Stanley Coggan fue uno de los 554 pilotos argentinos que se unieron a la Royal Air Force en la Segunda Guerra Mundial; bailó con Rita Hayworth y festejó sus 18 con el padre de John Lennon
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A 20 días de cumplir 100 años hablamos con Stanley Coggan en su casa de Banfield, entusiasmado y bien predispuesto a compartir los momentos más memorables de su historia. Hoy, al morir, pocos días después de entrevistarlo, replicamos esa nota.
En 1909, John Coggan emigró a la Argentina. Dejó atrás a su querida Inglaterra y desembarcó en el puerto de Buenos Aires. Vino a “hacer la América”. Formó parte de la segunda ola de inmigración británica, entre finales del siglo XIX y principios del XX, que llegó para desarrollar el ferrocarril. El primer trabajo que consiguió en el país fue, justamente, como maquinista de locomotoras.
Poco tiempo después, cuando sintió que pisaba firme, convocó al resto de su familia: a su mujer, Gayle, escocesa, y a sus dos hijos. Fundó su hogar en el sur del gran Buenos Aires, cerca de los talleres del Buenos Aires Great Southern Railway, en Remedios de Escalada. Y tuvo un tercer hijo, argentino, al que bautizó con nombre sajón: Norman (que significa “hombre del norte”). Si bien fue adoptando costumbres criollas, nunca olvidó su origen. En su casa, por ejemplo, siempre se habló en inglés.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Norman Coggan viajó a Europa y se ofreció como voluntario en el Ejército británico. Combatió en el frente oeste, con el Regimiento de Húsares de Caballería 18. Sobrevivió al horror de la guerra y regresó a la Argentina en 1919, sano y salvo.
Aquí formó una familia, igual que su padre. Se radicó en Lomas de Zamora. El 8 de enero de 1924, tuvo un hijo -que se convertiría en el protagonista principal de esta nota- al que bautizó Stanley.
Hace días, Stanley Coggan cumplió 100 años. Su historia repite, en parte, la de su padre: antes de alcanzar la mayoría de edad, decidido, fue a la embajada británica y se inscribió para pelear como voluntario en la Segunda Guerra Mundial. “Quería eliminar a Hitler y a su régimen destructivo”, dice con su inconfundible acento inglés.
Su único hijo, al que bautizó con un nombre tan inglés como argentino, Daniel, es testigo de la charla con LA NACIÓN. A continuación, su testimonio:
-Stanley, ¿a qué se dedicaba cuando decidió inscribirse como voluntario?
-Estaba trabajando para los ferrocarriles como aprendiz de ingeniería. Había terminado el secundario en el Colegio Técnico Industrial Otto Krause. Y, previamente, había hecho primaria y secundaria en el San Albano. Siempre fui de Lomas y viví por Lomas.
-¿Por qué se anotó como voluntario?
-Había una guerra y había un avance importante del nazismo, no solo en Europa sino también en la Argentina. De hecho, acá había funcionarios ideológicamente cercanos al nazismo. Quise participar para eliminarlo a él, a Hitler, y a su régimen destructivo.
-¿Cómo fue el viaje a Inglaterra? ¿Se planteó durante el trayecto la posibilidad de volver?
-Viajé el 10 de diciembre de 1942 en un barco llamado Moreton Bay. No tenía ninguna experiencia de combate. El viaje fue largo, duró aproximadamente un mes, por lo que pasó de todo. Había muchos otros argentinos de ascendencia inglesa que habían tomado la misma decisión. Una anécdota: el 8 de enero, cuando estábamos cerca de llegar, cumplí 18 años. Resulta que el que organizó el festejo, que estaba a cargo de la cocina y los mozos, fue un tal Alfred Lennon, quien años más tarde tendría un hijo llamado John.
-¿Recuerda la llegada a Inglaterra?
-Sí. Llegamos y nos llevaron a Abbey Road, justo donde estaba el cruce que sería famoso gracias a la portada de los Beatles. Ahí estaba el Air Crew Receiving Center, donde nos asignaron a cada uno el lugar en el que realizaríamos nuestro entrenamiento. Yo había pedido ser piloto. Y, por suerte, me concedieron ese deseo.
