Hace más de 40 años, un joven de Venado Tuerto, hijo de inmigrantes, descubrió en un bazar de Macy’s el producto que cambiaría el rumbo del negocio familiar y de las cocinas argentinas
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Detrás del imperio -que exporta al mundo y cuenta con 300 empleados, además de 20 mil revendedores- hay una historia que merece ser contada. Comienza con una fundición de aluminio, en Venado Tuerto, a mediados de los ‘50. Fundiciones Yasci nació en el patio de la casa de un inmigrante italiano de escasos recursos, pero con abundantes ganas de progresar. Años más tarde, su hijo guiado por el mismo espíritu audaz, se embarcó en una búsqueda en el afán de darle una vuelta al negocio familiar y garantizar su continuidad. Tras de varios años de intentos fallidos e incontables viajes sin éxito, un impensado descubrimiento en un bazar de Nueva York cambiaría el rumbo de la empresa para siempre.
Armando Yasci era un inmigrante italiano que se inició en el país como obrero en una fábrica de cocinas de hierro. A mediados de los años ´50, llevado por su espíritu emprendedor, comenzó a fundir aluminio “en tierra”, dentro de un pozo que hizo en el patio de su casa, en Venado Tuerto, Santa Fe. Con la ayuda de su mujer, Teresa, y sus hijos, Ito y Wilder, Armando realizaba los pedidos que le encargaban sus vecinos. Herramientas o piezas pequeñas de máquinas, en su mayoría. Para moldear el aluminio utilizaba un matalangostas que era básicamente un soplete a kerosene. Luego, Fundiciones Yasci creció y se especializó en la fabricación en serie de quemadores de cocinas a gas, altamente requeridos en aquella época para el reemplazo de las cocinas a leña.
“Esa fábrica de quemadores tenía una vida limitada... Era una cuestión de sentido común, inevitable, que con mi hermano nos preguntáramos: ‘¿Esto tendrá futuro?’”, cuenta Wilder. De inmediato, se propuso encontrar un producto “para producir y vender” que estuviese relacionado con la fundición del aluminio. “Por eso, siempre digo que Essen no fue algo que cayó del cielo, sino que fue el resultado de una búsqueda”, añade.
La búsqueda
Wilder tenía 32 años y estaba decidido a garantizar el futuro del negocio familiar. Pero aún no sabía cómo: sólo intuía que la clave estaba fuera de la Argentina. Motivado en esa expectativa, durante varios años se dedicó a viajar por el mundo, principalmente Europa y Estados Unidos en busca de “cosas nuevas para hacer con la fábrica de aluminio”.
“Eran viajes fuera de lo común para la época. Yo vivía en Venado Tuerto y que alguien de ahí, hace 60 años, piense en viajar sin tener una situación económica resuelta como para decir ‘me voy un día a Europa, vuelvo y a los pocos días volver a partir’, pienso que eso pudo generar algún tipo de suspicacia entre los vecinos del pueblo, pero mi papá respetaba lo que yo hacía, aunque tal vez no lo entendía mucho, él confiaba”, asegura Wilder.
“Y lo que sucedió fue un encuentro entre la mujer y el aluminio... me gusta pensarlo así”, piensa Wilder como un epígrafe de su historia.
Dos argentinos en Manhattan
Wilder cree que el viaje a Nueva York que hizo a mediados de los 70′ con Roberto Angelini, cuñado de su hermano, fue determinante para el nacimiento de Essen. Juntos, en el bazar de la tienda Macy’s, hicieron un descubrimiento decisivo... aunque casi terminó frustrado por las “trampas de la vida”.
“Lo interesante de tener una idea es que instintivamente sentís algo poderoso. Y acá entran las cosas jugosas de una búsqueda y las trampas que la vida nos pone, como a los ratones para que no lleguen a su objetivo”, piensa en voz alta Wilder. Mirta, sentada a su lado, añade: “A veces el diablo mete la cola”.
