¿Quién le cree a los influencers?
Cuando me invitaron al recital de una de las estrellas pop más cancheras en Buenos Aires dije que sí inmediatamente pues la amo y odio ir a recitales en campo común, lleno de fans apelotonados a cientos de metros de distancia del escenario. La marca que me extendió el invite auspiciaba aquel festival de música, por lo que asumí que me darían las mejores ubicaciones y acceso a todos los vips posibles. Pero al llegar al estadio, la sorpresa fue horrenda: "solo tenemos entradas generales", me dijo una PR que me esperaba en la puerta. "Ok", aguanté el golpe, "¿y ese vip que tiene un logo enorme de tu marca no es para prensa?", pregunté enseguida.
La respuesta fue lapidaria: "Ese vip no es para prensa, es para influencers". Y vino acompañada por una imagen aun más triste, una "estrella" de Instagram que jamás había visto en mi vida me pasó por al lado y se metió con naturalidad en el vip seguida por un grupo de chicas en sombrero y bucaneras. Apenas subió, empezó a sacarse selfies con el celular que auspiciaba el recital mientras yo, del otro lado de la valla, la veía enfurecido tomar tragos y comer canapés con su grupo de aspirantes a Kendall Jenner.
¿Qué hace la estrellita? Es influencer. ¿Qué hago yo? Soy periodista.
La batalla está perdida.
Al día siguiente ocurrió una coincidencia real e indignante. La misma estrella de Instagram estaba entrenando en el gimnasio al que yo voy pagando una abultada cuota mensual, mientras le pedía a su personal que le tomara una foto con un iPhone para arrobar al gimnasio, su manera de "pagar la cuota". Casi le digo algo, pero no me animé. Algo tipo: "¡Impostora! Ayer estabas con tu teléfono chino solo para entrar al vip!". Algo así, pero no.
Me quedé callado y hasta la saludé amablemente porque lo último que quiero ser en esta vida es la quejosa que protesta día y noche en cuanta red social exista del trato privilegiado que reciben los influencers frente a los periodistas. No quiero ser esa señora y sin embargo escribo este texto porque me cuesta asumir que la guerra está perdida frente al poder rampante de los influencers. Y tengo mis razones. ¿En qué credibilidad se ampara alguien que un día se saca una foto con un celular y al otro día, en su vida real, usa uno de la competencia? ¿Qué contenido genera un ser que postea veinte historias por día de las cuales cinco son selfies haciendo trompita, otras cinco la ropa que usa para ir a tal o cual evento y otras diez una sumatoria de publicidades poco creíbles? Lo mismo pasa en otro nivel con las cremas, gaseosas y shampoos de supermercado que promocionan las divas de la televisión, pero esto resulta más incoherente.
Viajes de lujo interminables, tratamientos de belleza, días de spa, noches en hoteles cinco estrellas, autos cero kilómetro en préstamo, cenas en restaurantes top, sesiones de peluquería, bebidas espirituosas, tecnología, ropa, accesorios y hasta comida para mascotas. Todo es canjeable en el mundo del influencer, y para quienes lo miramos desde el rencor de nuestras viditas en donde cada cosa que hacemos debe ser pagada, la situación es muy injusta. ¿Qué hicieron ellos para estar ahí? ¿Acaso son los mejores cantantes, los más talentosos actores, eximios escritores o destacados atletas? No necesariamente. Pocos saben por qué tienen tantos miles de seguidores, pero a la gente -y sobre todo a los más jóvenes- les encanta husmear en sus vidas, darle follow a su perfil y ponerle like a cada cosa que hacen. Por algo será.
Además de vivir de canje, los influencers facturan. Un post modesto puede venderse por tres mil pesos, uno promedio de alguien que tiene cien mil seguidores puede cotizar treinta mil pesos y una campaña digital de una actriz con algo de carrera puede valer la construcción de una casa inteligente. El panorama se muestra idílico, aunque los ciclos de los influencers se agotan como las modas pasajeras que ellos mismos promocionan, y la bloguera que hoy está en boga, mañana pasa al olvido para ser reemplazada por una más joven, más rica y con el triple de seguidores.
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