Apasionado por la naturaleza y por la astronomía, Antonio Martínez Ron llevó a cabo un proceso de investigación para descubrir cómo evoluciona el cielo
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Desde el 1 de enero de este año, el periodista científico español Antonio Martínez Ron se toma una selfie diaria con el cielo de fondo. “Eso muestra un poco mi obsesión por el cielo”, dice en conversación con BBC Mundo.
Su objetivo con este proyecto es observar cómo cambia el aspecto del cielo durante un año. “Está sucediendo algo estremecedor, me dicen mis amigos meteorólogos”, continua Martínez Ron con tono entusiasta, “es un año muy raro, es un año en el que casi todo el tiempo el cielo está sin nubes”.
“De manera accidental, tengo la impresión de estar captando un punto de inflexión, un momento en el que el cielo se está volviendo un poco inusual”. Martínez Ron es el autor de “Algo nuevo en los cielos: El gran viaje de la humanidad por los océanos del aire”, un libro que recorre la historia del conocimiento del cielo, desde la Antigüedad hasta los más recientes estudios sobre el cambio climático.
Además, como parte de la investigación, lanzó su propia sonda a la estratósfera. BBC Mundo conversó con él sobre cómo el cielo fue clave para brindarle respuestas a la humanidad y las principales preguntas que hoy se hacen quienes estudian esos “océanos de aire”.
-Tu libro es casi como una reinvindicación del acto de mirar al cielo, algo que a muchos les puede parecer ocioso...
-Mirar al cielo o contemplar las nubes se asocia con un acto de cursilería, hablar del cielo se ve como algo ñoño. Pero es injusto, porque además de su belleza y su energía, el cielo está lleno de increíbles historias, porque muchas veces puede ser el detonante de eventos de gran capacidad de destrucción.
Mirar el cielo es una de las grandes aventuras de la humanidad que se quedaron en el cajón del olvido, en el sentido de que fue un tema muy importante durante muchos siglos. Interpretar el cielo fue en su momento fundamental para el futuro de la humanidad.
Más adelante conseguimos desarrollar tecnología para adentrarnos más allá de las nubes y llegar al espacio y, de alguna manera, la aventura intermedia se olvidó. Incluso la aventura de descubrir e interpretar los elementos de la meteorología se convirtió en un saber tan a la mano, que lo tenemos en el móvil.
Muchas personas se olvidan de hacerse las preguntas importantes sobre qué nos llevó hasta aquí, de qué está hecho el cielo, qué es lo que hay ahí arriba, por qué se forman las nubes, por qué llueve, por qué nieva, por qué estamos alterando el ciclo de la atmósfera. Esos puntos en estos tiempos de crisis climática son especialmente interesantes, porque realmente nos va la vida en ello.
—En tu investigación histórica, ¿cuáles son esos primeros registros que hallaste de los seres humanos buscando respuestas en el cielo?
—Poner una fecha clave es casi arbitrario, se puede colocar en casi cualquier momento de la Antigüedad. Hay muchos ejemplos. La mitología egipcia, por ejemplo, consideraba que Nut, la diosa del cielo, era una divinidad que se arqueaba y que a lo largo de su espalda iba corriendo el sol a lo largo del día.
En la antigua Roma había una casta especial de sacerdotes llamados los augures, que delimitaban un terreno sagrado e interpretaban las señales del cielo que se veían sobre esa zona particular. La llamaban templum, y de ahí viene la palabra templo. Contemplar era mirar al templo.
Lo que hacían era mirar en qué dirección pasaban los pájaros, las nubes, las tormentas, y a partir de ahí hacían predicciones del futuro. También me parecen fascinantes los testimonios de que en el siglo XVI, algunos arqueros salían de las murallas de las ciudades a disparar contra las nubes de tormenta con el fin de ahuyentarlas.
Y hay otro momento, en torno al año 1600, en el que dos físicos franceses, por encargo de Descartes, empiezan a disparar cañonazos hacia las alturas a ver dónde van a parar las balas. Al no encontrarlas todas, intuyen que las enviaron al espacio. Ese momento muestra cómo la humanidad ya se estaba asomando más allá de la esfera diurna del cielo, que era como una cúpula invisible.
—Lo de lanzarle flechas a las nubes suena como un intento primitivo de geoingeniería para modificar el clima...
—Los intentos de modificar el clima también se remontan muy atrás. En el siglo XIX, por ejemplo, James Pollard Espy, un investigador que influyó muchísimo en entender cómo funcionaban las tormentas, se obsesionó con la idea de provocar lluvias mediante incendios.
Alquiló grandes extensiones de terreno en Estados Unidos a las que prendió fuego, haciendo la predicción de que eso provocaría una lluvia. Se basaba en que se había visto que los grandes volcanes provocaban tormentas y se pensaba que había una asociación. Hoy sabemos que los grandes incendios forestales crean formaciones nubosas llamadas pirocúmulos, que efectivamente provocan tormentas, pero provocar la lluvia mediante incendios es un disparate.
