La apariencia de los hombres nunca volvió a ser igual después del siglo XVIII, cuando la vestimenta pasó a ser una forma de expresar simpatías políticas
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Libertad, igualdad, fraternidad... y una gran renuncia, en un aspecto de la vida cotidiana que no siempre se asocia inmediatamente con la Revolución Francesa. Sin embargo, dado que París fue el epicentro de ese terremoto social, no extraña que las ondas sísmicas sacudieran un mundo en el que solía dictar las reglas: el de la moda.
A lo largo de la historia, los hombres y las mujeres en Occidente habían usado ropa y accesorios esplendorosos para denotar su estatus. Telas fastuosas, colores brillantes, joyas relucientes, pelucas enormes, polvos en el pelo y rostros y diseños extravagantes e imprácticos para mostrar cuán ricos eran y cuán poco trabajo manual tenían que hacer.
Pero de repente, estalló la Revolución y todo cambió, incluso en sociedades como la británica, donde la aristocracia rechazaba horrorizada la destrucción de su forma de vida al otro lado del Canal de la Mancha.
Ni en estilo ni en sustancia
El cambio ya había empezado con el movimiento intelectual que llegó a conocerse como la Ilustración, que trajo consigo un nuevo respeto por lo racional y útil, y un énfasis en la educación en lugar de los privilegios. La moda masculina se inclinó hacia prendas más prácticas, y hasta los aristócratas ingleses habían comenzado a usar ropa simplificada más a tono con su trabajo de gestión de sus grandes propiedades en el campo.
La Revolución reforzó esa tendencia hacia la sencillez y fue más allá. En su fervor, hasta los objetos y costumbres más comunes se convirtieron en emblemas políticos y fuentes potenciales de conflicto político y social, y la vestimenta pasó a ser una forma de expresar simpatías políticas.
La vestimenta masculina se volvió particularmente emblemática; el traje distintivo de los partidarios más militantes de ese movimiento, los sans-culottes, -pantalones largos con doblez abajo, así como el carmagnole (chaqueta corta) y el gorro frigio de la libertad-, se convirtió en símbolo del igualitarismo jacobino.
A medida que los radicales y los jacobinos se hicieron más poderosos, creció la repulsión contra la alta costura debido a su extravagancia y su asociación con la realeza y la aristocracia. Los caballeros tenían que parecer como si fueran hombres de acción y resolución, nada parecidos a la odiada nobleza, ni en estilo ni en sustancia.
Así, los pantalones largos desplazaron a los bombachos de seda hasta la rodilla que usaban las clases altas, y detalles como las grandes y elaboradas hebillas de metal cortado con joyas falsas “al estilo París” fueron abandonadas, así como los colores brillantes. Y aunque la alta moda y la extravagancia regresaron a Francia durante la época del Directorio, (1795-1799), la forma de vestir de los hombres había cambiado para siempre.
El influencer
En Inglaterra, el joven George “Beau” Brummell, amigo del príncipe de Gales y árbitro de la moda masculina, notó que el cambio tenía mucho en común con varios de los valores tradicionales ingleses, como la modestia y la templanza. Desarrolló entonces un estilo que era enteramente nuevo y discreto.
Un caballero, insistió, debe estar fastidiosamente limpio, delgado y elegante. Su ropa debía ser admirada por la perfección de su corte y ajuste, y debía estar hecha en tonos sutiles y tenues. En resumen, los hombres debían mostrar su valía a través de su atención a los detalles, sus conocimientos y sus obras, y no sencillamente cubriéndose de símbolos de riqueza.
En detalle, su uniforme era un abrigo azul con un chaleco de ante, camisa de lino blanquecino con una corbata blanca, pantalones de ante y botas de montar oscuras. Por la noche, el chaleco era blanco, el pantalón negro, con calcetines de seda a rayas y zapatillas negras.
Además, reemplazó la dependencia de perfumes y polvos para la higiene personal por el concepto de un baño diario. Su estilo se extendió de una manera parecida a lo que ocurre de hoy: alguien influyente innova y todos en su círculo -que gracias a su amistad con la realeza y su encanto era el 1% de la sociedad británica- lo imitan.
Su ropa representaba una elegancia discreta que incluía un desdén por todo lo “exagerado”, y lo que hizo a principios del siglo XIX todavía conforma el consenso de muchos sobre cómo se ve el buen gusto en la moda masculina.
Atroz
El cambio no complació a todos, por supuesto.
A algunos les pareció tan atroz que en 1929, en Reino Unido, surgió el Men’s Dress Reform Party (MDRP), o el Partido por la reforma de la vestimanta masculina, para el que movimientos como la Revolución Francesa habían propiciado una manera de vestir aburrida que era “deprimente” y carente de creatividad que impedía la individualidad.
Abogaban por mejorar la salud y la higiene de los hombres cambiando los estilos y materiales típicos de la vestimenta masculina, que cada vez eran más restrictivos y dañinos, en contraste con la “emancipadora” ropa de las mujeres.
El psicólogo John Carl Flugel, uno de sus miembros, sostenía que, desde el final del siglo XVIII, los hombres habían dejado progresivamente de usar formas de ornamentación más brillantes, elaboradas y variadas, “haciendo de su propia sastrería la más austera y ascética de las artes”.
Fue él quien le dio a ese evento el nombre de “la gran renuncia masculina”, o la ocasión en la que los hombres “abandonaron su pretensión a ser considerados hermosos” y “desde entonces aspiraron solamente a ser útiles”.
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