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Una tarjeta de crédito y setenta dólares en la mano. Ese era todo el capital con el que contaba cuando llegó a España para probar suerte en el rubro que lo había llevado a dar forma a su propia empresa en la Argentina pero que, por cuestiones de la economía local, no había logrado despegar como esperaba.
Repartió su curriculum en cada una de las cuatro compañías de rafting que operaban en el pueblo al que había arribado. “A todas les pareció fantástico. Pero me ofrecían trabajo para la primera semana de julio y estábamos a 20 de mayo. Yo no tenía manera alguna de sobrevivir hasta esa fecha sin un empleo”, recuerda Ismael Páez Britos (52). Corría 2001 y en Bariloche, donde entonces residía, lo esperaban Catalina (que en ese momento tenía tres años), Juana (de un año) y su esposa Silvina. Simplemente no se podía dar el lujo de estar tanto tiempo sin generar dinero.
Por eso, dos días más tarde, luego de hacer algunos descensos en los ríos de ese lugar -que sirvieron para conocer un poco la actividad y el nivel que tenían los ríos- partió hacia hacia Sord, un valle vecino, donde había un desarrollo mucho más grande de la actividad. Allí conoció al manager de una compañía de rafting, quien le ofreció una prueba . Consistía, básicamente, en bajar el río con clientes. Faltaba un guía y necesitaban cubrir el puesto. “Así que, sin conocer el río y con su nivel bastante crecido, me tocó hacer un descenso con ocho clientes en un afluente que no conocía. No fue fácil. Golpeé contra algunas piedras pero logré llegar al final del recorrido sano y salvo con mis ocho clientes”.
Eso le abrió la puerta para trabajar en esa compañía que, además de rafting, ofrecía canyoning, que consiste en descender por cañadones formados por los ríos o cascadas mediante el rapel. También hacían diferentes actividades con kayak, con kayak inflables y con canoas. Además, vendía paseos en bicicletas de montaña y cuatriciclos, cabalgatas y saltos de un puente.
“Mi papá organizaba comidas en un almacén del pueblo”
Criado en La Macana, un paraje rural de Uruguay con muy pocos habitantes, Ismael cultivaba junto a su familia una huerta de la que obtenían alimento y les permitía intercambiar leche y carne con los vecinos. Allí, asistió a la escuela rural y recuerda que jugaba mucho al fútbol, disfrutaba de andar a caballo y pasear en bicicleta. De aquellos años de infancia tiene registro de dos hechos que todavía guarda en su memoria. La primera era el cariño y el vínculo incondicional de su padre por la cocina.
“En esa época comenzaba a esbozar la vocación que él en realidad tenía y que yo heredé: el amor por la hospitalidad. Tengo en mi retina grabadas grandes encuentros que él organizaba en la parte de atrás de un almacén con amigos, vecinos y gente del pueblo para los que hacía ollas enormes de comida”. El segundo hecho que lo vincula con la gastronomía fue cuando empezó la secundaria y se mudó a la casa de su madrina en la ciudad. Ella tenía una casa de comidas para llevar y siempre había en la casa un aroma delicioso de los montones de recetas que preparaba.
“Punta del Este era una desolación”
Pero la familia buscaba oportunidades para crecer y Punta del Este apareció en el radar. Era el final de los ‘70 y el balneario estaba en plena transformación. Comenzaban a aparecer los primeros grandes edificios. Su padre se acomodó rápidamente en el ambiente gastronómico y su madre, técnica en belleza, recorría las casas de las clientas para aprovechar al máximo los cuatro meses de temporada.
“En los años 70, Punta del Este era una desolación en invierno. La vida social ocurría en Gorlero, donde la gente de alto estatus vivía en sus mansiones mientras que otros trabajaban en sus paradores en la playa. Las tardes y noches las pasábamos allí, jugando a los videojuegos que eran una novedad en ese momento. Las guerras entre argentinos y uruguayos en carnaval con bombitas de agua eran otro clásico. Tener una vida nómada -nos íbamos y volvíamos cada verano- me permitió recorrer Punta del Este en toda su extensión. Viví en muchos diferentes barrios de Maldonado ya que mis padres cada año conseguían un lugar u otro donde instalarnos”.
Concluida la etapa en esa ciudad, la familia se mudó a Buenos Aires. Fue toda una novedad. “Durante parte de mi tiempo en la capital de Argentina realmente no me sentí pleno o feliz. No sabía qué era lo que pasaba. Desgraciadamente, en Buenos Aires partió mi padre. Un cáncer se lo llevó rápidamente en un año y la familia quedó muy golpeada. Yo era el hermano mayor de cuatro hermanos. Fueron épocas muy duras: había que trabajar mucho para juntar dinero. Entre otros de mis grandes recuerdos en la ciudad porteña, abrí la puerta del ascensor y no estaba, entonces caí por el hueco”.
Por otro lado, Ismael comenzó a estudiar administración de hoteles y se mudó a Bariloche para trabajar en un hotel en la base de las pistas del Cerro Catedral. Era 1992 y, en las frías tierras del sur, sintió haber encontrado su lugar en el mundo.
