Qué con cual
Una cosa es tinto light para costillitas de cordero y otra cosa es otro brioso contundente para picantoso gigot de capón
Pregunta típica de coterráneo que me intercepta en el súper-market. "Che, Brascó, ¿qué vino acompaña bien al cordero patagónico?" Yo contesto: "La mejor compañía para cualquier cordero es otro cordero gay en celo. Ahora bien, si el animalito necesitado de compañía está ya horneado y emplatado, entonces acompáñelo con vino tinto. ¿Cuál? Al efecto yo llevo siempre una listita preparada. La del cordero está en el bolsillo derecho del saco. Tiene 219 opciones. Se la muestro".
"Caracho –dice el coterráneo tras rejune rápido, rabo de ojo–. ¿Y de todos estos, cuál?" Ahí viene la letra chica, que es donde, como en los contratos, se deschaba el know how misterioso del savoir faire.
Si el cordero está representado por pequeñas costillitas a la plancha, de sabor exquisito pero único en su simplicidad lechal, lo mejor es hoy probarlas con el conmovedor rosé vinificado en el estilo minoritario (sólo 7200 botellas) que está presentando ahora en el mercado la Bodega Finca La Anita.
No es un mero subproducto de sangría, condenado a la frivolidad solar de las quintas, con un tapeo así nomás, en el borde del verano, las piletas y las piernas, sino –¡atención!– precisamente lo contrario. Un genuino vin d’une nuit. Un piel de cebolla que no resulta de bajar un tinto a blanco o subir un blanco a tinto, sino de recrear el rosé clásico, el otra cosa de antes. El que se toma en la mesa con mantel de hilo y paladar branché. Esto es, más sofisticado, definitivamente no para señoras que le escapan al tinto negro concentrado por sangría, sino para wine lovers, ávidos como siempre de sensaciones nuevas.
Materia prima de esta opción branché (fashion total) Finca La Anita, son racimos Petit Verdot provenientes de un single vineyard de Agrelo Alto. Es una variedad nunca o escasamente usada para rosé espurios, subproductos de sangrías.
Su vinificación corrió por cuenta rigurosa de Soledad, la nueva joven responsable enóloga de la finca, actuado dentro de los lineamientos del bodeguero Manuel Mas, un reconocido perspicaz en las tendencias del consumo.
El rosé piel-de-cebolla resultante ($ 95) viene de un mosto prensado en frío por el método protectivo para evitar oxidación, con enzimas usadas para romper pectinas, las que unen las estructuras celulares de la uva. Y refermentación de lo obtenido comme’ il faut.
Su paladar es amable pero grave, con hálitos terrosos que coquetean con la rusticidad. Brioso es la palabra. Siempre y cuando no se sirve frappé, una tentación constante entre los devotos argentinos de los vinos blancos.
Pruebe ambas opciones y opte. Pero no se pierda el after taste o aprés gôut, muy atractivo en retro-sensaciones. No lo deje pasar inadvertido.
Ahora bien, si el cordero no son las costillitas de lechal presentadas light por el chef de Oviedo, Martín Rebaudino, sino un contundente gigot de capón, la cosa cambia de manera radical.
Estoy pensando en un pernil chico marinado el día anterior con aceite de oliva López, sal gruesa marítima de Guerantes, pimienta negra molido grueso, mucho romero fresco y aderezo de rocoto, cocinado al día siguiente en horno corto (20 a 25 minutos) a 160º. Y servido con suculenta crema de hongos, por ejemplo.
Para ese ímpetu de sabores me aparece, espontánea y deseable, una opción pulsuda, contundente Cabernet Sauvignon rojo profunda, con perfiles Médoc de tiro largo y taca taca amable; el brioso (por joven) Killka de Salentein, de razonables $ 59.
Hasta acá la anécdota y a continuación la pauta: esquiven, coterráneos, la frívola generalización conjetural de que todos los pescados van con vino blanco, las pastas con tintos livianos y las carnes rojas con tintos fornidos. El factor determinante del vino no es el ingrediente básico del plato, sino la forma en que ese ingrediente está cocinado. O, más precisamente, salseado.
Así, pues, para elegir el vino tenga siempre presente la salsa.
lanacionar