La noticia, publicada en agosto de 1835 en el diario neoyorquino The Sun, generó conmoción entre los habitantes
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En 1835 fue lanzada cual cohete al espacio una historia que dejó a miles mirando el cielo nocturno y viendo un paisaje lunar maravillosamente excéntrico. Todo comenzó en Escocia, con un artículo titulado “Grandes descubrimientos astronómicos”, publicado en la revista científica Edinburgh Journal of Science.
Tales hallazgos habían sido hechos por el prominente astrónomo Sir John Herschel, quien había viajado en 1834 al Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica, para catalogar las estrellas del hemisferio sur.
Según el artículo escrito por el Dr. Andrew Grant, compañero de viaje y amanuense de Herschel, encontró mucho más que estrellas, a través de una enorme lente telescópica de 24 pies de diámetro y 7 toneladas de peso, 6 veces más grande que la mayor existente. Por primera vez, había podido vislumbrar una vida fantástica en la Luna.
Fue el diario New York Sun el que llamó la atención sobre la noticia, publicando en una serie de 6 entregas el artículo de Grant. Afirmaba que no solo había agua en la Luna, sino que sus rocas estaban cubiertas de flores rojas similares a las amapolas terrestres.
A la sombra de los árboles de un bosque, vieron manadas de unos cuadrúpedos que parecían bisontes y en un valle, cabras con un cuerno de color azul, así como “una extraña criatura anfibia de forma esférica, que rodaba a gran velocidad por la playa de piedras”.
Particularmente significativa fue la observación de unos castores que caminaban en sus patas traseras, ya que representaban una forma de vida inteligente, aunque primitiva.
“Cargan a sus crías en brazos como los humanos, y sus chozas son más altas y mejor construidas que las de muchas tribus humanas”, decía el escrito. Además, por el humo que se veía cerca de esas chozas era indudable que sabían usar el fuego.
“El toque de gracia era el descubrimiento de los llamados hombres murciélago, cuyo nombre en latín era Vespertilio homo”, le contó Matthew Goodman, autor de The Sun and the Moon a BBC Reel.
“Esas criaturas de 1,20 metros de altura, volaban y hablaban, construían templos y hacían arte, y fornicaban en público”. Así es: la cuarta entrega de la serie hablaba de seres humanos alados y, para disipar dudas, aclaraba que Herschel publicaría un reporte detallado, junto con certificados de autoridades civiles, religiosas y científicas que habían sido testigos de los hallazgos en una visita al observatorio.
La última entrega describía las actividades de un nuevo grupo de Vespertilio homo que habían encontrado, “en todo aspecto una variedad mejorada de la especie”, y concluía que había “un estado universal de armonía entre todas las clases de criaturas lunares”.
Pero las observaciones se habían tenido que suspender porque el telescopio había sido dejado en una posición en la que los rayos del Sol se acumularon en la lente e incendiaron el observatorio. Para cuando lo arreglaron, la Luna no era visible.
Sin embargo, aseguraba Grant, Herschel reportaría en un futuro cercano sobre una especie aún más superior de Vespertilio homo que era “infinitamente más bella y nos pareció apenas menos encantadora que las representaciones de los ángeles hechas por las más imaginativas escuelas de pintores”.
“La serie causó una tremenda sensación. Fue reimpresa en periódicos rivales y, según algunas estimaciones, el 90% de las personas en la ciudad de Nueva York lo creyó”, señaló Goodman.
La historia fue tema de conversación en todas partes, hasta en universidades como Yale. El New York Times dijo que los descubrimientos eran “probables y posibles”, mientras que para el New Yorker el hallazgo proclamaba “una nueva era de la astronomía y la ciencia en general”.
Pero resulta que…
Obviamente, no era verdad. Como las mejores mentiras, esta tenía pinceladas de realidad. Herschel efectivamente estaba en Sudáfrica y observaba el firmamento, aunque no contaba con las £70.000 que supuestamente le había otorgado el rey Guillermo IV para su expedición.
De hecho, había tenido que financiarla de su bolsillo. Tenía, por supuesto, un telescopio, pero no tan enorme ni sofisticado como fue descrito.
Su acompañante no era el doctor Andrew Grant, quien era tan ficticio como los descubrimientos que reportó en el imaginado artículo publicado en el Edinburgh Journal of Science, una revista que había cerrado dos años atrás. Se trataba de una parodia genial, una amalgama de ciencia ficción e ironía que, para sorpresa de su creador, convenció a miles de que lo increíble era real.
Malentendido
El autor intelectual fue el británico Richard Adams Locke, descendiente del filósofo John Locke y graduado de la Universidad de Cambridge que acababa de llegar al New York Sun.
