Quién es Ed Kemper, el hombre que asesinó a decenas de mujeres y se entregó después de decapitar a su madre
El asesino tiene una larga lista de crímenes en su historial; su primer asesinato fue a su abuela y la lista terminó con su madre
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Edmund Emil Kemper III, o simplemente Ed Kemper, es un asesino serial que se hizo popular a principios de los años setenta luego de torturar, violar, asesinar y mutilar a decenas de mujeres en el estado de California, Estados Unidos.
Se conocen un total de 10 asesinatos efectuados a adolescentes, adultos y ancianos. Sin embargo, su actitud fría, aparentemente racional y calmada le hizo ser uno de los asesinos más temidos y difíciles de rastrear en aquellos tiempos.
No obstante, la vida de Kemper también estuvo marcada por el abandono, el enojo, el desprecio y la incertidumbre, ya que tuvo un sinfín de carencias emocionales que serían la piedra angular de lo que hizo en su vida de adulto.
Odiosa infancia
Ed Kemper nació el 18 de diciembre de 1948 en Burbank, en el estado de California. Hijo de Clarnell Strandberg, una madre estricta y emocionalmente distante, y de Edmund Emil Kemper Jr, quien se separó de su familia poco después de que el ‘pequeño’ Ed naciera.
Desde muy niño tuvo que sufrir los constantes desprecios de su madre, quien lo crió bajo un régimen en el cual el sexo era algo supremamente demonizado, al punto de que tenía el temor de que intentara violar a sus hermanas, por lo que lo mandó a dormir en el sótano de su casa.
Así mismo, Ed comenzó a desarrollar conductas antisociales, en parte porque no lograba encajar ni en casa ni en su escuela. Estos comportamientos los manifestaba haciendo rituales macabros con las muñecas de sus hermanas cuando alguna de ellas le hacía enojar.
“Tenía unas tijeras, una máquina de coser. Cogí las tijeras, le arranqué la cabeza a la muñeca y me dije: ‘volverá a colocársela de nuevo. Es como si no le hubiese hecho nada’. Así que cogí las tijeras y le corté las manos y le dije: ‘toma, ahora tienes un juguete roto y yo tengo otro juguete roto’. Aquella fue mi respuesta”, recordó Kemper al escritor Peter Vronsky para su libro ‘Asesinos en serie: el método y la locura de los monstruos’.
Igualmente, comenzó a tener actitudes crueles con animales. A los diez años enterró vivo a un gato y lo desenterró para decapitarlo y clavar su cabeza en una estaca. Así mismo, a los 13 años mató a otro gato, esta vez porque se dio cuenta de que su hermana Allyn lo prefería por encima de él.
También tenía la costumbre de jugar a la silla eléctrica o a la cámara de gas, en la cual pedía que lo ataran a un sillón y encendieran un interruptor imaginario para emular convulsiones, revolcándose y retorciéndose en el suelo, fingiendo ser ejecutado o interrogado.
Kemper tenía una relación cercana con su padre y el divorcio que este tuvo de su progenitora en 1957 lo dejó muy devastado, lo cual lo indispuso mucho más para convivir con su mamá.
La señora Clarnell, por su parte, no tenía problema en burlarse constantemente de su hijo debido a su estatura (medía 1,95 metros a la edad de 15 años) y lo ridiculizaba, refiriéndose a él como “un verdadero bicho raro”. Estas actitudes hicieron que Kemper describiera a su madre como una “mujer enojada y enferma”.
A los 14 años, Kemper huyó de su casa para poder reunirse con su padre, quien residía en Van Nuys, California. Una vez llegó allí se enteró de que su papá ya había formado otra familia. A pesar de ello, vivió con él durante un breve tiempo hasta que lo mandó a vivir con sus abuelos paternos.
Las primeras víctimas
El 27 de agosto de 1964, a los 15 años de edad, Kemper estaba discutiendo vehementemente con su abuela Maude en la cocina de la casa. El joven, durante la pelea, tomó la decisión de hacerse con un rifle de casa que su abuelo le había regalado para ir de cacería, entrar nuevamente a la cocina y dispararle fatalmente en la cabeza.
Cuando su abuelo volvió de hacer compras, Kemper salió e hizo lo mismo con él. Sin embargo, ya después de haber asesinado a sus abuelos, el joven no supo si esconderse o quedarse, por lo que llamó a su madre para que llamara a la Policía y lo detuvieran.
Luego de ser arrestado, el comisario del condado no dudó en preguntarle sobre cuáles fueron las razones por las cuales mató a sus abuelos, a lo que Kemper respondió: “Me preguntaba lo que sentiría al matar a mi abuela”. Esta frase fue suficiente para que remitiera al joven de 15 años a una evaluación psicológica, la cual arrojó que padecía de esquizofrenia paranoide.
Esto provocó que fuera recluido en el Hospital del Estado en Atascadero, California, un centro psiquiátrico especializado en agresores sexuales y criminales con inconvenientes psicológicos, del cual salió en 1969, a los 21 años.
El despertar de la bestia
Ya libre, Kemper volvió a vivir con su madre. En aquel entonces, y pese a estar internado durante seis años en un hospital psiquiátrico, tenía un coeficiente intelectual de 145 y actuaba con aparente normalidad.
Aquel ya adulto había logrado ganarse la confianza del personal del centro clínico, al punto de trabajar como secretario personal, pero al mismo tiempo, fue alimentando un odio visceral hacia su progenitora.
Su primer crimen después de salir del psiquiátrico ocurrió el 7 de mayo de 1972. Luego de una airada discusión con su madre, Kemper salió de casa en busca de su nueva víctima. A las cuatro de la tarde conoció a Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, dos jóvenes estudiantes de la Universidad de Stanford.
