Él era un chico pragmático, hasta que ella entró a su vida y alteró su orden…
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Verán, Javier era un chico callado, pero decidido. De esas personas que otros suelen catalogar como tímidas, aunque esto se aleje de la verdad. Él simplemente habitaba en su propio mundo, sumergido en sus libros de ciencia ficción y sus cuadernos llenos de dibujos espaciales; poco le interesaban las fiestas, las reuniones atravesadas por conversaciones que no lo conmovían y, menos aún, esas salidas al boliche los fines de semana. Pero no era antisocial, tenía su grupo de amigos con intereses similares (aunque fuera del colegio) y jamás titubeaba si debía pasar al frente o alzar la voz si una causa le parecía injusta.
En el amor siempre fue de frente. Como le solía decir a su amigo Agustín: “¿Para qué dar demasiadas vueltas? Si te gusta, decile, el no ya lo tenés, y si esa es la respuesta, mejor enterarse antes y no perder el tiempo”.
“Pragmático, eso es lo que siempre fui, un pragmático”, asegura hoy al recordar esta historia. “Pero todo cambió cuando conocí a Cecilia”.
La chica nueva: “Hasta entonces nunca había experimentado algo semejante”
Cuando Cecilia entró en escena, Javier tenía novia. Se llamaba Verónica y había iniciado el vínculo con su pragmatismo característico. Compartían el gusto por la astronomía, la ciencia ficción y los french toast, una receta que copiaron del personaje de un libro. Eran el uno para el otro y, si bien exploraban ciertas cuestiones de la sexualidad, no perdían el tiempo paseando de la mano ni besándose por horas en el banco de una plaza.
Por eso, para Javier, esa sensación extraña acompañada por sofocones y palmas transpiradas resultaron incomprensibles. Llegaron cuando Cecilia entró el primer día del último año del secundario. Tenía una estatura ideal -al menos para él-, pelo castaño claro, ojos entre verde y miel, y una sonrisa permanente: “Quedé embobado”, confiesa. “Mi vida venía muy tranquila y bien encaminada hasta que apareció ella. A partir de ahí todo se puso patas para arriba”.
Por supuesto, Javier no era el único que había notado su presencia. Los chicos populares de la clase de inmediato revolotearon a su alrededor, buscando llamar su atención con halagos y destrezas. Ella, locuaz, les sonreía a todos por igual y los colmaba de esperanzas. El protagonista de esta historia, mientras tanto, la observaba a lo lejos: “Apenas intentaba acercarme, volvían todas esas sensaciones incontrolables, como la transpiración y las palpitaciones. Estaba locamente enamorado, claro, hasta entonces nunca había experimentado algo semejante”.
Una meta para conquistarla
Demás está decir que a Verónica dejó de registrarla, al igual que a los ejercicios de matemática y las conversaciones acaloradas de los amigos. En el colegio, a simple vista, nada había cambiado, en definitiva, él era un tipo callado, ¿quién lo iba a notar? Pero cuando le tocaba pasar al frente o tomar la palabra por algún motivo, se quedaba mudo, perdido en la lección, pero, ante todo, perdido en ella: ¿Qué iba a pensar de él? Seguro creía que era un perdedor…
“¿Y qué hay con eso de para qué dar demasiadas vueltas? Si te gusta, decile, el no ya lo tenés, y si esa es la respuesta, mejor enterarse antes y no perder el tiempo”, parafraseó cierto día su amigo. Pero claro, Javier era estoico si todo estaba bajo su control, nunca antes había perdido el dominio de sus emociones y recién ahí comprendió que le faltaba mucho para ser un maestro del estoicismo: este se pone a prueba justamente en las instancias que nos desbordan.
“Me puse como meta tomar valor, hablarle y confesarle todo a fin de año”, cuenta Javier. “A partir de entonces, el reloj me empezó a acosar. Mientras tanto, a ella la miraba cada día con más adoración. Todo en Cecilia me parecía perfecto y estaba seguro de que si lograba su atención, iba a ser el tipo más feliz del mundo”.
Un baile y la fórmula del amor
Diciembre de 1984 llegó y los alumnos de aquel secundario porteño reían a carcajadas, mientras Javier se moría de los nervios. Fue al baño, se acomodó la corbata, repasó su pelo cortado al estilo new wave y respiró hondo.
El pasillo hacia el gimnasio del colegio estaba adornado con globos y las luces de la pista lo encandilaron al ingresar a la fiesta, su fiesta de egresados. A unos veinte metros la vio a ella, Cecilia, su musa, su desbalance, la chica que le había robado la cordura y el sueño. Es ahora o nunca, se dijo, y avanzó a paso calmo pero decidido.
“¿Bailamos?”, le sonrió extendiéndole la mano. “Dale, aunque esta música se baila sueltos”, respondió ella, dirigiéndose al medio de la pista. “Nunca te acercaste como los demás”, continuó ella de pronto, parada a pocos centímetros de su cuerpo: “Veía que me mirabas, pero nunca me hablaste”, prosiguió. “Es que me gustaste de verdad desde el principio”, respondió él, consciente de que había recuperado su centro perdido.
Entonces sonó un tema lento y Cecilia, con un brillo en los ojos, se acercó a él y tomó su mano para bailar. Javier la rodeó con sus brazos, sintió su piel, su perfume, su temperatura y algo inesperado sucedió: “Me dejó de gustar. Tenía las manos heladas, y su aroma y su piel no se sentía bien para mí”, revela.
“Ese día aprendí una lección de amor que hoy le transmito a mis hijos. Podés ilusionarte, podés idealizar mucho, podés fantasear e incluso charlar bárbaro, pero solo cuando estás cerca y te podés tocar, sentir la temperatura y textura de la piel, y oler, te das cuenta si puede funcionar (como pasó con mi mujer) o todo quedará en una buena amistad, como en el caso de Cecilia”, concluye.
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