Él arquitecto de 61, ella maestra jardinera retirada, de 63, quisieron cumplir su sueño de familia numerosa y ¡lo hicieron!
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Ana Geraghty y Mario Lonegro ya tenían la casa repleta, con tres hijos en jardín de infantes y primaria, cuando empezaron a considerar la idea de adoptar. Lo que en un principio fue un ideal lejano se convirtió con el pasar de los años en el fundamento de su familia. Hoy, tienen ocho hijos, cuatro de sangre y cuatro adoptados, de los cuales tres tienen Síndrome de Down.
“Siempre nos gustó la idea de tener una familia grande. Podíamos tener más hijos propios, pero también teníamos la posibilidad de darle una familia a chicos que lo necesitaran, y eso hicimos”, cuenta por teléfono Geraghty desde su casa, en Santa Rosa, La Pampa, donde se encuentra aislada desde el inicio de la pandemia junto a su familia, debido a que sus tres hijos menores, los que poseen la trisomía del par 21, son considerados de alto riesgo para el coronavirus.
Para la pareja -él, arquitecto y profesor, de 61 años; ella, maestra jardinera retirada, de 63- adoptar a cuatro niños sanos hubiera sido una tarea mucho más fácil. A la hora de elegir, sin embargo, priorizaron abrir su familia a menores con discapacidad. “Ellos son los que más te necesitan, porque casi nadie quiere adoptarlos”, señala Geraghty.
Soledad, la única de sus hijos adoptados que no tiene Síndrome de Down, llegó a la casa en 1996, cuando tenía tres, la misma edad que Pedro, el segundo hijo de los Lonegro. Pocos años después, el matrimonio tuvo a Mariana, su última hija de sangre. Ya eran cinco hijos cuando se enteraron de que el juzgado local de menores buscaba una familia para una niña de cinco años con Síndrome de Down.
“Lo charlamos en familia. Los chicos no entendían bien qué implicaba esta discapacidad, nunca habían visto a alguien que la tuviera. Nosotros tampoco teníamos mucha idea, pero aceptamos, y así llegó Lorena a nuestras vidas”, recuerda Geraghty, que hoy forma parte de la Asociación Síndrome de Down de la República Argentina (Asdra).
Lorena casi no veía cuando llegó. Nadie nunca le había colocado anteojos, por lo que se le hacía difícil erguirse y caminar. La falta de estimulación sorprendió a su nueva familia, pero al tiempo, con esfuerzo, lograron progresos, como que pudiera trasladarse por su cuenta y dejara los pañales. Diferente fue el caso de Alejandro y Tobías, que llegaron a los pocos meses de vida.
“Lo más importante es el lugar en el corazón, el resto se acomoda”
En ambos casos, fue el secretario del juzgado el que, con diferencia de varios años, le informó a Lonegro sobre el estado de adoptabilidad de ambos bebés. Alejandro, que ahora tiene 22 años, tenía 11 meses cuando se definió su adoptabilidad, pero ninguna de las familias que formaban parte de las listas de espera para adoptar lo quiso aceptar.
“Esos padres generalmente hacen cualquier cosa por conseguir un bebé. A él no lo querían porque era Down, y yo no podía tolerar eso. A mi y a mi marido esas cosas nos ponen locos”, manifiesta Geraghty. Tobías fue el último varios años después.
Con cada nueva incorporación, las habitaciones de los Lonegro cambiaban de mobiliario y de forma. Se apretaban más las camas, se sacaban o movían los placares y escritorios. La casa tenía -y sigue teniendo- un cuarto para los padres, uno para las hijas mujeres, que son tres, y otro para los varones, que son cinco. “Lo más importante es el lugar en el corazón, el resto se acomoda”, dice, entre risas, la madre.
Más allá de las terapias y cuidados extra que requieren los tres hijos menores, los Lonegro llevan una vida parecida a la de cualquier familia numerosa, que hoy son cada vez menos frecuentes. “Los más grandes aman a sus hermanos menores. Tienen una relación muy linda, incluso ahora que ya no viven en casa. Hasta sus amigos llaman a los más chicos para ver cómo están. Es increíble el vínculo que se creó”, comenta Geraghty.
Aislados a la espera de vacunas
Hoy, son solo tres los hijos que siguen viviendo con sus padres: Lorena (30), Alejandro (22) y Tobías (14). Los tres son considerados personas de alto riesgo para el coronavirus debido a su discapacidad. A diferencia de sus hermanos, Tobías todavía no ha sido inoculado contra este virus debido a que es menor de edad y la única vacuna aprobada para los adolescentes de entre 12 y 18 años es la producida por el laboratorio Pfizer, que todavía no se encuentra disponible en el país. Por esta razón, la familia se encuentra aislada desde hace un año y cuatro meses, lo que provoca efectos negativos en su estado emocional y en el desarrollo cognitivo de los tres hijos menores.
Geraghty se sumó en los últimos meses a la agrupación de padres VacunaMe, que exige la inoculación de los menores con comorbilidades. “La pandemia fue bastante frustrante. Nosotros siempre intentamos que los tres sean lo más independientes posible: que puedan salir solos, ir a trabajar, hacer pequeñas compras. Pero hoy no pueden hacer nada de eso”, explica la madre. Hasta antes del inicio de la pandemia, Lorena y Alejandro estaban haciendo capacitaciones laborales en huerta y panadería y ya no lo pueden hacer. Tobías, en tanto, no puede volver a la presencialidad ni tampoco a su grupo de scouts. Según sus padres, los tres están perdiendo habilidades adquiridas por no poder ponerlas en práctica.
La esperanza está puesta en la modificación de la ley de vacunas, que salió por decreto la semana pasado, y permitiría cerrar un acuerdo con Pfizer y otros laboratorios estadounidenses. “Lo que más queremos es que vacunen a Tobi y los chicos puedan volver a ser libres”, resume Geraghty.