El 22 de mayo de 1984, hace 39 años, cinco argentinos se embarcaban en la expedición más importante -y seguramente una de las más riesgosas- de la historia argentina: “Necesitaba personas que no midieran el esfuerzo ni el riesgo, y los encontré”, cuenta Barragán, inspirador y líder de Atlantis
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-Aquí pesquero Maratún. ¿Ustedes son la balsa Atlantis que salió de África? Cambio.
-Atención al pesquero Maratún. Esta es la balsa Atlantis. Cambio.
-Comprendido. ¿Necesitan ayuda? Cambio.
Alfredo Barragán, entonces de 35 años, no podía ocultar su inquietud. Hacía un mes y medio que él y sus cuatro compañeros de expedición no veían un barco. Tenían enfrente la oportunidad única de poder confirmar en qué punto del Atlántico se encontraban. Por culpa de la nubosidad, llevaban días sin poder calcular la posición de su balsa con los astros. Por eso dudaban si estaban llegando a destino o si habían sido arrojados por los vientos en cualquier otra dirección, incluso de regreso al continente africano. Sin timón, sobre una estructura de troncos de madera y cuerdas vegetales, los cinco jóvenes flotaban sin señales de tierra firme y dominados por una profunda incertidumbre. Hasta que divisaron el buque.
-Afirmativo -contestó Barragán-. Necesito que me confirme si realmente estamos al sudoeste de Granada. Cambio.
La respuesta se hizo esperar unos segundos, para ellos eternos. “Tranquilo”, llegó a decirle el joven capitán a su amigo Jorge Iriberri mientras aguardaban, con el sonido de la interferencia radial de fondo.
-Correcto, chico. Están a 10 millas de las Islas Testigo. ¡Bienvenidos a América!
Los navegantes rompieron en llanto y se abrazaron. Luego se bañaron en harina y se lanzaron como niños al mar. Finamente lo habían logrado: habían cumplido la epopeya -hasta entonces considerada imposible por la mayoría de los expertos- de cruzar el Atlántico en una embarcación sin motor ni timón. En definitiva, la expedición más importante de la historia argentina y seguramente también una de las más asombrosas del mundo.
Ya pasaron 39 años. Barragán toma un café en la confitería de un hotel, a pocos pasos del Obelisco, hoy tapado por una movilización piquetera. Totalmente abstraído de los bombos y redoblantes, el inspirador y jefe de Atlantis se emociona hasta las lágrimas al recordar la comunicación radial con el buque venezolano. “Fue el momento más mágico de la expedición. Sentía una satisfacción inmensa, una paz... En medio de los festejos, me acuerdo que respiré hondo y pensé: ¡tenía razón!”.
Tan solo tres días después de aquel día, su balsa arribó al punto exacto que él había anunciado durante las conferencias de prensa previas a partir: el puerto de La Guaira, en Venezuela. Así, Barragán no solo probó su teoría (creía que los africanos podrían haber llegado a América 3000 años antes que Cristóbal Colón), también imprimió su nombre dentro de la historia mundial de las expediciones románticas.
Él es plenamente consciente de ello. A casi cuatro décadas de la expedición, las personas aún lo reconocen por la calle y algunas incluso le muestran sus tatuajes del escudo de la expedición o con su frase insignia: “Que el hombre sepa que el hombre puede”. Incluso periodistas europeos han llegado a su pequeña ciudad bonaerense, Dolores, solo para buscarlo.
“Pasa seguido. Anoche crucé a mirar la nueva campaña de reciclado que armaron en el Obelisco y un tipo de aspecto humilde, que tendría unos 60 años, me dijo: ‘Capitán, ¿se acuerda cuando expuso la nave suya acá? No me olvido más’. La expedición sigue muy presente”, cuenta hoy, a sus 73 años. En los últimos 50 años ha completado 30 expediciones en cinco continentes, siempre con sus amigos del Cadei, el club deportivo y expedicionario que fundó de joven en Mar del Plata y que al día de hoy aún dirige.
