Presión alta antes de los 40: entre el susto inicial, la dieta y el médico perfecto
Hace exactamente un año, uno de esos días calurosos y húmedos del pre verano me tenían por el piso, tanto que de camino a la oficina pasé por una farmacia y entré a tomarme la presión. Pensé que estaría bajísima y que por eso me sentía tan mal, aunque la aguja del viejo tensiómetro marcó 12.9. No me alarmé en absoluto, pues nunca había estado pendiente de ese tema y solo sabía que lo normal es 12.8.
El sábado siguiente fui al psiquiatra y hablando de mi hipocondría crónica le conté lo del 12.9 y me dijo que le prestara atención al 9, porque esa era la presión emocional. Entonces se encendió la primera alarma. De ahí me fui a la guardia "por las dudas" y ¡zas!, 14.9. ¡Catorce nueve! El corazón me empezó a latir a mil por hora y pedí ver a un clínico. Hasta el momento que me atendieron, con un sublingual de por medio, la presión bajó a 13.7, 13.8, y se mantuvo ahí. El diagnóstico fue estrés, "nada grave", aunque un bichito comecoco se instaló sutilmente en mi cabeza.
Mi madre insistió en que no le diera ninguna importancia al tema, que se trataba de una situación estacional panicosa, que siguiera mi vida normal sin controlarme la presión.
Pasé todo el verano comiendo hamburguesas, rabas, pizza y papas fritas. Todo frito, aceitoso, con mucha sal y muchísima felicidad.
En marzo volví a la guardia por un dolor de cabeza que no se me iba. Por rutina, la médica de turno me tomó la presión. 14.9, again. Enloquecí un poco, me asusté, paniqueé, hasta me explicaron que lo mío, posiblemente, era presión de bata blanca. O algo así. Eso de la bata blanca, que obviamente googlee una y otra vez, sucede cuando el paciente le toma idea (o terror, dependiendo de la severidad del caso) al tensiómetro. Así, evité tomarme la presión por tres o cuatro meses más. Y seguí comiendo de todo, como si nada. Hasta que volví a la guardia por otro síntoma tal vez imaginario y 14.9, vez más.
Decidido a tomar cartas en el asunto, pedí hora con un cardiólogo cualquiera para que me ordene una presurometría y así terminar con el tema de una vez por todas. Pensé que la presurometría sería perfecta para mí, porque no habría ni tensiómetro de por medio ni médico con la bendita bata blanca listo para cantarme las catorce nueve. Pero el día del estudio todo fue una película de terror. La señora que me instaló el aparato en un pequeño cuartito lleno de ilustraciones de corazones abiertos tenía modales rudos y estaba apurada. Me tomó la presión antes de ponerme el aparato y me dio 15.10. Me dio pánico en estado puro.
Las próximas 24 horas las pasé con el coso ese en el brazo que se inflaba cada quince minutos y me ocasionaba palpitaciones incontrolables. Seguí comiendo como si nada hasta que llegaron los resultados: no era hipertenso pero casi, tenía que empezar a cuidarme con la sal y "seguramente, cuando seas más grande, vas a ser hipertenso", remató el mediquito, un tipo guapo, joven y apurado por que me fuera rápido de su consultorio. De ahí salí directo para una dietética a comprar miles de productos sin sal que me parecían asquerosos. Después llegué a casa y me puse a googlear hasta descubrir que un hipertenso real puede consumir entre 1,5 y 2 gramos de sodio por día. También en google descubrí a mi nuevo amigo, el sodio, que para mi sorpresa se encontraba en casi todos los alimentos de mi dieta básica. El mes siguiente me convertí en un ser que solo vivía para analizar las etiquetas de todo lo que comía, sumando y restando miligramos de sodio como lo hace con las calorías una persona con trastornos alimenticios.
Entonces tuve la revelación más triste: la vida bajo esas reglas apestaba. Para comer totalmente sano, básicamente, debía transformarme en un hombre de la cavernas que recolecta frutas y caza animales para sobrevivir. Empecé a pensar cosas tan tremendas como que comer sin sal es peor que la soledad o la falta de sexo. Realmente sentía que mi vida estaba acabada.
Tanta frustración me llevó a un segundo cardiólogo, recomendado por mi madre, que no estaba tan apurado en fletarme como el mediquito pero tampoco parecía muy dispuesto a escuchar sobre mis fobias a la bata blanca. La experiencia fue horrible, pues a esa altura mi terror al tensiómetro estaba tan desarrollado que la medida no bajó de 15.10 y el tipo me dijo sin dudar: "Vos sos hipertenso".
Intenté explicarle mi teoría del terror al aparato, pero siguió insistiendo en un brazo y en otro y la cosa no paraba de subir. Entonces quiso medicarme con una pastillita para el corazón y me dijo que limitara mucho mi actividad deportiva. Mi vida estaba terminada, no había cumplido 40 y ya parecía condenado a comer de por vida sin sabor o y a tomar la pastilla como un jubilado.
Aterrado por el panorama, no tomé la medicación y empecé a investigar hasta dar con el cardiólogo de mis sueños: un señor grande, un médico de los de antes, que atendía en su consultorio particular (un departamento sin situaciones hospitalarias) y se tomaba una hora entera o más con cada paciente. El doctor escuchó todos mis dramas mientras anotaba cada detalle en un fichero como esos que usaban las maestras del colegio y después, con una pericia magistral, me tomó la presión mientras me distraía con una conversación trivial. Antes me dijo que mis análisis estaban perfectos, que era una persona muy sana, y de alguna manera me predispuso al bienestar . La presión no subió de los 12, 13 puntos, y salí de ahí con algunas noticias que me cambiaron la vida: podía comer de todo sin abusar del salero, con permitidos letales como la pizza o los nachos con queso (pero permitidos al fin), podía hacer todo el ejercicio que quisiera y, por el momento, no tendría que tomar la bendita pastilla.
Hoy los días transcurren así, sabiendo que tengo que comer sano y que existen miles de alimentos procesados que son veneno no solo por el sodio sino por miles de razones más, comiendo de todo en un cumpleaños pero compensando al día siguiente con dieta natural, aprendiendo a meditar y a respirar para bajar las palpitaciones que me agarran de repente y visitando cada dos o tres meses al cardiólogo sabio y viejito que me devolvió las ganas de vivir.
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