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Por años se la vio en eventos culturales, algunos de los más concurridos, acompañando a escritores famosos en las presentaciones de sus libros, respondiendo a los periodistas literarios, manejando agendas sobrecargadas de reuniones. Había épocas en las atendía todas las llamadas, las 24 horas, incluso de madrugada, cuando los periodistas la llamaban para chequear información.
Hasta que en 2019, Amelia Alvarez, dejó su cargo de jefa de prensa de una de las grandes editoriales y decidió mudarse al campo y empezar a darle forma a un sueño: un lugar en el mundo que aloje a personas afines, un espacio amable, una casa abierta a la creación artística y espiritual.
No fue un arranque de locura, ni una decisión apresurada. Estuvo madurando la idea durante veinte años, haciendo un trabajo fino de seducir con la idea a su marido, esperar que los hijos crezcan y ya no necesiten la vida estructurada con escuela, horarios y padres presentes, en la que se estaban criando.
La pandemia aceleró la transición, la casa de campo en Cañuelas que compró hace diez años, se convirtió en refugio, ya no para alternar los días entre el campo y la ciudad, ya no para esperar a que el proyecto esté listo para su lanzamiento a la sociedad, sino que de golpe se tornó un lugar ideal para vivir el aislamiento social obligatorio que las autoridades sanitarias impusieron durante 2020. El encierro en un entorno natural, lleno de verde, se volvía una medida mucho más tolerable en el campo que en la ciudad, así que mudarse a La Endorfina fue lo más lógico.
Y allí esta hoy, comenzando el nuevo año, terminando de dar forma a ese espacio de encuentro donde en un futuro espera recibir a gente que pueda dar clases de yoga, tertulias, música y talleres literarios o cualquier otra instancia creadora que sintonice con la naturaleza. Huerta, permacultura, observar a los animales y muchas cosas más cobran sentido en un entorno rural, también están dentro del plan.
Es curioso como en la trayectoria de una vida vivida a consciencia, con el ejercicio permanente de la autorreflexión, de darse espacio para dudar, para desear, para buscar, finalmente llega un momento en que todo empieza a confluir. Pasada cierta edad, sobre todo, cuando una mujer ya se reconoce plena, que hizo todos los deberes (se ganó su subsistencia, encontró el amor de pareja, tuvo hijos y reconocimiento profesional) todavía queda espacio para soñar, para ir por más, para generar un mundo nuevo, desde cero, desde la potencia creadora vital.
En eso está Amelia por estos días, junto a a Charly Ugarte, cumpliendo 35 años de matrimonio, ncarando una nueva aventura juntos.
Emprender en la naturaleza
Después de un año de adaptación, ver qué pasa en medio de la pandemia, conectar con el paisaje, los animales, el ritmo del campo sin despertadores y por momentos, casi sin internet, toca poner en movimiento el proyecto La Endorfina: un lugar de encuentro para el bienestar. El gen emprendedor está. “Fui cadete, empleada de comercio primero, en una boutique y después en una librería. Y después empleada del área de campo en una empresa de investigaciones de mercado. Así que a los 19 tuve ahorros suficientes para irme a vivir con una compañera del trabajo y compartir gastos. En ese entonces no sentía una vocación clara, así que iba tras el mango”.
En 1983 se puso de novia con Charly y en el ’86 se casaron, después nacieron Gonzalo y Ramiro. Para entonces trabajaba en el área de marketing de una multinacional, a la que renunció en el ′96 para emprender y estudiar. Se anotó en Comercialización y Dirección de empresas y aunque no terminó, esos conocimientos sumados a su experiencia laboral, fueron una muy buena base para empezar algo por su cuenta. Fue pionera en el trabajo desde casa.
“Aprendí a proponer, poner precio a mi trabajo, negociarlo, a encontrar una rutina, fijar objetivos y cumplirlos sin la mirada de un jefe”, enumera. “También entendí cómo ajustar el rumbo, encontrar un nicho, capacitarme en las cosas que sentía que necesitaba más recursos o herramientas”. Así, en 2001 un trabajo de 3 meses terminó siendo el motor para arrancar la carrera que la posicionó como referente en la industria cultural. “El canal Locomotion me contrata para hacer el lanzamiento del primer disco de un artista musical -se trataba del grupo Miranda!- y junto a la banda se hizo visible mi labor, por lo que durante 15 años más seguí en el ámbito de la música. Artistas, discos, festivales y algunos libros de rock. Y con los libros, volví a la relación de dependencia en una editorial”.
