Editores con pésimo olfato casi nos privan de grandes obras de la literatura universal, como En busca del tiempo perdido, Harry Potter, Carrie, El Túnel y Lolita
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La de 1912 fue una Navidad negra para Marcel Proust. El 23 y 24 de diciembre recibió dos cartas de editores que le comunicaban el rechazo a publicar Por el camino de Swann, el primer libro de su monumental saga En busca del tiempo perdido. Estos rechazos se sumaban a los de varios otros editores parisinos: increíblemente nadie aceptaba publicar un libro que se transformaría en uno de las obras fundamentales de la literatura universal. Más aún, cuando un año después el empecinado Proust finalmente logró publicarlo, recibió tan poco apoyo de la crítica que llegó a ofrecer pagarles a dos gacetilleros de la época para que escribieran reseñas favorables.
El de Proust no es el único caso de despiste o error garrafal de editores y críticos. Harry Potter y la piedra filosofal, el primer libro de la luego exitosísima saga de J.K. Rowling, fue rechazado por doce editoriales. Stephen King recibió docenas de cartas de rechazo para su primera novela, Carrie. El diario de Ana Frank “no tenía ningún interés”, según la opinión “experta” de 15 editoriales. Nabokov tardó cinco años en escribir Lolita y otros dos en encontrar quien quisiera publicarla.
Varias editoriales rechazaron también obras de James Joyce, Sylvia Plath, Rudyard Kipling, William Faulkner, Scott Fitzgerald, George Orwell, D.H Lawrence, Ernesto Sabato… Otro tanto sucede cuando se analizan las primeras críticas de libros que luego hicieron historia.
¿Artistas incomprendidos? ¿Editores con pésimo olfato? ¿Críticos de dudosa sensibilidad literaria? Pasen y vean: Proust y otros grandes desatinos históricos del mundo editorial.
El caso Proust
El viernes 18 se cumplieron 100 años de la muerte de Marcel Proust (10 de julio de 1871–18 de noviembre de 1922), uno de los escritores fundamentales de la literatura universal, autor de En busca del tiempo perdido, la gran obra del siglo XX, pero…
La primera de las cartas que recibió el escritor en aquella Navidad era del mayor editor comercial de la época, Pasquel, y la segunda de la Nouvelle Revue Française (NRF), revista que regía los destinos en la literatura de principios de siglo, dirigida por Gaston Gallimard y André Gide, al parecer el primer culpable de la negativa de Gallimard de publicar la primera parte de En busca del tiempo perdido.
Proust envió entonces el libro a Alfred Humblot, de la editorial Ollendorf, que le contestó con un palazo sin anestesia: “Mi querido amigo, tal vez debo estar muerto del cuello para arriba, pero por más que me devano los sesos no acierto a ver por qué alguien necesita treinta páginas para describir cuántas vueltas da usted en la cama antes de dormir”.
Tras varios rechazos más, Proust finalmente logró publicar su libro en noviembre de 1913 con la editorial Grasset, aunque tuvo que pagar él mismo la primera edición de 1500 ejemplares. Años después, ya con la obra consagrada, se conoció parte de la correspondencia que mantuvo con los editores de Grasset, en una de las cuales, por ejemplo, habida cuenta de la baja simpatía que al principio su libro cosechó en la prensa, les pedía que ofreciesen entre 300 y 600 francos a dos críticos de Le Figaro y Journal des Débats a cambio de artículos más “entusiastas”.
La realidad es que Proust estaba pasando uno de los peores momentos de su vida. Había tardado cuatro años en escribir Por el camino de Swann, después se vio rechazado por gran parte de los editores de París, y ahora que por fin había logrado publicar su libro se le hacía cuesta arriba ubicarlo en el mercado y ante la crítica. Hacía diez años que escribía crónicas de sociedad en Le Figaro pero después de mucho rogar al director del periódico solo consiguió que le publicaran dos capítulos.
Sin embargo, tras la primera oleada de rechazo de la crítica vino la revancha: el libro llegó a las manos de escritores como Edith Warton y Jean Cocteau, quienes anunciaron a los cuatro vientos que Grasset acababa de publicar la primera obra de un escritor enorme. Proust terminó siendo celebrado como la gran revelación literaria de su tiempo y André Gide confesó en una carta lo que seguramente debe haber sentido en el estómago más de la mitad de los editores franceses: “Fue uno de los errores más graves de la NRF y uno de los remordimientos más terribles de mi vida”.
De magos y chicas best seller
Hay numerosos ejemplos de ceguera incomprensible del mundo editorial que involucran incluso a los best seller más exitosos de la historia. Un caso paradigmático es el de Harry Potter y la piedra filosofal, primera parte de la saga de siete libros de la escritora británica J.K. Rowling, verdadero suceso editorial que lleva vendidos más de 500 millones de ejemplares, además de adaptaciones cinematográficas que fueron verdaderos tanques de la Warner Bros. Pues bien, el primer libro fue rechazado por ¡¡doce!! editoriales, incluidas algunas grandes como Penguin y HarperCollins. Rowling había tardado cinco años en escribirlo y vivía un período de grandes dificultades, signadas por la muerte de su madre, un divorcio a cuestas y una hija recién nacida a su cargo, además de dificultades económicas y un ex marido que la acosaba. Cobraba un seguro de desempleo y aprovechaba cada segundo libre para meterse en el fascinante mundo de su mago de la cicatriz.