-¿Por qué eligió la Royal Air Force?
-Yo tenía claro que quería ser piloto. De hecho no me interesaban los otros servicios, ni el Ejército ni la Marina. No quería estar encerrado en un barco o en una trinchera. Mi pensamiento era firme.
-¿Qué recuerda de su entrenamiento?
-Me enviaron a Canadá, durante cuatro meses, a una Compañía en la que había muchísimos cadetes. Yo era el único argentino; la mayoría eran ingleses, claro. Sumé 150 horas de vuelo. Algunas veces volé solo, y otras con la compañía de un maestro, de día y de noche, y con distancias variadas. Posteriormente, me enviaron a la Senior Flying Training School en Alberta, donde amplié mi experiencia con otras 130 horas de vuelo. Allí me terminé de formar como piloto de aviones bombarderos.
-¿Cuándo volvió a Inglaterra?
-Casi inmediatamente, aunque en el medio hubo una breve pausa. Aproveché para viajar a Nueva York con un colega canadiense. No vas a creer lo que pasó una noche... Fuimos al Stage Door Canteen, un bar que era muy popular entre los soldados. El lugar tenía un escenario, y en determinado momento anunciaron que iba a haber un show de Rita Hayworth. Rita, en realidad, se llamaba Margarita Cansino. Era mexicana, hablaba español, y preguntó si había alguien en la sala que hablara español. Mi amigo dijo “¡él”, y me señaló a mí. Rita me invitó a bailar [ríe]. Afortunadamente, yo había aprendido a bailar, y pude sorprenderla.
“Para ser piloto hay que tener un corazón de mármol”
Dos semanas después, Stanley viajó de regreso a Gran Bretaña. En Escocia, la Operational Training Unit lo designó como piloto de aviones Halifax y Lancaster, dos gigantes bombarderos de la época.
Desde mediados de la década de 1930, Gran Bretaña había iniciado programas para desarrollar aviones de esas características. Los resultados fueron tres bombarderos, todos propulsados por cuatro motores: el Shorts Stirling, el Handley Page Halifax y el Avro Lancaster. El Halifax podía alcanzar una velocidad máxima de 450 kilómetros por hora a una altitud máxima de 7,300 metros.
Stanley hizo 29 misiones en total. 14 misiones a bordo de un Halifax, y 15 en un Lancaster. “¿Qué sentía mientras piloteaba? Nada. Nosotros tomábamos dos pastillas: una para no adormecernos, porque teníamos muchas misiones de noche, y otra para tranquilidad emocional. Así que sentía tranquilidad. Para ser piloto hay que tener un corazón de mármol y olvidarse de todo el resto. Porque hay tanto que hacer que es imposible si no. Hay un objetivo y hay que cumplirlo, y así es como ganamos la guerra”.
Stanley conoció la victoria demasiado pronto, en su primera misión. Fue el 4 de abril de 1944. Habían recibido la orden de atacar al acorazado Von Tirpitz de la marina alemana, que estaba fondeado en la costa norte de Noruega. El buque se había resguardado detrás de unas sierras, luego de haber sido atacado por una escuadrilla de aviones. Parecía un objetivo difícil de alcanzar.
Sin embargo, Stanley Coggan y el Grupo 4 de Bombarderos lograron acertarle dos bombas Tallboy de 5400 kilogramos que lo hicieron escorar rápidamente. Fue su primer raid aéreo y la primera victoria. “Salimos airosos”, recuerda Stanley.
En los siguientes 16 días, participó en 13 misiones más a bordo de aquél cuatrimotor Halifax. Atacó diversos blancos alemanes, desde cañones hasta submarinos. Pero, sobre el final de la guerra, el protagonismo del Halifax cedió ante el del Lancaster, que ganó terreno gracias a su capacidad para transportar grandes cargas de bombas sin que mermara su rendimiento. Stanley los define, en buen criollo, como “flor de avión”.
En mayo de 1944 sus superiores lo asignaron al Grupo 2 de Bombarderos, donde volaría, precisamente, los Lancaster. A bordo de uno de ellos participó en muchas misiones relacionadas con el Dïa D, el desembarco aliado en Normandía. Recuerda que bombardeó cañones, depósitos de armamentos y el sistema ferroviario que utilizaban los nazis.