“Los expertos me dijeron que era imposible”
La historia de la expedición Atlantis comenzó en una peluquería. Barragán, nacido en Dolores, de entonces 20 y cortos años, estudiaba Derecho en Mar del Plata. Y mientras esperaba para cortarse el pelo, en una revista de las que él solía leer encontró lo que se convertiría en la semilla de su gran teoría. Era un artículo sobre las cabezas colosales olmecas, unos 17 bustos gigantescos tallados en piedra hace unos 3500 años en la región de Veracruz, México. El artículo resaltaba que las cabezas tenían rasgos negroides, algo único entre las piezas arqueológicas del lugar. Durante años la inquietud sobre el origen de estos “tipos africanos en América” rondó por su cabeza, pero se volvió feroz unos años después cuando, leyendo sobre una de sus pasiones, la historia de la navegación, se enteró del descubrimiento de una balsa tallada en piedra, también de unos 3500 años de antigüedad, hallada en el noroeste de África. Una balsa le pareció prácticamente igual a la que en ese entonces utilizaban algunas comunidades originarias de Latinoamérica.
“Ahí caí: esta era la explicación de las cabezas. Pero, ¿cómo llegaron los africanos a América? Entonces me fuí a las cartas náuticas y me encontré con que en el Atlántico hay corrientes y vientos que se convierten en una especie de cinta transportadora desde Europa y África hacia América todos los días del año, todos los años. Esto favorecería una migración incluso accidental de una balsa africana hacia América. Vi todo lo que tenía junto y dije: ‘Esto fue así’. Y me enloquecí”, recuerda el abogado y expedicionista.
Barragán vendió una pequeña propiedad que tenía y con ese dinero viajó a México a exponer su teoría ante una mesa de expertos del Museo Nacional de Antropología e Historia. Pero no tuvo éxito. “Me dijeron: ‘No, nene, no es así’. Empezaron: ‘No, porque las cuerdas se les hubieran podrido’. Después decían: ‘No, porque las maderas se les hubieran podrido y hundido’. Después: ‘No, porque el tiburón...’. Ya no sabían qué argumentar para decir que no, era insólito”, recuerda Barragán, con la indignación aún intacta.
El joven Barragán se reclinó sobre su silla y quedó mirándolos en silencio, mientras los especialistas seguían discutiendo, incluso entre ellos. Él no tenía dudas. No solo porque había investigado sobre balsas, sino también por Kon-Tiki. “Yo crecí soñando con mares, montañas y ríos. En Dolores no hay ni mares, ni montañas ni ríos. Pero leía mucho. Me preguntaban qué quería ser de grande y decía: ‘Un viejo con barba que fume pipa y cruce el mar’. Y lo cumplí -se ríe-. Calculo que a mi padre, abogado de pueblo, de clase media, le habrá resultado simpática mi actitud, y me dio para leer Kon-Tiki, la crónica de viaje del explorador noruego Thor Heyerdah, que en 1947 cruzó de Perú a la Polinesia en balsa. Por eso yo crecí sabiendo que las balsas eran capaces de cruzar mares”, cuenta.
Fue la negativa de los expertos del museo mexicano lo que impulsó el viaje. Barragán lo planeó durante cinco años. Durante ese tiempo fue seleccionando, de entre sus amigos del CADEI, a los más aptos para esta hazaña. Los elegidos finalmente fueron Jorge Iriberri, Horacio Giacaglia, Daniel Sánchez Magariños -los tres grandes conocedores del mar- y el camarógrafo Félix Arrieta, encargado de la documentación del viaje, quien tres días después de haber embarcado le confesó a Barragán que no sabía nadar.
-En la película aclarás que, además de deportistas, elegiste románticos. ¿Por qué?
-Porque sino no me servían. Necesitaba gente que no midiera el esfuerzo ni el riesgo. Solo una persona enamorada de lo que está haciendo sigue adelante y da más allá de la media. No me alcanzaba tener gente que dijera: “Me gusta tu proyecto, qué lindo”. No. Necesitaba gente capaz de enamorarse totalmente de la expedición... y los encontré.
