlo. Tampoco le gustaba contemplar en vivo imágenes características de la tercera edad, y mucho menos ser partícipe. Creía, por alguna razón, que dos ancianos caminando del brazo por la calle era un espectáculo que el mundo merecía ahorrarse.
No le habrían causado ninguna gracia las aplicaciones de envejecimiento, esas que proyectan digitalmente cómo se va a ver tu cara dentro de varias décadas. ¿Por qué delegar en los algoritmos el trabajo implacable de los años?
Los que nos pasamos las horas del secundario dibujando en los márgenes de las hojas y en la madera enchapada del pupitre, en cambio, podemos entenderlo: prefiguramos apps como Oldify retratando a nuestros compañeros con sus apariencias futuras, decretando calvicies, miopías, sobrepeso y pérdida de piezas dentales como tarotistas de una pubertad psicodélica (también conocida como la edad del pavo). Fuimos Snapchat antes que Snapchat. Convertimos a nuestros amigos en perros, nos transformamos en monstruos de grafito, en superhéroes del tercer mundo, en improbables estrellas de cine condicionado. ¿Cómo no vamos a entender el furor de los filtros digitales, el deseo de mutar?
Hace unos días, estábamos dibujando con mis hijas y rescaté de la biblioteca un viejo libro que compré en la adolescencia, Dibujo de cabeza y manos. Andrew Loomis (1892-1959) fue un ilustrador dotado de una técnica envidiable, pero más allá de su obra editorial, publicitaria y artística, el legado por el que se lo reconoce son los libros de enseñanza. Loomis entendía que para aprender a dibujar de manera realista había que seguir un procedimiento sencillo, que consistía en deconstruir los elementos de la naturaleza –la anatomía humana, por ejemplo– en una serie de figuras geométricas, tal como le enseña el profesor Lombardo a Marge en un capítulo clásico de Los Simpson. Con esa premisa y cientos de horas de práctica, dice Loomis, no hace falta tener talento para llegar a resultados dignos.
El estilo de escritura de Loomis es muy directo y un poco antipático, pero esa sequedad hace que el párrafo dedicado al envejecimiento del rostro humano, por ejemplo, sea sumamente preciso. ¿Qué hay que tener en cuenta al momento de dibujar la cara de un hombre mayor?, se pregunta Loomis y responde: "Los pómulos, los ángulos de la mandíbula y el hueso del mentón se destacan más. Los cartílagos de la nariz y de las orejas parecen agrandarse. La carne cede a los costados del mentón. Se forman bolsas debajo de los ojos y líneas más profundas en los ángulos. Los labios se vuelven más finos y sumidos. La carne que está por encima de los párpados cae y las cejas parecen acercarse al puente de la nariz. Unas cuantas líneas profundas se desarrollan a lo largo de la frente y entre las cejas. El pelo, desde luego, se vuelve más ralo, desplazando la línea del cabello, y en la coronilla el espesor es mucho menor…"
Hace unos meses, cuando a Nahir Galarza la sentenciaron a cadena perpetua por el asesinato de Fernando Pastorizzo, Telefe Noticias emitió un informe (por llamarlo de algún modo) que presentaba cómo luciría su rostro a los 54 años, momento en que podría obtener la libertad condicional. Por mujer, por linda y por joven, a Nahir le aplicaron el filtro que no le aplican a ningún condenado de 20: el morbo de la decrepitud programada aumenta de acuerdo al valor simbólico de lo que está en juego. Como casi todo lo que ocurre en esta era, podría ser material de descarte de una novela de Philip K. Dick. Un álbum de fotos que trae noticias del futuro y que cambia de forma ante nuestros ojos. El tiempo haciendo su trabajo a la velocidad del rayo.
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