La historia de un ícono que palideció frente a otros referentes femeninos en la segunda mitad del siglo XX, pero que antes inspiró películas y obras de arte
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Entre los arquetipos femeninos de la Antigüedad aclamados por la cultura pop en los últimos años se encuentran Cleopatra, las Amazonas y Afrodita.
Pero Salomé, una heroína adorada hasta principios del siglo XX, ha caído en un relativo olvido. Una injusticia que hay que reparar.
Los Evangelios nos hablan del asesinato de Juan el Bautista al final de un famoso banquete alrededor del año 29 en el que se cuenta que Salomé bailó. La fiesta tenía por objeto celebrar el cumpleaños de Herodes Antipas, tío abuelo de la joven y tetrarca, es decir, gobernador de algunos territorios del sur de Oriente Próximo en representación de los romanos.
La danza de Salomé se produjo en una de las fortalezas de Antipas, en Maqueronte, que Flaubert, en Hérodias, uno de los “Tres cuentos” publicados en 1877, muy acertadamente sitúa al este del Mar Muerto.
Una cabeza en una bandeja como precio de un baile
Antipas había arrestado y encarcelado a Juan el Bautista, un predicador muy popular cuyas violentas diatribas contra el orden establecido podrían haber incitado una revuelta. También fue declarado culpable de los insultos proferidos contra Herodías, la esposa de Antipas. Herodías nunca se cansó de exigir que se diera muerte al insolente profeta.
Pero Antipas no lo tenía muy claro, porque sabía que Juan el Bautista era un hombre justo y santo, tal y como podemos leer en el Evangelio según San Marcos.
El cumpleaños de Antipas ofreció a Herodías el momento propicio para lograr su objetivo. La esposa del tetrarca asistió a la fiesta acompañada de su hija Salomé, fruto de un matrimonio anterior.
Durante el banquete, la hija de Herodías se puso a bailar y agradó a Herodes y a sus invitados. El tetrarca, como gesto de agradecimiento, le hizo este juramento: “Todo lo que me pidas, te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino”.
Entonces, Salomé, bajo la influencia de su madre, reclamó “en un plato, la cabeza de Juan el Bautista”.
El tetrarca no se atrevió a negarse, para no quedar mal delante de sus invitados. De inmediato envió un guardia para decapitarle en su celda. Y Salomé recibió la cabeza, que entregó a su madre.
La princesa Salomé había nacido en el año 18 y, por tanto, tan solo tenía 11 o 12 años en aquel momento.
El término griego con el que se la define en el Evangelio es “korasion”, un diminutivo neutro de “korè” (niña). La palabra “korasion” no solo evoca a una niña, sino que también la priva de toda feminidad.
El baile de Salomé no fue, por lo tanto, una danza erótica, a menos que supongamos que los evangelistas recurrieron a la ironía. Es decir, que la hipótesis de que una mujer seductora protagonizara aquella danza parece poco probable, según las escrituras, donde toda familiaridad está fuera de lugar.
En el origen del mito del baile de Salomé tal vez no hubo más que la actuación de una niña con motivo del cumpleaños de su tío abuelo.
Salomé, una niña transformada en una mujer desvergonzada
Salomé experimenta una metamorfosis como figura erótica tres siglos después de la escritura de los Evangelios, en el Sermón 16 (Para la decapitación de San Juan el Bautista) de San Agustín.
Aquí, Salomé luce sus pechos en el transcurso de un baile frenético: “A veces se inclina hacia los lados y muestra su costado a la vista de los espectadores; a veces, en presencia de estos hombres, luce los pechos”.
De este modo, Salomé se convirtió en una adolescente desvergonzada y fatal. Como otras figuras similares de las sociedades patriarcales, encarna el peligro femenino frente al cual los hombres deben protegerse.
El famoso baile bien pudo haberse producido. Sin embargo, como señala el historiador Harold W. Hoehner, los evangelios no atribuyen a la actuación de Salomé ninguna connotación erótica.