Los cinco expedicionarios enfrentaron la oposición de sus familias. Barragán, entonces soltero y sin hijos, debió evitar los pedidos de su madre, viuda, quien estaba totalmente aterrada con la idea de que su hijo pudiera morir en el medio del océano. La muerte era una posibilidad cierta y ellos lo sabían. De todas formas, los tripulantes partieron desde las Islas Canarias el 22 de mayo de 1984. “Los primeros días fueron los más difíciles”, asegura su capitán.
-¿En algún momento se arrepintieron o se preguntaron “¿para qué salimos?”?
-Hubo un momento de zozobra. Apenas salimos del puerto, hubo una marejada con olas de unos dos metros y, en un momento en que la balsa se movió, casi se cae el mástil al agua. La técnica que habíamos desarrollado para atar el mástil falló. Si se iba al agua, después no había forma de levantarlo, se terminaba la expedición. Pero pudimos solucionarlo. Me acuerdo que en los días siguientes nos sorprendía cómo crujían las cuerdas, era como escuchar retorcer un canasto de mimbre. Pensábamos: “Esto se va a romper”. Pero después nos dimos cuenta de que era su ruido natural. Fueron momentos de inquietud, pero ni remotamente llegamos al arrepentimiento, estábamos eufóricos.
Sobre la balsa, los cinco tripulantes vieron atardeceres que recuerdan “únicos”. Cada día, el sol aparecía a sus espaldas y se ponía delante de sus ojos, haciéndoles tener la certeza de estar dirigiéndose hacia este. Del agua vieron asomarse ballenas, delfines y algún que otro pez. Aunque, sorprendentemente, no tuvieron suerte con la pesca: solo lograron atrapar un pez en los 52 días que navegaron.
Barragán nunca consideró su expedición como “una aventura”, si no todo lo contrario. “El aventurero va al mar sin saber qué va a pasar. En cambio, nosotros fuimos al mar sin dejar nada librado al azar. A mí las expediciones me llevan años de investigación, de aprendizaje de técnicas. Y cuando finalmente las hago, ejecuto lo planeado y todo sale como estaba previsto. Al menos hasta ahora...”, explica.
-Durante los 52 días en alta mar, ¿no hubo imprevistos?
-Suena soberbio, pero no. El vasco y yo nos sacamos el apéndice antes de ir, el resto no. Pero yo estaba listo para sacar un apéndice. Había hecho un curso, había visto operaciones y llevaba todos los elementos necesarios para hacerlo. También los elementos para amputar una pierna, hasta el cepillo de paja que se usa para cepillar la punta del hueso quebrado en una fractura expuesta. Llevábamos ketalar como anestesia general, también 10 dosis de morfina. Y la gente dice: ¿Este tipo es un mentiroso o está loco? Y yo digo que ninguna de las dos cosas. A los piratas que ves con la pata de palo, ¿quién les apuntaba la pierna? ¿Qué antibiótico tenían? Ninguno. Yo estaba mucho más preparado que ellos para apuntar una pierna. Y tenía unas ganas -se ríe-. Yo les digo a mis compañeros: “Son malos, ¡ni sacar un apéndice me dejaron!”.
Durante las tormentas, que sí tuvieron, los cinco tripulantes se ataban a la balsa. La realidad es que si alguno se llegaba a caer no había forma de frenar la embarcación o cambiar su rumbo para buscarlo. Es por eso que, antes de embarcar, y a pesar de que uno de ellos era guardavidas, los cinco jóvenes acordaron que, si alguno se caía, nadie debía saltar a salvarlo. La balsa llevaba colgada de su popa una soga de 70 metros, que permitiría a sus tripulantes agarrarse en caso de una caída accidental, pero con un margen de solo 55 segundos.