Tras recibir un rechazo tras otro, y al borde de la desesperación, finalmente en 1996 Barry Cunningham, director de la pequeña editorial Bloomsbury Publishing, le comunicó que estaban interesados en publicar su libro. El adelanto era de apenas 1500 libras pero Rowling, que en poco tiempo sería megamillonaria, lo vivió como un milagro. Cunningham se había decidido a darle una oportunidad a Harry Potter gracias a su pequeña hija, que leyó el manuscrito y le pidió a su padre que le consiguiera urgente la continuación. La única londinense con visión de futuro fue una chiquita de ocho años.
Hay otro caso increíble y es el de otro “tanque”: Stephen King. El escritor norteamericano tiene pegadas en la pared de su estudio las docenas de cartas de rechazo para su primera novela, Carrie. Igual que Rowling, King también estaba pasando apuros económicos, de hecho había vendido su auto y desinstalado su teléfono porque lo que ganaba escribiendo para diversas publicaciones no le alcanzaba para mantenerlos. Mientras corregía los últimos capítulos de Carrie, sintió que la novela no le gustaba y no iba a poder venderla así que la tiró a la basura, pero su esposa la recuperó y lo convenció de terminarla. El libro fue rechazado por 30 editoriales. Como ejemplo de los motivos, Donald A. Wolheim, editor de Ace Books, le escribió: “No estamos interesados en ciencia ficción mezclada con utopías negativas. No venden”. Un iluminado, claramente.
Con el último aliento de esperanza, King le dio el manuscrito a un amigo que trabajaba en la editorial Doubleday, que lo terminó aceptando. La primera tirada, en 1974, fue de 30 mil ejemplares. Al año siguiente superó el millón, luego fue llevada al cine y las ventas no pararon de crecer nunca más.
Y hay más. Frente a lo controvertido del argumento de su novela Lolita (la relación erótica entre un profesor de literatura de más de cuarenta años y una niña de apenas doce) el rechazo de uno de los tantos editores que contactó el escritor ruso Vladimir Nabokov fue lapidario: “Abrumadoramente nauseabunda, incluso para un freudiano confeso. Es una especie de cruce inestable entre una realidad horrorosa y una fantasía improbable que a veces se convierte en una pesadilla neurótica y salvaje… Recomiendo sepultarla bajo una piedra durante miles de años”.
Nabokov había trabajado cinco años en Lolita y, al finalizarla en 1953, debió esperar otros dos para verla publicada. Ya era un escritor prestigioso y creyó que sería sencillo encontrar editor pero lo cierto es que las cuatro mayores editoriales de Estados Unidos rechazaron el libro al considerarlo impublicable en plena etapa de censura macartista. Nabokov terminó ubicando su obra con Olympia Press, una editorial parisina especializada en literatura erótica, que publicó cinco mil ejemplares en Francia, en idioma inglés. Los comienzos fueron ingratos, varios gobiernos solicitaron decomisar los ejemplares que circulaban gracias a los turistas, pero finalmente los elogios se fueron acumulando hasta que el libro se publicó en Estados Unidos. Fue un éxito fenomenal, y significó la consagración internacional de su autor.
Sin brújula
Los desatinos no tienen nacionalidad. De hecho, a lo largo de la historia se han dado en todas las latitudes rechazos incomprensibles para obras fundamentales de la literatura universal.
El británico John Le Carré se topó con varios editores sin brújula cuando intentaba infructuosamente encontrar quien publicara su primera novela, El espía que surgió del frío. Después de leer el original, uno de ellos le escribió a un colega: “Bienvenido a Le Carré. No tiene ningún futuro”.
“Según mi opinión, la muchacha no tiene una percepción o sensibilidad especial que eleve este libro por encima del nivel de curiosidad”, fue la conclusión de uno de los quince editores que rechazaron publicar El Diario de Anna Frank. George Orwell fue despreciado nada menos que por T.S. Eliot, gran escritor y al parecer pésimo editor, en ese entonces a cargo de la editorial Faber & Faber. Para Eliot, igual que para varios otros editores norteamericanos, solo se podía esperar un fracaso de Rebelión en la granja. La curiosa carta de rechazo fue publicada completa en el Times, en 1969.
El irlandés James Joyce tardó nueve años en publicar su libro Dubliners, después de intentar venderlo sin éxito a más de quince editoriales. Lo supera en el récord Samuel Beckett, que sufrió 42 rechazos para su primera novela, Murphy, publicada finalmente por Routledge en 1938. El chileno Roberto Bolaño, por su parte, tardó nueve años en poder publicar Estrella distante, rechazada hasta por Seix Barral. Y nuestro Ernesto Sabato terminó publicando su novela El túnel en la revista Sur, después de haber recibido críticas y rechazos de varias editoriales de Buenos Aires. Albert Camus luego la llenaría de elogios e impulsaría a Gallimard a traducirla al francés y publicarla en Europa.
La crítica también registra desprecios históricos, como muestran estos pocos ejemplos de agravios lanzados sobre célebres autores de la literatura universal y reunidos en el libro The experts speak, de Christopher Cerf y Victor Navaski: “Monsieur Gustave Flaubert no es un escritor” (reseña de Madame Bovary en Le Figaro, 1857); “Walt Whitman está tan desvinculado del arte como un cerdo lo está de las matemáticas” (The London Critic, 1855); “Se desinfla finalmente William Faulkner, quien alguna vez fue considerado un talento considerable, aunque menor” (reseña de Absalon, Absalon en The New Yorker, 1936).
Artistas incomprendidos hubo siempre. Y editores y críticos con pésimo olfato literario, también.
Claudia Dubkin
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