El piloto Rubén Mimbela Velarde cuenta la historia íntima de la operación “Traslado”, cuando la Fuerza Aérea del Perú donó 10 aviones Mirage a la Fuerza Aérea Argentina, la mayor colaboración que recibió nuestro país durante la guerra de Malvinas
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Rubén Mimbela Velarde (74), alias “Sapo”, es uno de los diez pilotos del Grupo Aéreo Número 6 de la Fuerza Aérea del Perú que, el 6 de junio de 1982, volaron sus aviones Mirage hasta Tandil y los pusieron a disposición de sus colegas argentinos. Sabían el riesgo que la misión implicaba para su país: ser descubiertos podía disparar un conflicto diplomático -y también bélico- con el Reino Unido. Pero no lo dudaron. “Nos hubiese encantado combatir con nuestros hermanos argentinos, estábamos listos”, asegura el piloto.
“Creo que la operación se llamó ‘Traslado’, a secas”, dice Mimbela en diálogo telefónico con LA NACION. La misión se completó bajo el más estricto secreto y los detalles recién se dieron a conocer 25 años después de la guerra de Malvinas.
A “El Sapo”, que volaba los Mirage desde 1976, le dieron la responsabilidad de planificar el vuelo de ida, la entrega de los aviones y el viaje de regreso. Ordenó pintar sus Mirage con los colores de la bandera argentina y diseñó un plan de vuelo perfecto para evitar ser detectados por los radares chilenos.
Este operativo, que jamás debe ser olvidado, constituyó el gesto de ayuda más grande que recibió la Argentina durante la guerra. La Fuerza Aérea Argentina había perdido varios aviones caza en combate y necesitaba reforzar su poder de fuego en el Atlántico Sur. Además de los aviones, la ayuda peruana se completó con misiles y diversos elementos de logística.
“Estábamos listos para pelear”
-Rubén, ¿cuándo, y cómo se empieza a gestar la ayuda peruana?
-Nosotros nos dividíamos en escuadrones y nos turnábamos cada mes para viajar a La Joya, nuestro centro de entrenamiento en Arequipa. Era muy común, cumplíamos unos días y volvíamos a casa, y así sucesivamente. Yo me encontraba, en ese momento, en el destacamento, con 6 pilotos. Estábamos al tanto de la guerra. Nuestro objetivo era mantener el equilibro y estar listos para actuar en el caso de que a la Argentina se le fueran encima más fuerzas enemigas de las que ya tenía. Es decir, estábamos atentos a lo que podían hacer aliados de Inglaterra en Sudamérica. Nosotros, hermanos de nuestros compañeros argentinos, estábamos listos para ayudar. Un día, a fines de mayo, me llegan indicaciones. Mis superiores me llaman por teléfono y me dicen que tenían una misión, que había que ir al sur a trasladar tantos aviones. Y me dan la responsabilidad de planificar todo. “De la manera más discreta”, aclararon, ya que había muchas cosas en riesgo. La tarea, en síntesis, era llevar 10 aviones Mirage a Jujuy. Reuní a los pilotos que estaban conmigo y luego se sumaron otros 4 de otra base. Los integrantes elegidos fueron Pedro Seabra Pinedo, Augusto Mengoni Vicente, César Gallo Lale, Gonzalo Tueros Mannareli, Milenko Vojvodic Vargas, Ramiro Lanao Márquez, Pedro Ávila y Tello, Mario Núñez Del Arco, Marco Carranza Correa y yo.
-¿Le sorprendió el llamado?
-Me sorprendió, indudablemente.
-¿Tenían miedo de que esta operación produjera una represalia británica contra el Perú?
-Bueno, sí, había el temor de que eso pasara. Pero los que tenían que preocuparse eran los superiores, el gobierno. Nosotros éramos pilotos de combate y estábamos listos para hacer nuestro trabajo.
-¿Pudieron avisarle a sus familias que vendrían a la Argentina?
-A nuestras familias les habían dicho que estábamos entrenando en la zona de La Joya, que era lo habitual. No supieron nada, pero no sospecharon nada. Nadie, excepto nosotros y un puñado de altos mandos, sabía de esta operación.
Radares chilenos y Harriers británicos
-¿A qué detalles debió estar atento cuando planificó el viaje?
-En primer lugar había que evitar ser captados por los radares chilenos de la zona de Antofagasta. Porque si bien la ruta de vuelo era sobre territorio boliviano, bien podrían detectarnos a través de ellos. Apagamos todos nuestros radares. Volábamos en silencio total. Luego, intentar no ser descubiertos de forma visual: es decir, no había que dejar estela de vapor... Y para eso, íbamos calculando la altura y otras condiciones, para evitar que se generara esa condensación, que es lo que deja la estela. El planeamiento inicial era ir a Jujuy. Salimos de madrugada. Reportábamos lo mínimo. En un momento uno de los aviones empezó a perder combustible, la válvula estaba mal cerrada, algo pasó, y tuvo que avisar por radio. Pero por fuera de eso, íbamos en silencio. Además de nosotros, volaba un Hércules que llevaba repuestos y misiles AS-30. Se le pintó una matrícula de un avión civil de Aeroperú para sus comunicaciones radioeléctricas. Volábamos tres grupos, en una línea diagonal que se estiraba hacia la izquierda, hacia el Este, así todos teníamos buena visión hacia el Oeste.
-¿Por alguna razón en particular?
-Tuvimos que prepararnos para un posible combate. Nos había llegado la información de que posiblemente hubiera aviones Sea Harriers británicos patrullando en la zona de la frontera con Chile. Entonces íbamos mirando, muy atentos. Yo volaba con 4 aviones, atrás 3 y atrás 3 más. En caso de aparecer uno, el guía, o sea yo, me enfrentaba. Teníamos armados los cañones, por las dudas.