San Agustín se convirtió, a su pesar, en promotor del destino excepcional de Salomé, cuya condena pronto se convirtió en fantasía. El baile de la niña fue un gran éxito a partir de la Edad Media.
En el tímpano del pórtico de San Juan, en la catedral de Rouen, que Flaubert conocía bien, una acrobática Salomé se retuerce con la cabeza agachada y las piernas en alto.
En el siglo XV, el pintor Benozzo Gozzoli retrata a una adolescente orgullosa que no duda en atraer a Antipas con la mirada.
Atónito, el tetrarca tiene la mano derecha inmovilizada sobre su corazón, mientras que, con la otra, agarra un cuchillo de cocina erigido sobre la mesa del banquete, un símbolo fálico discreto que sugiere su excitación.
Salomé también aparece retratada, segura de sí misma, por Cranach el Viejo (1531): no parece impresionada por la cabeza ensangrentada que lleva en un plato, como el trofeo de su victoria, mientras Antipas hace un gesto de disgusto.
Cranach destaca la oposición entre la orgullosa belleza de Salomé y el tetrarca, representado como una figura grande con una mirada pesada. El artista también juega con el contraste entre la elegancia de la joven virgen y el rostro del profeta decapitado, mezclando erotismo y crueldad en una obra que puede calificarse de sádica.
La duplicación de la amenaza femenina
En 1877, cuando Flaubert publicó Herodías, recordó a la contorsionista del tímpano de la catedral de Rouen. También se inspiró en sus propias experiencias, especialmente en compañía de las bailarinas Kuchuk Hanem y Azizeh, a quienes conoció en Egipto.
El personaje de Salomé expresa tanto la atracción como el terror que le provoca el poder de la seducción. La caída del santo simboliza la castración del hombre alienado por el deseo.
Un deseo que hechiza, e impide cualquier juicio, despertado por la simple visión de partes del cuerpo femenino: “Un brazo desnudo se acercó, un brazo joven, encantador”.
El físico de la joven está fragmentado. Sus diversas parcelas o características ayudan a encender el deseo del espectador: “Los arcos de sus ojos, la calcedonia de sus orejas, la blancura de su piel”.
La ropa también está detallada, resaltando la carne que la hace aún más atractiva: “Un velo azulado que le cubre el pecho y la cabeza”, “zapatitos de plumón de colibrí”.
Flaubert expresa una especie de fetichismo de los adornos femeninos orientales y seductores. Esta imagen se utilizó posteriormente en el cine, en la danza de Brigid Bazlen encarnando a Salomé en la película Rey de reyes (1961), de Nicholas Ray.
Aunque el título del relato se refiere únicamente a Herodes, la obra se construye sobre una duplicación de la amenaza femenina a través de las figuras estrechamente relacionadas de la madre, verdadera maestra de ceremonias, y de su hija, no menos formidable, como ejecutora del guión materno.
Así es como Antipas cae en las redes de estas dos mujeres fatales: la manipuladora y la hechicera.
El ídolo caído
Después de Flaubert, Salomé todavía pobló la imaginación occidental durante algunas décadas. En 1891, Oscar Wilde inventó el tema de la danza de los siete velos para su obra Salomé, más tarde llevada a la música por Richard Strauss (1905). La figura de Salomé alcanzó entonces su apogeo artístico.
Posteriormente, fue encarnada en el cine por algunas actrices sulfurosas como Rita Hayworth (Salomé, de William Dieterle, 1953) o Brigid Bazlen (Rey de reyes, de Nicholas Ray, 1961). Y en 1988, Imogen Millais-Scott interpretó a la perfección el papel de una descarada lolita en Salomé, de Ken Russell.
Pero en la segunda mitad del siglo XX, la fascinación del público por la bailarina bíblica desaparece en favor de nuevos iconos femeninos más contemporáneos y positivos o feministas.
Salomé ya no es realmente un ídolo de nuestro tiempo.
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