¡Qué se habrá creído!, la sinceridad que logró lo inesperado
Una vez más, el espléndido almuerzo cancelado. La veintena de gallinas, los lechones, las lonjas de carne en salsa, las docenas de huevos recogidos y aderezados, todo echado a perder. El juez de paz de Mar Chiquita se paseaba furibundo por el recinto del almacén de ramos generales, ante la vista resignada de su dueño.
- -Esto no puede ser –bufaba-. Es una falta de respeto. ¿No saben, acaso, que los estamos esperando desde hace tres días? ¿Cuánto más se va a demorar la cosa?
- -Los caminos son difíciles –arguyó el almacenero con filosofía-. De los cangrejales hasta acá hay un buen trecho, y tal vez la galera se haya encajado en un médano.
- -Aun así –protestaba el juez, impaciente-, bien podrían mandar aviso. ¡Tener a la gente esperando y compuesta, como novio en el altar! Habráse visto el descaro…
El juez Barbosa paseaba su fornida figura entre correajes y toneles, bajo estantes repletos de latas y mantas apiladas, sin cuidarse de las sogas que se enroscaban entre sus pies como víboras. Estaba ofuscado porque la ansiada visita de Dardo Rocha no acababa de concretarse, y la población del antiguo paraje Puerto Laguna de los Padres tenía puesto el ojo en aquel visto bueno para progresar. Querían que el fundador de La Plata viese las lomas enfrentadas al mar, la lozanía de los campos, la corriente del arroyo Las Chacras y sobre todo, la buena voluntad de los pobladores, que del saladero a los montes trabajaban para hacer de aquel sitio un punto importante. Todavía nadie mentaba el nombre de Mar del Plata con que lo había bautizado su fundador, Patricio Peralta Ramos. Aquella visita podía darle el empellón que precisaba.
- -A partir de Maipú hay que arreglárselas como se pueda –comentó el almacenero, mientras hacía el recuento de los fardos que debería enviar en carreta a la estación más próxima.
Un paisano que entraba se quitó la gorra y dejó sobre el mostrador un papel garabateado con el pedido. Inclinó su cabeza, respetuoso, y ya se disponía a marcharse, cuando el juez reparó en su presencia y tuvo una idea repentina.
- -Amigo, hágame el favor de llevar un recado a Maipú. De seguro la comitiva del gobernador está detenida por algún imprevisto. ¿Viene montado?
- -Así es, pues –respondió el hombre, un poco sorprendido.
- -Vaya entonces, que nos urge saber si el doctor acabará por llegar al pueblo. La comisión de homenaje ya hizo y deshizo el menú tantas veces, que los manteles se van a quedar pegados a las mesas.
- -¿Y qué le digo, señor?
- -Dígale…dígale…-se demoró el juez, pensativo, dando forma al mensaje en su cabeza. Al fin, fastidiado por tanto remilgo, golpeó con su manaza la madera del mostrador, exclamando:
- -¡Dígale que qué se ha creído, dejándonos plantados con el recibimiento! Que acá lo espera todo mundo para rendirle homenaje.
Allá fue el chasque matando caballo y, al distinguir al gobernador por su empaque saliendo del Hotel de la Amistad donde se hospedaba, casi se atragantó con las palabras que había memorizado por el camino.
- -El juez de paz manda decir desde Mar del Plata al gobernador que ¡qué se ha creído, que los tiene a todos esperando!
Dardo Rocha tomó a bien la inocencia del gaucho, y le contestó en tono campechano:
- -Dígale al señor juez que hoy mismo estaré ahí con ustedes.
(Nota de la autora: esta anécdota que hoy recreo como cuento es una muestra de la vida sencilla que caracterizaba a la sociedad de entonces; ocurrió en el marco de la visita de Dardo Rocha a la Mar del Plata pueblerina de 1883, y dio impulso a la construcción de las vías férreas en el último tramo, desde Maipú. Carlos Antonio Moncaut la incluye en su estudio sobre los veraneos de antaño. Mi homenaje a Mar del Plata está en mi novela "La canción del mar").
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