Todos los involucrados en la institución pusieron en práctica ideas revolucionarias que transformaron por completo a la ciencia
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A mediados de la década de 1640, un grupo de filósofos naturales comenzaron a reunirse en Inglaterra para promover el conocimiento del mundo natural a través de la observación y la experimentación, eso que ahora llamamos ciencia.
Si estás pensando que aquello de observar y experimentar ya se hacía desde hacía mucho tiempo y en muchos lugares, tenés razón, pero recordá que hay épocas en las que la superstición y la magia gobiernan la razón, los dogmas religiosos silencian a muchos y las lealtades políticas pueden arruinar las carreras hasta de los más brillantes.
Todo eso era cierto en esos momentos en varios sitios de Europa, y el Reino de Inglaterra además vivía el enfrentamiento feroz de realistas y parlamentarios en la Guerra Civil inglesa (1642-51).
Pero ese mismo siglo XVII fue un momento crucial para la historia del pensamiento; grandes filósofos como Francis Bacon y René Descartes alentaron el escepticismo, cambiando el debate del ¿qué es verdad? Del Medioevo a ¿de qué puedo estar seguro?
No era un paso fácil: hay gran consuelo en la idea de tener creencias basadas en la “verdad”. Sin embargo, el cuestionamiento -y el autocuestionamiento- es tan indispensable como la curiosidad para el avance del conocimiento, y a eso se dedicaron 12 hombres del Colegio Invisible, que poco después daría a luz a la que hoy es la más antigua sociedad nacional científica del mundo.
El grupo incluía filósofos naturales (hoy llamados científicos) como Robert Boyle -considerado como el primer químico moderno- y Robert Hooke -el primero en visualizar un microorganismo-, y al arquitecto Christopher Wren, también anatomista, astrónomo, geómetra y matemático-físico.
Su lema era Nullius in verba, que literalmente significa “las palabras de nadie” pero se entiende como “no creas nada de meras palabras” o “no tomes la palabra de nadie”.
Expresaba la determinación de sus miembros de resistir el dominio de la sabiduría establecida y verificar todas las afirmaciones apelando a hechos determinados por experimentación.
Pero ¿qué hacían exactamente?
Su nombre, Colegio Invisible, ya había sido usado antes, pero fue adoptado por ese grupo de intelectuales que se encontraban periódicamente para promover lo que por aquel entonces se llamaba “filosofía experimental” o “nueva filosofía” para investigar los secretos de la naturaleza.
Era particularmente apropiado por ser una institución sin paredes, sin domicilio fijo ni identidad declarada: los miembros se mantenían unidos como grupo a través de cartas y reuniones en Londres y más tarde en Oxford.
Así que era invisible, pero además sus relaciones eran colegiadas, pues operaban con un sentido de interés mutuo y respeto por el trabajo de los demás. Tras sus impalpables muros, estaba prohibido hablar de la divinidad y de la política. Tampoco estaba permitido hablar sin claridad o transparencia. Y era indispensable compartir, ya que el conocimiento es un bien acumulativo:
Si vos tenés un palo, y alguien más tiene un palo, y cada uno le da el palo que tiene al otro, el resultado es que ambos tienen un palo. Si vos tenés un conocimiento, y alguien más tiene un conocimiento, y ambos se dan su conocimiento, el resultado es que ambos tienen dos conocimientos. Mucho de esto puede sonar a sentido común, pero la mejor forma de apreciar cuán importante fue su contribución es quizás la alquimia.
El gran acierto
Durante siglos, la gran precursora de la química tuvo un progreso, digamos, irregular. Por el contrario, el Colegio Invisible puso la química sobre una base sólida en cuestión de un par de décadas. ¿Qué tenían los colegiados invisibles que a los alquimistas les faltaba? La voluntad de compartir.
“El problema con la alquimia no era que los alquimistas no hubieran logrado convertir el plomo en oro; nadie podía hacer eso”, sostuvo Clay Shirky, de la Universidad de Nueva York. Desde su perspectiva moderna, el experto en redes sociales afirma que “el problema, más bien, era que los alquimistas habían fallado informativamente. Eran oscurantistas. Registraban su trabajo a mano y raramente se lo mostraban a nadie más que sus discípulos”.
Efectivamente, como grupo, los alquimistas eran notablemente aislados; por lo general, trabajaban solos, guardaban en secreto sus métodos y sus resultados, las descripciones de los experimentos solían ser incompletas y vagas y rara vez aportaban evidencia. Boyle mismo describió los escritos de los alquimistas como “libros herméticos que tienen oscuridades tan complicadas que pueden compararse con los acertijos escritos en código.
“Pues después de que un hombre ha superado la dificultad de descifrar las palabras y los términos, encuentra una dificultad nueva y mayor para descubrir el significado de expresiones aparentemente simples”, agregó.
Su quehacer era algo que se atesoraba. Eso no permitía que otros replicaran los experimentos e impedía que se acumulara el saber, erradicando errores y confirmando aciertos. En contraste, en las reuniones del Colegio Invisible, los miembros no solo anunciaban los resultados de sus experimentos, sino que explicaban claramente cómo los habían llevado a cabo.
Así, sus pares podían comprobarlos y cumplir con lo que en el siglo XX Karl Popper llamaría “la condición de falsabilidad o refutabilidad”, en lo cual afirmó que el saber no se prueba ni se desaprueba, sino que se convierte en conocimiento cada vez más confiable a través de un proceso que somete las afirmaciones a prueba.
Un siglo transformador
En unos pocos años, varios miembros del Colegio Invisible habían producido avances en química, biología, astronomía y óptica, y habían desarrollado o mejorado una serie de herramientas experimentales seminales, incluidas bombas neumáticas, microscopios y telescopios.
Su insistencia en la claridad del método hizo que su trabajo y su comunidad fueran colaborativos, y los nuevos métodos e ideas se convirtieron rápidamente en insumos para aún más avances.
Su obra se cimentó en la fundación de la Royal Society, o Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural, luego de que, en noviembre de 1660, anunciaran formalmente la formación de un “Colegio para la Promoción del Aprendizaje Experimental Físico-Matemático”, que se reuniría semanalmente para discutir sobre ciencia y realizar experimentos.
En la segunda reunión, Sir Robert Moray anunció que el rey les había dado el visto bueno y el 15 de julio de 1662 se firmó una carta real que creó la Royal Society of London.
Se convirtió en una red internacional para la investigación práctica y filosófica del mundo físico que, desde sus inicios, tuvo más de 8.000 miembros, entre ellos más de 280 premios Nobel, con eminencias que van de Isaac Newton, Albert Einstein y Charles Darwin a Dorothy Hodgkin, Alan Turing y Stephen Hawking, por nombrar unos pocos.
Todo gracias a que esos colegiales invisibles resolvieron poner minuciosa, metódica y constantemente en práctica las revolucionarias ideas de un siglo que transformó la ciencia.
*Por Dalia Ventura
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