Ambas se subieron a su carro con la idea de que ese hombre desconocido las iba a llevar a su alma mater, sin embargo, a medida que Kemper empezó a tomar vías secundarias, la preocupación y desconfianza en Pesce y Luchessa comenzó a crecer.
Ya cuando el hombre llegó a un lugar totalmente desconocido, le preguntaron: “¿Qué es lo que quiere?”, a lo que Kemper respondió: “Ya saben lo que quiero”, mientras les apuntaba con una pistola.
Anita fue inmediatamente encerrada en el baúl del carro, para luego matar a Mary Anne. Mientras tenía la cabeza cubierta con una bolsa, Kemper intentó estrangularla con un cinturón. No obstante, la joven podía hacer resistencia, por lo que, para acabar con ella de una vez por todas, decidió apuñalarla por la espalda.
“Le pasé la hoja de la navaja buscando el lugar aproximado del corazón y le atravesé la espalda. Luego ella se giró completamente para ver, o para proteger su espalda, y yo le clavé la navaja en el estómago”, recordó el asesino.
Anita, por su parte, podía escuchar los sollozos de su amiga desde el maletero. Sabía que era cuestión de tiempo que corriera con la suerte de Mary Ann. “Le empujé la cabeza hacia atrás y le hice un corte en la garganta. Perdió el conocimiento inmediatamente”, finalizó Kemper.
De hecho, ya cuando fue su turno, Kemper la apuñaló de una forma mucho más sádica que con la otra joven. Sin embargo, la muerte no era suficiente para él. Ed llevó ambos cuerpos hasta su casa para luego tomarles fotografías con una cámara Polaroid y las guardó como recuerdo.
Más adelante, decapitó los cuerpos y violó sus cadáveres y cabezas. Finalmente, los desmembró y guardó cada parte en bolsas de plástico. Al día siguiente, manejó hasta Loma Prieta, la montaña más alta de la zona de Santa Cruz, y enterró allí algunas de las partes de los cuerpos. Las demás simplemente las tiró a la basura.
Aiko Koo
Luego de varios años y de poder tener un trabajo estable, Kemper finalmente se emancipó de su madre y se fue a vivir a una habitación arrendada en San Francisco. Fue allí donde llevaba los cuerpos de sus víctimas ante las bajas sospechas que levantaba.
Su próxima víctima fue una joven de origen asiático llamada Aiko Koo, quien iba en camino a una clase de baile. Al igual que con sus anteriores víctimas, logró que la joven fuera a su carro para después llevarla a un lugar desconocido y luego asesinarla.
Luego de haberla violado y matado, guardó el cuerpo en el maletero y condujo a la casa de su madre. Era común que Kemper acudiera a la casa de la señora Clarnell para probar si su madre se había dado cuenta de que algo andaba mal en él, pero como sabía que era una persona emocionalmente distante de él, estaba seguro de que no vio nada raro.
Con el cadáver de Koo guardado en una caja, era inevitable para Kemper el deseo de tocarla; esto para saber “qué partes estaban aún calientes”. El caso de la joven es especial, pues podía dar cuenta del funcionamiento de la mente de este individuo, quien perpetró el asesinato el mismo día que tuvo cita con el psiquiatra forense.
Era costumbre para él acudir a evaluaciones psiquiátricas de forma regular para comprobar su estado mental y, aquel día, acudió hacia los galenos con total normalidad, salió con el resultado que dictaminó que ya no representaba una amenaza latente para sí mismo y para la sociedad. Era todo un maestro del engaño.
No obstante, su sed de sangre siguió creciendo, hasta el punto de cometer el error de romper la regla de oro de todo asesino serial: matar en lugares en los que los podrían reconocer. Sin embargo, eso poco le importó. Los asesinatos que cometía cerca a los campus le sirvieron como preparativo para, de una vez por todas, cometer el crimen que más deseaba: asesinar a su madre.
“Le corté la garganta con un cuchillo, y después la decapité. Violé su cabeza cortada. Cuando terminé puse la cabeza en un estante y le grité durante una hora. Le lanzaba dardos”, mencionó en una conversación con Robert Ressler, criminólogo y experto en asesinos en serie.
El fin del ciudadano
El asesinato de su madre, más que traerle alegría o, por lo menos, tranquilidad, le trajo incertidumbre. Kemper no le hallaba sentido a lo que había acabado de hacer, por lo que se halló confuso y sin saber qué rumbo de acción tomar, tal cual como cuando asesinó a sus abuelos.
Luego de asesinar a una amiga de su difunta madre, Kemper se entregó a las autoridades en 1973, y él mismo se encargó de confesar todos los asesinatos que cometió, los lugares, los nombres, los métodos y las herramientas que tuvo a su disposición.
El 8 de noviembre de ese año, luego de confesar todos sus crímenes con una tranquilidad pasmosa, el Estado de California lo condenó a ocho cadenas perpetuas con derecho a libertad condicional.
Sin embargo, Kemper era consciente que él mismo era un peligro muy grande para la sociedad y prefería estar tras las rejas durante el resto de su vida: “No se puede en absoluto correr el riesgo de que lo que se produjo una vez pueda volver a suceder. Así que no, no, yo no quiero volver a ver a Kemper en la sociedad pese a haber participado en su defensa”, aseguró Ressler.
Desde entonces, Kemper sigue recluido en la California Medical Facility, sin ningún interés en salir libre y aguardando que, tarde o temprano, la muerte le haga una última visita.
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