El diario había sido fundado dos años antes por Benjamín Day, en el albor de la era conocida como “penny press”, diarios más baratos dirigidos a “la gente común”.
El New York Sun, sin embargo, no era el más popular. Day y Locke sabían que necesitaban una historia sensacional para despertar la curiosidad de los lectores, y si algo le fascinaba al público eran los artículos sobre descubrimientos científicos y viajes de exploración a lugares remotos.
Por suerte, Locke había estado leyendo sobre astronomía. Muchos de “los astrónomos en ese momento eran religiosos”, explica Goodman: “La creencia general era que todos los cuerpos celestes estaban poblados porque Dios no habría creado estos mundos sin crear también seres inteligentes allí para apreciarlos”.
Según esa teología natural, la observación de la naturaleza proveía evidencia de la existencia de Dios y permitía vislumbrar su plan divino. Uno de sus más ardientes defensores era el inmensamente popular astrónomo escocés Thomas Dick, quien escribía libros muy exitosos, como El filósofo cristiano, o la conexión de la ciencia con la religión.
En él, presentaba la astronomía “en una relación íntima con la religión”, y describía cómo el Sol “asciende gradualmente la bóveda del cielo”, la Luna “presenta su redondo rostro iluminado” y la mente es “es elevada… a la contemplación de un Poder Invisible”.
Llegó hasta a calcular que la población del Sistema Solar era de 21.891.974.404.480 habitantes. 4.200.000.000 de ellos vivían en la Luna. Locke tenía una opinión muy poco favorable de esas rapsodias. “Para él, la religión no tenía cabida en la investigación científica”, dijo Goodman.
Por eso, “decidió escribir una serie de artículos que satirizaran las creencias de esos astrónomos religiosos y dijo: ‘si creen que hay criaturas en la Luna, les daré murciélagos lunares; y si creen que hay agua, les daré mares, y revestiré todo en el tipo de retórica altisonante y científica que usan’”. La idea era exponer cuán absurdas eran esas ideas.
El problema es que lo hizo tan bien que le salió mal. “Lo que no anticipó -y esta es la gran ironía del Engaño de la Luna- fue que la gente había sido tan educada en las ideas de esos astrónomos religiosos que cuando salieron estos artículos sencillamente creyeron que eran verdaderos, porque eran muy parecidos a lo que ya habían estado leyendo”, señala Goodman.
“Locke se angustió mucho, pero sentía que no tenía derecho a revelar la verdad porque la serie le pertenecía a dueño del diario”. Y, encima, “la serie se empezó a publicar en todo el mundo; hay ediciones del siglo XIX con murciélagos lunares en varios estilos artísticos”.
Antes de que se revelara que el reporte era falso, en EE. UU. grupos religiosos alcanzaron a recaudar dinero para llevar biblias a la Luna, mientras que en Londres, la sociedad filántropa organizó reuniones para “aliviar las necesidades de la gente de la Luna y, sobre todo, abolir la esclavitud si es que existe entre sus habitantes”.
Epílogo
El astrónomo Herschel tardó en enterarse sobre lo sucedido, y cuando le mostraron los artículos le causaron gracia. Su esposa escribió que la narrativa lunar estaba tan bien apuntalada con “detalles minuciosos” que “los neoyorquinos no tenían la culpa de haberla creído” y que era “una lástima que no fuera verdad”.
Thomas Dick, el blanco principal de la parodia, le respondió a Locke en su Escenario Celestial de 1837 diciendo que “todos esos intentos de engañar eran violaciones de las leyes del Creador que es el ‘Dios de la Verdad’”. Para consuelo de Locke, hubo quienes entendieron su sátira.
Uno de ellos fue el científico francés François Arago quien leyó los artículos a la Academia de la Ciencia en París en una sesión constantemente interrumpida por “carcajadas escandalosas e incontrolables”.
El escritor Edgar Allan Poe, quien aseguró que inmediatamente se había dado cuenta de que era una broma, quedó muy impresionado con la “exquisita narración” y describió a Locke como “uno de los pocos hombres con una genialidad incuestionable”.
Para cuando terminó la serie, el New York Sun era el periódico más leído del mundo, y aunque se descubrió que nada era cierto, sus ventas no decrecieron. El diario nunca reconoció públicamente la mentira.
Una editorial publicada en 2010, 175 años después del Gran Engaño, decía: “Una de las cosas que una larga vida periodística nos ha enseñado acerca de las correcciones es que, por obligatorias que sean cuando se sabe la verdad, uno no quiere precipitarse”.
“Por el momento, permítasenos solo decir que estamos conscientes de la afirmación de que no hay hombres-murciélago ni en la Luna ni aquí. Tengan la seguridad de que lo estamos investigando. Pueden volver a consultar este espacio en 25 años”.
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