Su ley era cultivar el saber y sus ciudadanos insistían en que todos eran iguales y en que cualquier argumento que impulsara el conocimiento era valioso
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Era una extraña tierra real e imaginaria, invisible pero no clandestina, cuya ley era cultivar el saber. Un lugar circundado por un foso con el licor oscuro de la tinta y defendido por cañones que disparan balas de papel, como la ciudad que describió Diego de Saavedra Fajardo en “República Literaria” (1655).
Aunque algunos investigadores fijaron sus orígenes en los tiempos de Platón, la mención más temprana encontrada brotó de la pluma de uno de los discípulos de Petrarca, el veneciano Francesco Barbaro (1390-1459).
En 1417, le agradeció al toscano Poggio Bracciolini, “en nombre de todos los hombres de letras actuales y futuros, el don ofrecido a la Respublica Literarum para el progreso de la humanidad y de la cultura”, por enviarle unos manuscritos antiguos que descubrió en bibliotecas monásticas, tarea a la que se dedicaban los humanistas que seguían los pasos de su maestro.
Al “liberar” los textos y “vulgarizar” el saber, el debate de ideas dejó de ser exclusivo de los universitarios eclesiásticos y, en ese diálogo más abierto, participaban incluso los muertos a través de sus obras, gracias al contacto con la Antigüedad y su largo tiempo de existencia.
Pero no fue sino hasta el siglo XVI que la expresión se convirtió en lugar común, y letrados como el monje francés Noël Argonne la describieron. “La República de las Letras tiene un origen muy antiguo. Abarca al mundo entero y está compuesto por todas las nacionalidades, todas las clases sociales, todas las edades y ambos sexos. Se hablan todos los idiomas, tanto antiguos como modernos. Las artes van unidas a las letras y, en ella, también tienen cabida los artesanos. La alabanza y el honor son otorgados por la aclamación popular”, escribió en 1699.
Efectivamente, en un mundo de jerarquías sociales bien definidas y en el que las divisiones políticas y religiosas eran tan profundas que a menudo desembocaban en guerras, sus ciudadanos insistían en que todos eran iguales y en que cualquier argumento que impulsara el saber era valioso. No había una ciudadanía formal: las investigaciones, publicaciones y escritos eran la tarjeta de identidad.
Empezó siendo muy europea, pero hacia el siglo XVIII, la República se expandió a lugares como Batavia (hoy Yakarta), Calcuta, Ciudad de México, Lima, Boston, Filadelfia y Río de Janeiro. Los habitantes de esa república eran muchos, pero para que se hagan una idea, piensen en el italiano Galileo Galilei, el inglés John Locke, el neerlandés Erasmo de Róterdam, el francés Voltaire y el estadounidense Benjamín Franklin.
Las ciudadanas eran menos, pero solo en cantidad. Mujeres como Anna Maria van Schurman, la princesa Isabel de Bohemia, Marie de Gournay, Marie du Moulin, Dorothy Moore, Bathsua Makin, Katherine Jones y Lady Ranelagh, por ejemplo, fueron miembros activos de la república de las letras del siglo XVII.
Eran filósofas, maestras, reformadoras y matemáticas de Inglaterra, Irlanda, Alemania, Francia y los Países Bajos, y con pares masculinos como René Descartes, Christiaan Huygens, Samuel Hartlib y Michel de Montaigne representaban el espectro de los enfoques contemporáneos de la ciencia, la fe, la política y el avance del aprendizaje.
Esas Letras
La República de las Letras, o República Literaria, nació y creció antes de que el conocimiento se atomizara, cuando todos los que se dedicaban a cultivar el intelecto eran literalmente “filósofos” -etimológicamente “amigos del saber”-, sin distinciones entre disciplinas académicas o divisiones como “ciencias” y “humanidades”.
Existían especialistas, pero todos solían estudiar latín y griego, así como historia, lógica y otros saberes, por lo cual no era raro que, por ejemplo, un matemático como Isaac Newton dedicara años a experimentos alquímicos y a reelaborar la historia del mundo antiguo.
Así que al decir “Letras” e incluso “Literaria” se abarcaba todo. Los matemáticos, naturalistas, astrónomos y médicos se identificaban plenamente con la denominación. Pero el nombre también encerraba un sentido de aprendizaje, de búsqueda de saber. Era una mancomunidad de estudiosos, una fraternidad de curiosos.
Tenían una lengua franca, el latín: el idioma de todos los eruditos hasta 1650 y que desempeñó un papel destacado, aunque el griego o el hebreo también era útiles. Y desde el siglo XV, el auge del uso culto de las lenguas vernáculas hizo posible un nuevo discurso más inclusivo.
Palabra escrita
En el corazón de esa vida intelectual estaba la escritura de cartas. Aunque la imprenta contribuyó enormemente al auge de la cultura intelectual desde el Renacimiento, los libros todavía eran raros y caros. Las cartas llenaban el vacío, permitiendo comentarios, consultas, exposición de ideas y debates, por lo que los llamados hombres de letras dedicaban mucho tiempo y reflexión a todas las que escribían o recibían.
No en vano los escritorios solían ser algunos de los muebles más elaborados y exquisitos jamás diseñados. Y “los secretarios eran indispensables, pues si eras un erudito famoso, la correspondencia era tanta que necesitabas ayuda”, apuntó el historiador Peter Burke, en conversación con BBC Mundo.
En esa red social, como en las de hoy, los escritos cubrían el más amplio de los espectros: discusiones sobre historia, política, filosofía, investigación científica y educación a noticias, chismes, chistes, poemas, experiencias personales y demás.