Una frase accidental que pasaría a la historia
El recibimiento en Venezuela fue mucho más grandioso de lo que cualquiera de ellos hubiera imaginado. Sabían que parte del mundo seguía sus andanzas. Todos los días, durante la expedición, se comunicaban por radio con la Argentina y pasaban el parte. Además, dos veces a la semana salían al aire en el programa de José María Muñoz en Radio Rivadavia. Pero, de todas formas, se sorprendieron cuando, entrando al puerto, escoltados por lanchas de la Armada venezolana, se encontraron con decenas de barcos embanderados esperándolos, con sus bocinas y sus chorros de agua. En tierra firme los recibió el vicepresidente y un desfile militar de 800 uniformados. Entre el público se encontraban, además de cientos de seguidores, sus familiares y seres queridos.
-¿Fue entonces que dijiste la frase “que el hombre sepa que el hombre puede”?
-En verdad, fuí el vehiculo de esa frase. En un acto después de la expedición, me entregaron una placa que decía: “Que el hombre sepa que el hombre puede”. Y yo la recibo y digo: “Qué hermosa frase”. Se la muestro a la gente y todos se rieron. “Es suya”, dijo alguien. Yo no recordaba haberla dicho. Entonces un periodista me dijo: “Te tengo grabado diciéndolo”. Esa noche, me hizo escucharlo. Parece que en el momento en que la balsa, ya tomada por un remolcador, ingresaba al puerto, salí en la radio con Muñoz, y él me preguntó: “Barragán, ¿alguna reflexión?”. Y yo, llorando, que es mi estado frecuente, le digo: “Que el hombre sepa que el hombre puede”. Lo repetí como seis veces, ¡pero no lo registré! Fue del alma a la boca.
-¿Cómo fue el día después de la expedición?
-Muy particular. Esa noche, la Embajada Argentina nos organizó un coctel en la residencia del embajador. Estábamos en el jardín con una copa, desbordados de alegría, y me acuerdo que vino la novia del vasco y me dijo: “Alfre, acompañame que el Vasco está mal. Voy a su habitación y lo veo llorando. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Nosotros acá, de joda, y la balsa sola, en el puerto”, me dijo. Entonces le prometí que apenas saliera el sol nos tomábamos un taxi para ir a ver cómo estaba. A las 6 am nos subimos a la balsa, que estaba amarrada, y estuvimos como una hora llorando.
La expedición no solo marcó la vida de cada uno de sus tripulantes. También forjó un vínculo inseparable entre ellos. Hoy los cinco argentinos siguen compartiendo proyectos, principalmente el de armar el Museo de la Exploración Argentina, para el cual están buscando fundaciones que quieran aportar fondos. También se ven regularmente en cumpleaños y otros eventos. “El Vasco es mi testigo de mi casamiento y yo soy el suyo. Todos nos vemos seguido. A la mujer de Godoy la operaron hace unos días y me fuí a Mar del Plata a hacerle el aguante a él durante la cirugía, por ejemplo”, cuenta
Barragán está casado, es padre de Paulina y abuelo de dos niñas. Aún vive en Dolores. “Elijo Dolores”, insiste. Ahora rememora el día en que, luego de presentar en cines la película documental sobre la Expedición Atlantis, guionada y dirigida por él mismo, recibió una oferta de Disney para hacer una expedición con película por año. Solo debía radicarse en Estados Unidos. La rechazó. “El tipo no entendía. Me decía: ‘Pero, ¿qué tiene Dolores que no tenga Hollywood?’. ‘Y…¿la peña de los miércoles?, le dije”, recuerda entre risas.
Más allá del paso de los años, lo llamativo es no se cansa de hablar de Atlantis. Dice que, de cansarse, se sentiría mala persona. “Le debo demasiado. Me he acostumbrado a escuchar: ‘Este es el loco que hizo Atlantis’. Pero a veces me pregunto si yo la hice a ella o si en verdad ella me hizo a mí. Se volvió parte de mi identidad. Los cinco seguimos tan enamorados de Atlantis como el primer día. Y yo entiendo por qué: siempre digo que los que la conocemos desnuda, la sabemos pura. Atlantis es un monumento al romanticismo, es mucho más pura y bonita que nosotros, y la amamos.
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