Entre risas, Wilder recuerda como, aquel día, en tres oportunidades casi se desvían de su objetivo, que consistía en subir los cuatros pisos de la tienda para llegar a la sección de “bazar” y ver los productos en venta. Primero, presenciaron un arresto que les hizo recordar una escena de Al Pacino en la película Serpico. Luego, la obstinación de Roberto por obtener una foto con la célebre Barbra Streisand que paseaba por la tienda y finalmente la obligación de comprar todo un set de ollas y las dudas en torno a su traslado a la Argentina.
“¡Mira que lindas cacerolas! ¡Son de aluminio Roberto! ¡No existen de aluminio! ¡Vamos a llevar una!”, le dije. Y Roberto me respondió: “¿Te parece?”. “¡Sí, vamos a llevar una!”, insití. Cuando fuimos a pagar, la vendedora me explicó que no las vendían sueltas, que teníamos que llevar el set de ocho piezas. Roberto protestó “¿Dónde vamos a llevar esto?! ¡Vamos a tener que pagar sobreprecio con el equipaje! Y ahí dudé. Se me cruzó en la cabeza ‘¿las llevo o no las llevo?’. Pero decidí llevarlas de todos modos. Esa pregunta, hoy podría leerse como ‘Essen o no Essen’”, cuenta Wilder divertido, quien descubrió en esas cacerolas una oportunidad para la fundición familiar.
“¿Vos fabricás esta porquería?”
Una vez en la Argentina, tardaron tres años en fabricar las réplicas de las ollas que habían traído de los Estados Unidos. “Cuando llegamos al país había muchos componentes de cómo hacer las cacerolas que no se conocían acá. Fueron tres años de luchas, de viajes, de noches sin dormir, junto con mi hermano y con Roberto”, recuerda Wilder.
Una vez terminada la producción se enfrentaban con un nuevo desafío: colocación y venta en el mercado. Wilder fue el encargado natural de emprender esta tarea: “Mi hermano y Roberto me dijeron ‘Bueno vos vas a tener que venderlas’. Y me preguntaron, de manera irónica, ‘¿Vas a poder vender todas las que nosotros vamos a fabricar?’. Entonces, yo les dije ‘Sí, lo interesante es saber si ustedes van a poder fabricar todas las ollas que yo voy a vender’. Y eso lo escribimos y lo firmamos en un papel que aún conservamos”, recuerda con una sonrisa.
A pesar del entusiasmo de Wilder, la recepción del mercado no fue la esperada. “Fui a los negocios de Venado Tuerto, a los que tenían bazar, y me decían ‘Ah mirá qué lindas. Espero que te vaya bien’. Yo pensaba que me las iban a encargar, pero no me decían nada”, recuerda. Entonces comenzó lo que Wilder bautizó como “El largo peregrinaje de vender las cacerolas”.
Mirta recuerda que todas las noches salían a recorrer los bazares del pueblo para ver si se había vendido alguna olla. “Siempre volvíamos con la cabeza gacha porque no se vendía ninguna. Fue un tiempo de mucha lucha y muchas ganas de tener éxito… porque se habían roto el alma trabajando…”, dice.
En busca de nuevos horizontes, Wilder decidió viajar a Buenos Aires con sus ollas. “Iba con una sonrisa muy grande y volvía con la cabeza gacha”, recuerda. Finalmente encargó un estudio de mercado, pero el resultado tampoco fue el esperado. “El responsable del estudio me dijo: ‘¿Vos fabricás esta porquería? Son feas, pesadas y caras. No sirven para nada’. Le dije que estaba equivocado. A los tres años me lo crucé y me reconoció que se había equivocado y yo tenía razón...”, recuerda Wilder, anunciando que el triunfo estaba próximo.
El descubrimiento de la venta directa
Una noche, 45 años atrás, mientras Mirta preparaba la cena, Wilder llegó a la casa. Ella, muy entusiasmada, le contó a su marido la experiencia que había disfrutado aquella tarde en la casa de su maestra de cocina.