En octubre de 2019 Amelia dejó de trabajar y se instaló en La Endorfina. Sabía que volvería a emprender, que tiene el “gen” pero que iba a tomarse un tiempo para planear qué hacer.
“Porqué le puse La Endorfina”
El nombre de una hormona para una casa de campo es, cuando menos, original. “Había surgido en broma cuando buscaba en internet inspiración de casas de campo o parquizaciones mientras la diseñaba y me saltaban nombres de estancias, clubes de campo: La Ellerstina, La Dolfina, La Faustina”, recuerda. “Y mí me daba tanto placer el proyecto y pensaba que sería un lugar de bienestar que pensé en la hormona. Después supe que las endorfinas no solo intervienen en la felicidad sino que aparecen para calmar el dolor, el estrés y el miedo. Yo hablaba de La Endorfina con mis amigos y fue quedando hasta que todos ahora se refieren a casa por este nombre”.
Al principio fue pasar mucho tiempo sola “rehabilitándome”. “Dormí mucho, hice desintoxicación de dispositivos móviles, estuve en silencio, removiendo la tierra, arreglando plantas y árboles (plantamos casi 100 aunque no todos prendieron), haciendo arreglos pequeños de la casa, un par de mesas con esos carretes gigantes de cable. Miré pelis, volví a leer mucho lo que me daba la gana o lo que tenía pendiente”, recuerda Amelia. Y así, de a poco se fue convenciendo de que sería una buena idea no volver a Capital más que para hacer cosas puntuales por algunos días. “Hasta que llegó la pandemia nos encontró acá a los tres; mi marido, mi hijo mayor y yo, ya que el menor vive en México hace cinco años”, cuenta.
Aunque también siguen ligados con la capital, que está a solo una hora en autor. Como la conexión a internet en el campo no es estable (no es por cable sino por señal de radio y con las tormentas a veces la conectividad se corta o hay cortes de luz) su marido e hijo suelen pasar temporadas en CABA, mientras Amelia disfruta de los días de soledad.
“Acá casi no se nota la pandemia, porque no hay nadie cerca. Para ver a alguien tengo que caminar 50 o 100 metros que es lo más cerca que están mis vecinos. O ir al centro de Cañuelas, que es muy tranquilo y amigable. Las pocas veces que fui a Capital se me hace difícil, me cuesta la proximidad, sobre todo con personas que no respetan las normas de cuidado mutuo frente al Covid-19 y se violentan si uno les hace alguna observación. Si tengo que ir, trato de moverme en mi bici, así evito transporte público y proximidad”, cuenta.
El paso del tiempo es otra de las variables que se trastocó en este nuevo estar en el mundo. “El otro día justo encontré un párrafo en el libro que estoy leyendo, Walden La vida en el Bosque de Henry David Thoreau, que me quitó un poco la culpa”, destaca y lo cita textual: “Mis días no eran los días de la semana, con el sello de una deidad pagana, ni eran desmenuzados en horas ni golpeados por el tic tac de un reloj, porque vivía como los indios puri... Esto era flagrante ociosidad para mis conciudadanos, sin duda, pero si los pájaros y las flores me hubieran examinado según sus pautas, no habrían hallado falta en mí”
“Así nacía el sueño”
Un día, hace veinte años Amelia tuvo la sensación de que quería vivir en el campo, pero en ese entonces sus dos hijos estaban en la escuela, ella y su marido trabajaban en capital, y su mamá -que también vivía con ellos- tenía sus vínculos propios. Cuando le comentó la idea a su marido, a él no le entusiasmó, la mamá tampoco lo creyó viable y ella misma concluyó que no era buena idea cambiar a los chicos de escuela.
Pero el germen del sueño ya estaba plantado. “Sin descartarlo del todo, empecé de alguna forma a soñar con el cambio, a planificarlo para cuando llegara el momento”.
La Endorfina es un proyecto que comenzó como una emoción vaga, no tanto una idea definida; al principio no tenía palabras para definirlo, ni nombre, ni lugar. Todavía, veinte años después, ya instalada en Cañuelas desde que empezó la pandemia, Amelia no identifica claramente de dónde le llegó la motivación para irse de la ciudad al campo. “Creo que fueron juntándose distintas cosas. Por un lado, veía que envejecer en la ciudad era un poco hostil: mi vieja se quejaba: de que le resultaba difícil subir al colectivo, contaba que no le paraban cerca de la vereda, o que la apuraban o no le tenían paciencia cuando iba a hacer compras; lo mismo le pasaba cuando -después de dejar ya de poder viajar en colectivo- tomaba un remís”.