En esa misma época hubo otros que enviaban globos cargados de explosivos, con el fin de que al detonar se desatara una especie de efecto en cadena que provocara la lluvia. También se intentó desviar huracanes. Pero todos los experimentos que se dieron a gran escala resultaron bastante disparatados.
—¿Y cómo son los actuales?
—Hoy los intentos de modificar el clima siguen siendo muy pequeñitos en relación a la naturaleza. Y el remedio podría ser peor que la enfermedad. El hecho de, como se propuso, enviar partículas a la estratosfera para hacer que rebote la luz sobre ella, sería una apuesta, en opinión de la mayoría de la comunidad científica, demasiado arriesgada.
El clima es un sistema caótico muy complejo en el que no sabemos cómo afectarían pequeños cambios que introdujeramos nosotros en otras regiones del mundo. Imagina lo injusto que sería que los países desarrollados utilizaran estas herramientas para conseguir un clima más estable en su región y, al mismo tiempo, se fastidiara al resto del mundo.
Es un poco lo que sucedió con las emisiones de C02 durante los últimos 150 años. Los países hoy industrializados son los que provocaron el problema y a los que vinieron detrás ahora se les pide que se contengan y que no hagan lo mismo. Hay un desequilibrio y una falta de equidad.
—¿Crees que a la exploración del cielo no tuvo el mismo protagonismo que, por ejemplo, la navegación por los océanos?
—Si miramos hacia atrás siempre pensamos en la exploración en el plano horizontal, en los cuatro puntos cardinales, la conquista de los polos, los grandes continentes, los océanos... Y se nos olvida que sobre todo a partir del invento del primer globo aerostático por los hermanos Montgolfier en 1793, comienza una carrera hacia las alturas, una nueva exploración en un nuevo punto cardinal metafórico, que es hacia arriba.
Fuimos llegando a lo alto de las montañas, primero el Mont Blanc, luego el Chimborazo, después los Himalaya. Luego los aerostatos llegaron a alturas impensables y los aeronautas comenzaron a desfallecer porque les faltaba el aire. Esa carrera lleva a que en 1901, tan tarde, los meteorológos descubrieran que el cielo tiene un “techo”, en el sentido de que hay una región nueva donde se dan condiciones que no se conocían, y la tienen que bautizar como la estratósfera.
Esos fueron los pasos previos al lanzamiento de cohetes y naves espaciales, un hecho que como cultura nos sacudió.
—¿Para ti cuáles son las preguntas más interesantes que nos falta responder sobre el cielo?
—Hay una creciente preocupación en la comunidad científica para ver si las previsiones del Panel de Cambio climático de la ONU se quedaron cortas, si se está produciendo algún efecto potenciador de fenómenos que se retroalimentan entre ellos.
Se tiene la sospecha de que en estas grandes olas de calor que hemos vivido en este verano de 2022 en regiones que se consideran templadas, quizá haya habido una distorsión del sistema de corrientes en chorro, que es más o menos estable, y podríamos estar ante un evento novedoso, que no sabemos adónde va a parar.
Hay preocupación, porque se ve que hay predicciones que se hicieron para 2050 que ya parecen asomar por la puerta, y el contexto socioeconómico y político no es muy propicio para tomar medidas que permitan atajar ese problema. El conflicto de Rusia y Ucrania, que amenaza al mundo desde el punto de vista energético, probablemente vaya a ser muy costoso, no ya desde el punto de vista humano y económico que se está viendo, sino desde el punto de la crisis climática.
Este sería el momento de intervenir de manera radical y lo estamos desaprovechando.
—En tono desolador dices que nos hemos convertido en una especie cabizbaja, ¿a qué te refieres?
—Tenemos tantos estímulos al alcance de la mano que de alguna manera hemos olvidado mirar a los cielos. Durante milenios el ser humano estuvo muy conectado con los espacios exteriores y de alguna manera desde el punto de vista biológico estamos desnaturalizando esa experiencia.
Estamos perdiendo la necesidad de mirar al cielo. Pero entre los cabizbajos hay excepciones, como los cazadores de tormentas, los observadores de pájaros, los cazadores de sondas meteorológicas, los observadores de nubes.
Me gusta bromear diciendo que quisiera crear una pseudoterapia, que sería inocua, por fortuna, y además nada rentable para su creador, que se llamara “cieloterapia”. La idea sería promover que todo el mundo saliera un ratito, así sea 15 minutos al día, a echar un vistazo a las alturas y a observar el espectáculo que nos ofrece el cielo.
Eso es reconfortante, no solo desde el punto de vista estético, sino que nos pone a escala en el planeta alucinante en el que vivimos. Y sobre todo nos hace hacernos preguntas sobre cómo funciona todo este sistema y cómo es este “océano de aire”.
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