“Le conté que habíamos ido varias señoras y que nos habíamos divertido un montón, habíamos bailado, hecho juegos y aparte habíamos comprado cosas… y le mostré la lista de cosas que yo había comprado a Susan Foster, una mujer inglesa que vendía Tupperware. Entonces, Wilder se mostró muy interesado y me preguntó ‘¿Dónde vive Susan Foster?’, recuerda Mirta. Susan vivía en el campo y sin dudarlo, para allá partió Wilder, en el medio de la noche. Quería conocer más sobre ese sistema de venta.
“Siempre fui ansioso, así que esa misma noche me fui a la casa de esta mujer. La chica que trabajaba me dijo que la señora no me podía atender porque tenía gente en la casa y estaba cocinando, pero yo insistí y terminé conversando con ella en su cocina. En la vida si hay algo que no hay que perder nunca es la humildad y ser consciente de que hay gente que sabe más que uno. Es importante mantener la curiosidad y ese estado de búsqueda constante”, señala Wilder.
La vendedora de Tupperware introdujo a Wilder en un mundo que él desconocía: la venta directa. “Ella me dio la punta del hilo y yo me encargué en poquito tiempo de llegar al ovillo y enterarme de muchas cosas que lograron que nuestras cacerolas se transformaran en un producto de venta directa”, dice.
Al día siguiente, Mirta preparó una canasta con ingredientes y Wilder partió a Sancti Spiritu, un pueblo cercano a Venado Tuerto, para realizar la primera demostración del uso de las cacerolas. ¿El resultado? Un éxito. “Eso fue el puntapié inicial de lo que es Essen en la venta directa”, señala Wilder.
“¡Se tienen que llamar Essen!”
Cuando las ollas comenzaron a venderse surgió en Wilder una nueva preocupación porque las comercializaba con el nombre de la marca que había visto en los Estados Unidos. Una noche, mientras la familia compartía la cena miró a Mirta y le dijo: “No me gusta este nombre que tenemos ¿No se te ocurre algún otro? ¿Cómo la podríamos llamar?”
Mirta recuerda que se levantó de la mesa y fue a pensar a la galería de su casa, mientras tanto el resto de la familia continuaba cenando. “Lo que me pasó fue como un momento mágico o bendito. Pensé nombres en alemán… no sé por qué… me remonté a mi infancia en el campo y sentí la voz de mi mamá llamándonos a mí y a mis hermanos: ‘Kinder kommen essen’, que quiere decir: ‘Chicos vengan a comer’ en alemán. ¡Essen! ¡Se tienen que llamar Essen! le dije a Wilder y él enseguida asintió”, cuenta.
“Pienso que en el fondo Essen tiene tantos significados. Es la habitación más importante de un hogar, donde pasan todas las cosas, en la cocina, un lugar donde la familia se reúne, donde la mama, el papá, los chicos, los tíos y los abuelos cuentan sus cosas. Es un lugar de risas y también de peleas o de llantos… Essen significa todo eso, una cacerola sobre la mesa con la comida más rica, hecha con amor para la familia… y no podría haberse llamado de otra manera”, añade.
“Cuando escucho que la gente dice ‘Mirá la suerte que tuvieron’... y si bien es cierto que en la vida hay que tener un poco de suerte, no lo es todo. Aquí hubo mucho trabajo, mucho esfuerzo. ‘Sangre, sudor y lágrimas’, como decía Churchill. Pero todo lo vivido, sin dudas, valió la pena…”, reflexiona Mirta. Y, acto seguido, manifiesta la admiración que siente por su marido que “vive pensando en la empresa, buscando cosas nuevas para mejorar”. Wilder sostiene su mano y coincide. “Por ahí pasa la cosa”.
Actualmente, Essen posee más de 300 empleados, y cuenta con unos 20.000 emprendedores que realizan demostraciones de los usos de los productos de la empresa en Uruguay, Paraguay, Perú y Bolivia y recientemente, se agregó a la lista los Estados Unidos. Llevan vendidas más de 25 millones de ollas.
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