Principe oliva
En un tiempo fue exiliado de las cocinas por funcional al colesterol maligno, pero ahora es el más poderoso de los aceites
Hace algunos años, no demasiados, cocinar con oliva era medio visto como fachoso, típico de snobs culinarios que quieren hacer pinta chacoteando además imprudens con los triglicéridos. "¿Para qué, teniendo aceite Cocinero?" se les preguntaba a la sazón.
El clásico blend de girasol con maní era amable de precio, neutro para las coronarias, apto para frituras intensas (hasta 230º) y sofritos de tomates & cebollas con que uno arremete hacia toda cazuela apetitosa hecha en casa.
Usando también aceites comunes de maíz, soja, la uva u otras semillas vegetales en múltiple choice. Un múltiple choice demasiado mucho que al argentino, siempre titubeante, tiende a crearle trac paralizante. ¿Cuál de las opciones usar? Noposepe, Pepe.
En su momento la respuesta llegó en formato fashion, incluida entre las opciones de la nouvelle cuisine francesa del Mediterráneo, con su aprecio fundamentalista por lo que se consigue y se cocina súper sano, puro y fresco en los meros puestos del mercado nuestro de cada día. Evitando de ese modo la comida heavy, cremosa, de hojaldres mantequísimos y digestiones laboriosas de la haute cuisine de fines del siglo XIX. Ese aprecio por lo verde, el salteado corto y los etcéteras del allioli, favoreció en la Argentina el auge del aceite de oliva, concomitante con las heterodoxias gourmet años sesenta del Gato Dumas.
Los primeros en regresar e imponerse fueron blends clásicos de aceitunas frantoio, arbequina, empeltre, etcétera, extraídos a la manera tradicional por primera presión en frío, producidos con máxima calidad (menos de 0,60 % de ácido oleico): Tittarelli, Bodegas López y Yancanello.
Ese virtuoso porcentual 0,60 no excitaba a los consumidores, pero estimuló un estilo local de paladar diferente a los arquetipos italianos y españoles predominantes en Europa.
En las décadas siguientes tal sabor tendió a imponerse con esa suave tenacidad de como-quien-no-quiere-la cosa, más bien propia de las idiosincrasias insulares. Contra la cual resulta inútil exasperarse. Como contra la tendencia general argentina mayoritaria a preferir las carnes rojas muy horneadas o sobre-grilladas en vez del rosado del punto-que-muja.
La novedad de aceites de oliva varietales no se manifestó de manera conspicua hasta la vuelta del siglo. Fue cuando la Bodega Familia Zuccardi decidió encarar este negocio, delegando en su tercera generación (Miguel) el desarrollo industrial y la conducción comercial del emprendimiento. El proyecto inicial fue encararlo, como con los vinos, dentro de un básico esquema varietalista.
Debutaron obteniendo desde el vamos positiva respuesta, tres opciones de olivares propios: el arauco, la manzanilla y el frantoio. El arauco, oliva emblemática argentina que evoca vagamente al Malbec en una expresión a la vez intensa pero versátil; la manzanilla, andaluza corpulenta de aromas extra nítidos; y la frantoio, solar, mediterránea, con un toque frutal bien típico de la Toscana. Este último es el que más me inspira. Botellita 500 cc, $ 40. Degústelo con ensalada de rúculas chicas, huevo duro y palta. Sal marina, obvio.
La cosa habrá sido exitosa porque en 2008 Miguel apareció con tres nuevos olivas, los Zuelo. Ahora blends y más al alcance ($ 30 los 500 cc): el Zuelo Intenso, el Zuelo Suave y el Zuelo Clásico. La variedad de las olivas en ningún caso se menciona; pero en el Intenso fueron cosechadas al comenzar abril (sensaciones precoces); en el Suave, al terminar mayo (late harvest) y en el Clásico, menos pregunta Dios y perdona. Mi predilecto: el intenso. Sobre focaccias untadas firme con ajo.
Preparado como indica Martín Rebaudino, chef de Oviedo: una cabeza impregnada en este Zuelo, luego envuelto en papel de aluminio, veinte minutos de horno suave y, tras apretar la pulpa de ajo, mezclarla con el oliva. Acompañe con un Dedicado 2008 de Finca Flichman: Malbec de Barrancas con algo de Cabernet Sauvignon y Syrah.
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