“En la Patagonia encontré mi refugio”
La llegada a Bariloche lo impactó. Sintió un frío que jamás había experimentado. “Yo no tenía la más remota idea de lo que era el frío y la vida en un lugar con esa temperatura. Fueron épocas de mucho aprendizaje. Pero descubrí un lugar mágico en las diferentes estaciones del año. Fue tan increíble que me quedé 26 años de mi vida. Le había dicho a mi madre que iba por 40 días y ahora había tomado la decisión de quedarme a vivir en ese lugar”.
En la Patagonia encontró un refugio, un lugar que le permitió emprender y construir una empresa con la que no había llegado ni a soñar. Con su esposa armaron las oficinas, vendían tours y poco a poco logró dar forma a una red de amigos que se dedicaban a vender aventuras únicas. “Elegí y volvería a elegir este lugar por la versatilidad de experiencias que permite realizar, deportes que son ideales debido a los fantásticos paisajes, además de las hermosas personas que el destino llevó a encontrarme. Mi mayor aprendizaje fue ganar perspectiva y ampliar los límites de mi imaginación”.
Por eso, en 2001, cuando la crisis económica golpeó al país y su empresa quebró, no dudó en probar suerte en España. Fueron tiempos de mucho esfuerzo pero que le permitieron hacerse de un capital para poder regresar a Punta del Este. “Un amigo tenía la concesión en el complejo Solanas. Estaba desesperado por un manager. Viajé, conocí el lugar, me contó todas las implicancias y las necesidades que tenía. Volví a Bariloche, lo discutí con mi esposa, me armé una pequeña maleta y a la semana estaba desembarcando en Punta del Este. Hacía mucho tiempo que me había ido de ahí, la ciudad había cambiado por completo, mis recuerdos eran de Punta del Este con las vías del tren todavía y eso ya se había cambiado por una avenida de doble mano de dos carriles que une hoy Punta del Este con Maldonado”.
Se instaló entonces en el resort para dirigir un restaurante de unos 150 cubiertos, con doce empleados. Tenía a su cargo también un bar en la piscina y un mercado. Su tarea era hacer que todo eso funcionara. “Fue una performance muy exitosa y eso me hizo volver a Punta del Este”.
Por un tiempo, Ismael regresó cada invierno a Bariloche para estar con la familia. En cuanto arrancaba la temporada, regresaba a Punta del Este para trabajar. Hasta que en 2018 tomaron la decisión de mudarse nuevamente a Uruguay. Para ese momento ya había trabajado en la conocida chivitería Rex, en La Barra, como jefe de la cocina y a cargo de los tres locales que la firma tenía. Hasta que junto a su hermano una tarde se animaron a darle forma a un sueño pendiente: el proyecto propio. En esa búsqueda apareció una casita en el barrio La Pastora, donde están los dedos en la arena y la terminal de ómnibus de Punta del Este.
“El local nos enamoró desde el primer momento y decidimos que ese iba a ser el lugar de implantación. La Fonda del Aparcero es un homenaje a mi viejo. Y el concepto de fonda es también una celebración de ese tipo de casas de comidas en Punta del Este y del Río de la Plata entero”.
Para decorar el local, compraron antigüedades en una de las ferias más importantes de Montevideo. También recibieron el aporte de amigos de la infancia que encontraron objetos, muebles y artículos que tenían en sus casas y no utilizaban.
En el lugar se sirven los platos típicos de fonda: grandes milanesas napolitanas con papas fritas, algunos pescados de temporada a la plancha, camarones salteados al ajillo, pollo a la portuguesa, guiso de lentejas, cazuelas de porotos. “Es comida casera hecha en un restaurante con una atención súper personalizada. Al frente se encuentra Javier mi hermano y su esposa. Sus hijos, tres varones, que son bastante pequeños aún ya están correteando adentro de esa cocina y de ese ambiente y confiamos en que esta vocación de servicio familiar ya se está trasladando a una nueva generación”.
A pesar de la pandemia, Ismael y su hermano Javier lograron sostener y mantener abierto el local. Es una estructura chica que se maneja con tres empleados durante el año y llegan a ser cinco en temporada alta. Este verano, por primera vez, la fonda rindió frutos y el público pidió que el lugar continúe abierto. Y eso se trasladó en respuesta, en visitas de la gente. “Tenemos 4.7 de reviews en Google, que estamos al nivel de los mejores restaurantes de Punta del Este, con absolutamente cero presupuesto de marketing, cero presupuesto de publicidad y lo único que hacemos es una comida con mucho amor y un servicio con mucha alegría y con un calor familiar que se siente, se respira desde el momento que uno se sienta hasta que se va del restaurante”.
Actualmente, Ismael trabaja en un proyecto de un restaurante de comida vegana, sin gluten y sin azúcar en Miami “Estamos en pleno desarrollo de este nuevo concepto que esperamos en unos cuatro meses tenerlo abierto y funcionando”. Con 35 años de experiencia en la industria -trabajó en fine dining, self service, en bares, restaurantes, discos, paradores en la playa, al servicio de millonarios o en la elaboración de una comida a la orilla del río bajo una tormenta de aguanieve con clientes al borde de la hipotermia y la urgencia de hacer una sopa en instantes utilizando técnicas de supervivencia- todavía asegura que no cambia por nada la vida cerca de la naturaleza, de los ríos, el mar y los arroyos que le brinda siempre “una sensación tan linda y natural quelo transporta a lo más básico del ser humano, la libertad”.
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