-¿Tuvieron contacto visual con un Harrier?
-No hubo nada, felizmente.
-¿Le pintaron escarapelas argentinas a sus Mirage?
-Sí. Y para hacerla bien, recibimos a un equipo de técnicos aeronáuticos argentinos en La Joya. Trajeron unas calcomanías de banderas argentinas para pegar en los fuselajes. Las escarapelas fueron pintadas. También se cambiaron los números de matrícula por los de aviones argentinos que habían sido derribados en el Atlántico. Así, los Mirage que supieron ser nuestros, parecían argentinos. Había una diferencia nomás: el camuflado era color “arena”, cuando los que usaban ustedes eran “selva”. Era impresionante verlos así, con otra bandera. Como piloto era emocionante, ponernos en los zapatos de nuestros compañeros de la Fuerza Aérea Argentina.
“Sapo, está autorizado a darle de beber a los caballos”
El viaje a Jujuy fue un éxito. “Abrí mi cúpula y ya estaba un destacamento de la Fuerza Aérea Argentina. Me recibió Luis, el buen Luis Puga, héroe de Malvinas. Nos fundimos en un abrazo emotivo. Estaba medio cojeando, con los ojos rojos, golpeado: claro, se había eyectado días antes, en la batalla de San Carlos, cuando fue impactado por un misil norteamericano Sidewinder lanzado desde un Sea Harrier”, relata Mimbela, emocionado.
“Estábamos listos para volver a Jujuy, pero uno de mis colegas me transmitió una solicitud de la fuerza aérea para trasladar los aviones a Tandil. Yo le dije ‘mi posición es hasta acá'. No dependía de mí... Pedí comunicarme con el comando respectivo. Me dieron un teléfono y llamé. El general Ricardo Maertens me escuchó y me preguntó dónde estaba. ‘Jauna’, le dije; era código para Jujuy. ‘Me piden que vayamos hasta Trujillo (Tandil)’. ‘Espéreme’, me dijo. Esperé unos 10 minutos hasta que me dieron respuesta. El general, que era aficionado a la hípica, me responde en código: ‘Sapo, está autorizado a darle de beber a los caballos, y todos los caballos se trasladan al stud de Trujillo. Y ahí los jokers se regresan’. No era difícil de interpretar: había que cargar combustible y seguir camino hasta Tandil.
“Quedémonos, combatamos”
A continuación, el relato de Rubén Mimbela sobre uno de los momentos más emotivos de la misión peruana: “Cuando estábamos por subirnos a los aviones, se me presentan los oficiales. Me pidieron, en nombre de los demás pilotos, quedarse en Tandil. Querían quedarse y ponerse a disposición. Querían combatir, fuese con uniforme peruano, con uniforme argentino... Me emocioné, y se los dije, pero el tema es que ya nos habían dado la orden de que nos regresáramos. Éramos pilotos de combate, y así lo sentíamos. Me hubiera gustado quedarme yo también, tanto como a los otros. Fue un momento altamente emotivo”.
En Tandil, la llegada del escuadrón de cazas produjo una algarabía total. Los pilotos peruanos fueron recibidos por el mayor Aurelio Crovetto Yáñez, de la Fuerza Aérea del Perú, que ya tenía varios días en Argentina trabajando con el Estado Mayor Conjunto. Los pocos aviadores argentinos que se hallaban en la base (los otros estaban combatiendo) se abrazaron con sus colegas peruanos. “Algunos estuvieron al borde de las lágrimas. Imagínese que a usted le llevan ayuda militar cuando más la necesita y en momentos cruciales. No era para menos”, dijo Crovetto, años más tarde.
EL REGRESO
Rubén cuenta que después de una media hora en Tandil, los aviadores peruanos se subieron al Hércules y regresaron de inmediato, para no levantar sospechas. Solo uno, de apellido Torretome, se quedó para dar algunas instrucciones a los pilotos argentinos sobre el uso de ese modelo particular de Mirage. “Los aviones eran muy similares. Unos tenían las capacidades expresadas en litros, los otros en galones. Había ese tipo de diferencias. Pero es un avión muy quisquilloso, no puedes dejar nada al azar, tienes que saber todo lo que tienes en frente”, explica Mimbela.
-¿Qué recuerda del regreso?
-Volvimos en un Hércules C-130. Nos dieron unos colchones, los tiramos en los aviones. Fue un viaje corto, pero cargado de emociones. Regresamos a Lima y me reencontré con mi familia.
-¿Perdió amigos argentinos en Malvinas?
-Sí. El primero que cayó fue Gustavo García Cuerva. Solía haber intercambios entre los pilotos de los países, para entrenar, y muchos argentinos venían a Perú, así como muchos peruanos iban a la Argentina. Así conocí a Gustavo y a varios más. También he volado con Mario Hipólito González. Fue muy especial haber ayudado, porque teníamos un vínculo de amistad y camaradería con varios de los que habían caído. Siempre sentimos esa hermandad con los argentinos.
Al día siguiente, en Tandil, se empezó a adiestrar a los pilotos argentinos y a poner a punto a los aviones para tratar de enviarlos, lo más pronto posible, a la base de San Julián, en Santa Cruz. Rápidamente, fueron desplegados en la Patagonia. Pero nunca entraron en combate, ya que, una semana después, ocurrió la rendición argentina.
Pasaron 42 años, pero Rubén alias “Sapo” Mimbela Velarde todavía se emociona cuando cuenta esta historia. Dice, convencido: “Siempre sentimos esa hermandad con el pueblo peruano. Nos ha pasado de ser saludados por mucha gente que no nos conocía. Es algo emocionante. Nunca dudamos: si nos autorizaban a ir a pelear, íbamos”.
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