En ocasiones, eran disertaciones completas sobre un tema científico, reseñas de libros recién publicados, recopilaciones de escritos o copias de inscripciones, así que la única manera de reconocerlas como cartas era mirando el principio y el final del documento. Cartas escritas con tal esmero y con un contenido a menudo valioso que, por norma, no se tiraban sino que se preservaban.
Esa inmensa herencia cultural -que cuenta, por ejemplo, con unas 20.000 de Voltaire y 13.600 del médico y naturalista italiano Antonio Vallisneri- se digitalizaron en grandes proyectos que le hacen eco a las aspiraciones de la República de las Letras. No solo eso, se usaron para mapear la República misma, dándole una dimensión visual al metafórico lugar.
Reglas tácitas
Todo ciudadano tenía que participar en el intercambio de información. Así como la descendencia social no era impedimento para formar parte, la distancia no era obstáculo. Las numerosas cartas generadas por la República eran enviadas por correo o entregadas a amigos, comerciantes o diplomáticos para ser llevadas personalmente.
Una vez recibida la carta, se esperaba que el destinatario la hiciera circular, pues el objetivo primordial siempre era la difusión de la información, el desarrollo y la expansión del conocimiento.
Ni siquiera los libros y manuscritos que a menudo llegaban por esta red debían quedarse en las manos de una sola persona. Era bien visto que quien los recibiera, lo agradeciera por medio de un antidoron (un “regalo de vuelta”).
La palabra hablada
A menudo, los portadores de esas cartas eran jóvenes que estaban haciendo su “Grand Tour”: un tradicional viaje por Europa que era parte de la educación de quienes tenían los medios para hacerlo. Pero muchos otros ciudadanos de la República de las Letras deambulaban por el continente, portando cartas de recomendación, y eran acogidos en bibliotecas, archivos, o colecciones de antigüedades grecorromanas o de especies raras.
Ese aspecto ritualizado y estudioso era conocido como peregrinatio academica, e incluía una oportunidad sin igual: visitar y conversar con los eruditos locales. Es que la conversación culta era otro ideal popular de esa red transnacional, y no solo en esos encuentros más íntimos con los sabios. La ilusión de un puñado de amigos reunidos alrededor de una mesa en alguna villa campestre recordaba el antiguo simposio filosófico griego.
Se tradujo en la cultura del salón, eventos privados realizados en casas con una lista selecta de invitados; y en la cultura de los cafés, donde llegaban ciudadanos de la República a charlar sobre los temas que rondaban en sus mentes.
El principio del fin
A un nivel más institucional, la conversación encontró otra sede en el siglo XVII con la fundación de academias y sociedades, como la Royal Society de Londres y la Academia Francesa de Ciencias. De cierta manera, eran versiones más oficiales de la red de cartas, pues ofrecían un lugar donde se podían realizar conferencias, experimentos y demostraciones en vivo, en las que se comunicaba de una vez a muchos lo que tomaría más tiempo por correo.
Y aquí retornamos a la palabra impresa, aunque nunca la abandonamos del todo: los libros fueron parte esencial de la República de las Letras; muchos de ellos bellamente ilustrados, haciendo de los artistas, ciudadanos. Esas academias publicaban revistas, como la famosa “Nouvelles de la République des Lettres”, que encapsulaban la información y la difundían a sociedades en diferentes países.
Esas academias y sociedades literarias empezaron a asumir algunas actividades de la erudición. Y, paso a paso, la República de las Letras fue desvaneciéndose, según algunos historiadores. Su desintegración, señalan, se debió a cambios sociales y tecnológicos. Inventos como el telégrafo y mejoras en el transporte, como el ferrocarril y los barcos a vapor, facilitaron las comunicaciones. La impresión se volvió mejor y más barata, lo que permitió que las noticias y las opiniones se distribuyeran más ampliamente.
Sin embargo, más allá de esto, otros intelectuales aseguran que la República de las Letras nunca desapareció.
De caballos a la web
Uno de ellos es Peter Burke, profesor emérito de Historia Cultural en la Universidad de Cambridge y autor de una gran cantidad de libros sobre historia cultural e intelectual. “Desde mi punto de vista, lo único que cambió fue el modo de comunicación”, dijo a BBC Mundo.
“Es por eso que contrasto lo que yo llamo ‘la república halada por caballos’, que es la tradicional de la que todos escriben, con la ‘república a vapor’, que llegó después, cuando los ferrocarriles dieron paso a la invención de conferencias académicas internacionales en la segunda mitad del siglo XIX, y los barcos a vapor que permitieron que algunos académicos -como Max Webber- dieran conferencias en Estados Unidos. Después de la de vapor, surgió la ‘república del jet’, cuando se podía ir por todo el mundo a intercambiar conocimientos. Y, finalmente, la ‘república virtual’, en la que se puede colaborar via email”, explicó, trayendo al presente la fraternidad, una de la que quizás vos ahora sos miembro.
Como todo un ciudadano de la República de las Letras, Burke añadió: “Yo no rechazo ninguno de esos modos de comunicación que ayudaron a los estudiosos a asistirse y colaborar, lo que no significa que siempre lo hicieron, pero al menos que existía una ética de cooperación”. He ahí la médula de esa excepcional república: esa ética de colaboración en pos del saber a pesar de cualquier obstáculo.
Y sí, es cierto que la República de las Letras a la que por siglos sus ciudadanos juraron lealtad es un lugar que solo existe en la mente... pero, ¿no es eso de alguna manera cierto en el caso de todas las repúblicas?
Por Dalia Ventura
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