Empezó a pensar en qué tipo de vida quería llevar cuando le tocara jubilarse, aunque faltara tiempo todavía. “Empecé a idealizar la posibilidad de salir del sistema y autoabastecerme”.
Además, había descubierto, cuando visitaban a una tía de su marido, en Ituzaingó, que disfrutaba de hacer tareas en la tierra. Le pedía cortar el pasto o hacerle los canteros, en esa época Amelia estaba atravesando el duelo por la muerte de su papá y descubrió en esas visitas que trabajar en la tierra siempre la hacía sentir mejor. “Años después una psicoterapeuta me dijo que a veces se recomendaban trabajos de jardinería o huerta para elaborar los duelos, yo lo hice por intuición, sin conocer el dato”.
“Finalmente encontré el lugar indicado”
Cada vez que tenía un rato buscaba información y así encontró algunos libros, videos y lugares que la inspiraron a darle forma al proyecto. Miró los videos de Bill Mollison (el padre de la permacultura), leyó uno de sus libros y se devoró La revolución de una brizna de paja de Masanobu Fukuoka.
Conocer la permacultura le abrió el panorama, la acercó más a lo que había sido esa primera sensación, ese lejano y apenas audible llamado inicial de la naturaleza. Siguió aprendiendo y buscando conocer experiencias locales de permacultura, de construcción en barro y ecovillas.
Un día fue de visita con toda la familia y un amigo de Navarro a Gaia. Recorrieron el lugar, observaron casas construidas por sus habitantes, la huerta jungla, vieron por primera vez cómo era un baño seco, una cocina solar y sus anfitriones les explicaron cómo funcionaba la comunidad.
El tiempo pasaba y cada vez que podía averiguaba o hacía algo referido al tema. Participó de un taller de diseño permacultural, fue un fin de semana largo a un curso de bioconstrucción y tuvo una aproximación al trabajo con barro. Mientras indagaba en su deseo y pensaba qué cosas se animaría o le gustaría hacer llegado el día, los hijos crecían. Cerca del 2009, ¡por fin! un día su marido le dice que tenía ganas de vivir en una casa con tierra. ¡Bingo!
Pero para él la primera opción era mudarse a una casa con fondo, dentro de capital. Entonces empezaron la búsqueda. Vieron casas para comprar, tasaron la suya y consideraron hacer refacciones, hasta que se dieron cuenta de que era demasiado costoso para lo que podían afrontar y al final el cambio no era resultaba tan beneficioso como esperaban.
Un domingo a la mañana mientras desayunaban leyendo el diario encuentran un aviso que ofrecía lotes en Cañuelas. No lo pensaron dos veces, se subieron al auto, recorrieron los apenas 70 kilómetros por autopista y llegaron al lugar. “Elegimos el lote porque había un arbolito, después supe que era un acacio negro, todo pinchudo, que de casualidad había sobrevivido al desmonte cuando la zona se transformó en un campo de pastoreo de vacas”, recuerda.
Para empezar a construir tuvieron que esperar que extiendan la red de energía eléctrica. Pasaron un par de años hasta que existió un proveedor de internet (por señal de radio), así fue que nació finalmente La Endorfina.
Construyeron una casa con técnicas convencionales que, con unas cuantas virtudes y algunos defectos, Amelia se animó a diseñar aplicando algunas cosas que había aprendido, pensando cómo le gustaría habitarla, qué ver hacia afuera, en cada momento del día, para este tramo de la vida.
“Hace un par de años, cuando me hicieron la devolución del chequeo médico preventivo anual la médica me dijo que por los antecedentes de mi mamá y los resultados que veía que me prepare para ser longeva. Lo primero que pensé fue en planear qué hacer para no aburrirme. Ideas sobran. Calculo que la casa y todo lo demás me sucederán holgadamente así que quiero contarle a quien sea que venga después a La Endorfina por qué planté lo que planté, dónde lo planté. Me da ilusión pensar que algún día alguien va a disfrutar de algo que hice aún sabiendo que no sea necesariamente yo quien lo disfrute. Supongo que estoy en una etapa de construir para dejar un legado, será una necesidad de trascender, supongo”. Y, por supuesto de emprender, de buscar alianzas, socios con la misma sintonía, espíritus creativos buscando eso que ya sabemos que siempre está, aunque no lo veamos.