Un momento de distensión
Entre tanta muerte, también hubo momento para el deporte. En enero y febrero de 1945, Stanley Coggan participó de un partido de rugby “interfuerzas” organizado a pedido de Winston Churchill, del que también formaron parte tropas francesas, sudafricanas, australianas y neozelandesas. Aun recuerda la evidente superioridad del equipo de los “Kiwis” que contaba con ¡trece! All Blacks.
Stanley era suplente en el equipo de la Royal Air Force. Pero le tocó jugar, ya que se había lesionado uno de sus jugadores titular. Llegaron a la final y tuvieron que enfrentarse al temible conjunto neozelandés. “Faltaban 3 minutos e íbamos perdiendo 6 a 3. Por entonces, los tries valían 3 puntos y el try convertido 5. En un momento, sobre el final, corrí con la pelota, se la pasé al wing, que era muy veloz e hizo el try. Luego lo convertimos. Ganamos 8 a 6. Y hubo fiesta″, recuerda.
El final de la guerra
Hasta entonces, no había sufrido averías o accidentes. Pero en su misión número 29, la última, no pudo terminar como hubiese querido. Él y su tripulación regresaban a la base en Gran Bretaña desde Holanda, cuando fueron alcanzados por un disparo que dañó el tren de aterrizaje del Lancaster y lastimó a Stanley en el pie.
“El disparo rompió el tren de aterrizaje y me hirió una pierna. Me comuniqué por radio con la base y les dije que tenía juice (combustible), que podía llegar hasta Dover, en Inglaterra. Pudimos llegar, pero el aterrizaje me dañó la espalda”, comenta Stanley.
“Estuve, más o menos, un mes en observación. Recuerdo que el médico me dijo que a los 80 años, si vivía, iba a tener problemas de columna. Dicho y hecho, eso pasó. Pero hasta esa edad, pude jugar al tenis sin problemas”, agrega.
Cinco días después de ese aterrizaje en Dover, finalizó la guerra. Stanley vivió un año más en Inglaterra. Aprovechó para estudiar Mantenimiento y Organización Industrial en la Universidad de Londres.
El 29 de julio de 1946, a bordo del buque estadounidense Tamaroa, zarpó de regreso a su hogar, la ciudad de Buenos Aires, ansioso por reencontrarse con sus seres queridos. Lo había logrado, había sobrevivido. Y la vida lo premiaría por ello: en un club de Remedios de Escalada, en un baile, conoció a al amor de su vida, Klytia Beatriz Norma Von Borowski Rosenthal, con quien tuvo a Danny (67), que hoy vive con él.
Stanley Coggan nunca volvió volar. No persiguió una carrera en aviación militar o comercial. “Un poco porque después de mi último aterrizaje y mi estadía en el hospital me declararon ‘unfit for flying’ (no apto para volar). Pero también porque no me interesó”, dice.
Trabajó un tiempo en una fábrica de materiales sintéticos, luego en Alpargatas, donde estuvo tres años, hasta que fue contratado por Shell. La empresa petrolera lo envió a Comodoro Rivadavia, donde fue jefe de taller de mantenimientos, y luego lo trajo a Buenos Aires, donde trabajó como jefe de mantenimiento en la refinería. En ese cargo estuvo seis años, hasta que se retiró.
Es un hombre de paz. “Si hubiera otra guerra me tiraría del balcón, porque las guerras no traen nada. Pienso que forma parte de mi historia. He pasado por cosas lindas, cosas feas… pero siempre proyectándome a algo mejor. No me puedo quejar por lo que he vivido, y en especial en este momento, donde es necesario que todos tiremos del mismo lado. La cinchada es a todo o nada, y yo estuve muy cerca de nada. Por eso rezo a la mañana y a la noche para que haya paz y tranquilidad, y que podamos ver las cosas lindas que hay en este mundo. Guerra, no. No quiero saber más nada de guerras. Tenemos que tirar todos juntos. Debemos hacerlo en la Argentina, carajo. Debemos tirar todos juntos”, insiste.
Stanley se despide con una maqueta del Halifax en la mano. La cuida como a sus recuerdos: como si fueran oro.
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