Protocolo del aplauso
Hasta el espectáculo más modesto recibe un aplauso que siempre dura lo suficiente como para que los actores puedan salir a saludar al menos dos veces
A la gente le encanta aplaudir. Aplaude en las bodas, al finalizar la ceremonia; aplaude generosamente en la televisión, cuando asiste como público a algún programa; y lo que es más notable, aplaude en los funerales. Cuando muere un actor, parece, se considera apropiado despedirlo con un aplauso. En los últimos tiempos se aplaude también en los funerales de políticos o figuras conocidas de cualquier tipo. Es como si el silencio hubiera perdido su fuerza reverencial.
En el teatro los aplausos tienen un protocolo. Hoy brotan salas de teatro en todas partes, aun en barrios alejados del centro, a veces en un espacio que alguna vez fue la habitación de una casa de familia. Hasta el espectáculo más modesto de una sala independiente en un barrio remoto recibe un aplauso que en el peor de los casos va a ser amable, pero siempre dura lo suficiente como para que los actores puedan salir a saludar al menos dos veces. Y si sobre el escenario hay algún actor conocido, lo más probable es que el público aplauda de pie.
A la gente le encanta aplaudir de pie. Obras magníficas y otras no tanto, casi todas son aplaudidas de pie. Después, cuando el aplauso por fin se da por terminado, el espectador se queda un rato tranquilo en su asiento, cansado y feliz, como quien disfruta de una sobremesa después de haber comido un manjar suculento. Ahora bien, en los actores el efecto del aplauso es fascinante: éxtasis.
En algunos casos –no siempre– el aplauso parece operar como una droga. Algunos cómicos no tienen reparo en pedirlo directamente al público. Por lo general se utiliza algún recurso: el comediante pide con gestos un aplauso fuerte para molestar a otro comediante que acaba de salir de escena. Convoca la complicidad del público a la manera de los espectáculos infantiles de títeres, donde los niños le avisan al héroe a viva voz por dónde escapó el lobo. Otra idea es separar la platea en sectores y organizar una competencia para ver qué lado de la sala aplaude mejor. Pero a veces ni siquiera: el comediante se acerca al borde del escenario y reclama un aplauso para él con un gesto urgente y los ojos encendidos.
Algo raro ocurre con el aplauso: aunque es fácil de ofrecer no es tan sencillo de recibir. Si una persona que no pertenece al mundo del espectáculo por algún motivo recibe un aplauso, experimentará una sensación muy compleja, no necesariamente placentera. Comprende el orgullo natural por el merecimiento, cualquiera sea, pero también el pudor de estar en el centro de la mirada de mucha gente, y una especie de temblor visceral que provoca el sonido del aplauso, algo en la boca del estómago: la música del amor y la aprobación. Esto se ve con claridad en los niños, cuando la televisión los presenta en cámara para jugar o mostrar sus dones. Cuando un niño recibe un aplauso su cara expresa una mezcla de miedo y sorpresa, sin una gota de alegría. Revela hasta qué punto recibir un aplauso es un momento perturbador.
Cuando el aplauso no es eventual sino cotidiano, como en el caso de los actores, ya forma parte de su desempeño profesional y se metaboliza de diferentes maneras: a través de la timidez, la estridencia, el decoro o la soberbia. Algunos establecen con el aplauso una fuerte dependencia, una sed que sólo el público puede saciar. Y en ocasiones lo reclaman en forma explícita. A veces parecería que es el público quien va a trabajar para los artistas y no al revés.
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